Solo
Por Juanjo Fernández Torres
Fue una de esas noches en las que lo único que quieres es llegar a casa a tomarte una taza de café muy cargado y bien caliente. Una de esas noches en que lamentas no tener cochera en el edificio donde está el departamento donde vives solo, en el tercer tramo de una escalera impregnada de oscuridad hasta el fondo de un pasadizo que pierde su aroma a miedo cuando encuentras a tientas el interruptor. Fue una de esas noches en que el frío condensa la humedad y empapa las caras de quienes atinamos a recorrer las calles preñadas de rocío ingrávido. Fue una de esas noches, cerca a la medianoche de un martes, en que ya había dejado mi auto en la cochera a tres cuadras y buscaba cobijarme en la penumbra de mi programa favorito. Fue esa noche en la que me detuve un momento a decirle la hora al vigilante del casino del letrero luminoso que alguna vez fue naranja. El neón develaba la humedad del aire a través de la tierra acumulada sobre su diseño, dejando atisbar la última calle que debía cruzar con unos pocos trancos mientras escuchaba mi ya acostumbrado zumbido personal, perdiendo el oído derecho de a pocos.
Una camioneta todo terreno apaga sus faros y refleja su rojo de escándalo combinando con la noche un color sangre a medio cuajar. Maniobra desde la arteria pobremente iluminada que corre estática sobre mi hombro derecho. Salgo del neón con la familiaridad de quien ha cruzado esa calle cientos de noches. Caracolea la máquina como una lancha a la deriva rechinando al final de su curva cuando la carrocería y su combinación sangre reflejan la penumbra del casino hacia mi calle consuetudinaria. Las líneas blancas del pavimento reciben tenues la sombra en movimiento. Cruzo mirando hacia la oscuridad residencial de la izquierda, mientras sopeso otra vez desviarme al parque que avisto a una cuadra, siempre iluminado por farolas de amplias coronas iridiscentes, mientras elijo otra vez más llegar pronto al secreto placer de saberme no observado en mi propia sala. Piso una de las gruesas rayas blancas al unísono con las llantas derrapando por fin en mi cerebro. Busco protegerme en el rostro del conductor del todo terreno, pero él no puede verme mientras sus ojos dejan al escote acompañante y sus neuronas abotagadas cargan el movimiento de su diestra desde la tibieza ajena al frío plástico de la palanca de cambios. No logro avisarle con mi mirada y escucho dentro de mí el golpe de nuestro encuentro fugaz contra el filo de la vereda que acababa de abandonar. Escucho un chasquido que libera los recuerdos que había logrado acallar en lo más inconsciente de mi mente. Se interrumpe mi silencio de hombre solo y dejo de sentir la humedad y el frío del pavimento, indiferente a la mancha que voy vertiendo en el pavimento como un arroyo visceral que se va escondiendo bajo mi cuerpo.
El rojo todoterreno elije seguir su marcha desbocada con el instinto encaramado en la propuesta del hotelito agazapado en el silencio del parque, el telo bien caleta. Una pequeña abolladura en el parachoques delantero es el único recuerdo de su encuentro conmigo. Mi cuerpo yace escondiendo la cara entre el asfalto granulado del pavimento y el cemento liso de la acera. Mis músculos empiezan a ganar el rigor de mi viaje al tiempo en que mi infancia asmática flota como aroma de eucalipto ahumado de leña quemándose en la humedad de un sauna noctámbulo de mi ciudad odiada y natal. El dolor nunca llegó por el soplo de la horda de recuerdos en tiempos dispares que desfiló sobre mi última exhalación. Al borde de la oscuridad definitiva, comprendí que no era ése otro día más, que ya no tendría la rutina de afeitarme muy a mi pesar pergeñando historias en dimensiones paralelas que transcurrirían como una hilacha amarilla sobre el hilo de agua que escaparía de una maceta del pasadizo más nostálgico de mi niñez, llenando de olvido a todo el mes. Al fin fue claro que ese mes de octubre, como tantos otros, podría haber sido mejor.
Llega un cuerpo ya vacío a la morgue lejana e impersonal mientras visito el departamento alquilado que descansa ya del calor de mi respiración prestada, del golpe sordo de mis pasos en reposo, del peso de mi silencio frustrado. Nadie reclama el bulto para ningún entierro más de flores, misas y cementerio. El cadáver se reparte entre aprendices de médico y mi recuerdo se aloja en sus últimos encuentros. Viviré solo en un departamento alquilado al tercer tramo de la oscura escalera al final del pasillo y en el manchado pavimento de la calle angosta bajo el neón prestado, en el abollado parachoques de la camioneta estacionada en el parque de las luces húmedas y cobijo temporal.