Enamorarse del conocimiento
Por Jorge Alberto Gudiño Hernández
Hace como una década, en la universidad donde daba clases, a un par de profesores se les ocurrió diseñar una prueba para los alumnos de nuevo ingreso. No contaría para su calificación y sería aplicada el primer día del curso. Algo muy parecido a los exámenes de diagnóstico con la salvedad de que, en éste, no había relación con los temas de la materia. Así, escribieron medio centenar de preguntas francamente difíciles. Las había de todas las clases y tipos. Desde las que entran en el mal llamado campo de la “cultura general” hasta otras de un alto nivel de especificidad científica.
Sobra decir que la mayoría de los alumnos suspendía. Es más, pocos conseguían alcanzar más de veinte o treinta por ciento de las respuestas correctas. No era importante. Al iniciar la siguiente sesión, cuando se suponía que les darían los resultados, los profesores les pedían una nueva hoja y, para la sorpresa de los alumnos, les volvían a hacer las mismas cincuenta preguntas. Idénticas. El resultado era casi el mismo.
Ya luego venía la reflexión, ese asunto tan escabroso. La prueba servía para demostrarles lo poco que les interesaba el conocimiento por sí mismo, cuando no tenía una utilidad inmediata o estaba relacionado con calificación alguna. Los chicos eran sinceros: ninguno de ellos, picado por la curiosidad, había llegado a su casa para averiguar las respuestas. Si acaso, unos cuantos habían comentado algo a la salida de la primera clase. Hasta ahí. Y eran estudiantes universitarios, de los que se esperaría cierto interés por los saberes.
Eso fue hace una década. En las aulas los ordenadores no habían sustituido a los cuadernos y la cultura de la búsqueda en Wikipedia aún no despuntaba. Sin embargo, me da la impresión de que hoy el resultado sería parecido. O, quizá, peor. Porque bien podrían dar con las respuestas correctas gracias al eficiente uso de sus teléfonos y tabletas pero lo harían por un automatismo y no por un verdadero interés en el conocimiento.
Y justo eso es lo que me llama la atención. La falta de interés. Como si el saber más cosas fuera algo malo. Como si aprender no fuera el acicate suficiente. Como si profundizar no tuviera sentido.
Bien podría concluir esta columna de forma pesimista. Decir que esta falta de interés es justo la que hace que nos vaya mal como sociedad y como país. Incluso podría culpar a los modelos educativos porque no han sabido contagiar esa pasión por el conocimiento libre de utilitarismos. No lo haré porque es injusto. Cada tanto, descubro entre mis alumnos a uno a quien le gusta indagar, a quien se deja seducir por los conceptos, a quien carga emocionado un libro tan lejano a su campo de estudio que sorprende. Sé que cualquiera de ellos no habría sacado una buena calificación en ese examen infausto. Tampoco importa. De seguro habría llegado a su casa para averiguar alguna de las respuestas y, con suerte, se habría quedado investigando más y más por el simple placer de hacerlo.
Concluyo entonces deseando descubrir cómo se activa esa pasión por el conocimiento. Ojalá pudiera saberlo.