Despertar a los dioses en Kamakura

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Por Antonio Costa

   A lo lejos se ve el monte Fuji. Con su silueta elegante, delicada, ligera. El que pintó Hokusai como un trazo sin peso en mitad del cielo. El que evocó Kawabata en los cuentos de “Primera nieve”, donde dice: “Mi sepulcro será la naturaleza toda, todo el cielo y toda la tierra, y la leyenda de la mujer de mi pueblo natal”.   El verdadero rey de Japón, el que los consuela a todos. El que les encanta a lo lejos con su casquete de nieve detrás de la palpitación de los cerezos.

   Al llegar a la estación de Kita Kamakura ya se empieza a ver templos. El de Engaku Ji con sus pabellones entre rocas y estanques. El de Tokeji donde las mujeres iban a pedir el divorcio. El de Jochi Ji con su campanario como una pagoda china . El de Kencho Ji , el templo más antiguo de los budistas zen. Pero no quiero atiborrarme de templos. Solo quiero algo que se me quede en el cuerpo como las magdalenas de Proust.

   Me bajo en la estación de Kamakura. Subo por la calle Komachi hacia el templo Hachiman, del dios de la guerra, donde los Minamoto vencieron a los Tara, donde Yoritomo Minamoto obligó a bailar a su cuñada delante de sus samurai. Veo los puentes combados, los edificios rojos, el gingko que tiene mil años. Pero los templos shintoistas solo pueden verse por fuera y no puedo entrar.

       Kamakura fue capital de Japón durante dos siglos. En 1185 Mimamoto Yorimoto venció a sus rivales y se convirtió en primer shogun que arrinconaba al emperador. Se construyeron docenas de monumentos a la orilla del Pacífico. Los monjes chinos que huían del colapso de la dinastía Song fundaron monasterios zen. El shogun Yoshitsune se enfrentó a su hermano mayor y se suicidó, y su historia la viven los espectadores del teatro kabuki. En 1333 el emperador radicado en Kioto sitió al último shogun Hoju y sus 800 sirvientes se hicieron el shepukku.

     Bajo por Komachi otra vez mirando las tiendas con objetos de laca. Se ven botellas de sake, platos con mundos encarnados, cuencos con adornos. Se ven cajitas para guardar cosas, pequeños bastones, muñecas con kimonos de flores. Los restaurantes con farolillos. La gente que bulle con calma (si eso puede decirse) en todas direcciones. Tuerzo en dirección oeste en dirección al templo Hase Dera.

     Hay una estatua enorme de nueve metros de la diosa Kannon o de la Misericordia. Infinidad de personas se ponen frente a ella y encienden cirios. Los fieles beben el agua limpia en unos cazillos con mango muy largo para limpiarse antes de hablarle. Hay que dar una palmada para que la diosa despierte y nos haga caso antes de hacer una petición. Tal vez en occidente deberíamos hacer lo mismo para despertar a nuestros dioses, o tal vez para despertarnos nosotros mismos. Me ha gustado ese rito, que nos indica que debemos despertar de tantas distracciones y recibir el secreto del mundo, algo en lo que insisten los budistas zen. En otra construcción está el Buda Amitha, construido contra la mala suerte. En el museo está la campana del templo y la estatua del dios de la Abundancia con sus mofletes abiertos. En varios sitios se ven molinos de viento envueltos en telas en recuerdo de los niños que nacieron muertos.

   Pero lo mas impresinante es el Gran Buda o Daibatsu situado en lo alto un poco más al norte. Tiene once metros de altura y lo rodean los árboles. Fue fundido en bronce en 1252 por Ono Goroemon y en el siglo XV un maremoto destruyó el templo que lo resguardaba. Y seguramente tiene más sentido ahora, surgiendo directamente de la naturaleza, envuelto en la atmósfera que lo acaricia, recibiendo a los visitante sin obstáculos. Y esa serenidad paradójicamente me exalta. Con esos ojos cerrados parece darse cuenta de todo, recoger la fuerza más profunda del mundo, beber el aliento de todas las cosas. Se libera de los conceptos y de las turbulencias de los hombres y nos sugiere a todos que hagamos lo mismo. Hay una serenidad apasionada en esa calma, en ese dejarse estar más allá de todos los espejismos, que se ve en sus piernas cruzadas, en las curvas sueltas de su manto, en sus manos entrelazadas en descanso. Parece que recibo lo increíble al fijarme en su imagen verdosa por la que pasaron las lluvias y los siglos.

   Y entonces me voy al Pacífico, con ese nombre tan imposible, que está en consonancia con el espíritu del Buda. Bajo hacia la playa cercana y me acerco al agua y la toco con mis manos y supongo que a la arena habrán llegado millones de restos de todas las batallas a lo largo de todas las épocas. Enfrente tengo América o las islas remotas de Oceanía. Pero mucho más cerca está la peninsula de Izu con sus volcanes y sus costas accidentadas, sus faros y sus fuentes termales. Donde en el siglo XVI naufragó el inglés Will Adams y el shogun Ieyasu lo nombró su profesor de matemáticas y lo hizo samurai honorario. Donde Kawabata situó “La danzarina de Ito”, en que un joven estudiante se ve fascinado por la vida y el amor inasibles que encarna entre las montañas la joven hija de unos músicos ambulantes. Y al lado del océano, en la calma donde se depositan todos mis recuerdos, percibo también el arpa con las notas mas escondidas de la vida y pienso en todas las plenitudes que se asoman a veces a nosotros entre los dedos de la nostalgia.

   Hay que vaga un poco por las calles dejando que llegue lo que quiera. Guiado un poco por el espíritu de los zen ( y también por la divinidad de todas las cosas de la naturaleza que nos sugiere el shintoismo). Admirar los tejadillos verdes que se llevará el viento. Asomarse a los bosques de bambúes tan ligeros. Contemplar los puestos de fruta y asomarse a los pabellones donde comer parece algo lírico. Echar miradas ligeras a los puestos de artesanías locales.

     En el tren que me lleva de regreso a Tokio unas adolescentes con uniforme de colegio intentan practicar el inglés conmigo. Me preguntan de donde soy, a qué me dedico, si he encontrado novia en Japón. Me hablan de películas y me dicen que les fascina el actor Ken Watanabe   que ha intervenido en la película “Batman Begins” . El tren hace un viaje insensible entre la epoca de los samuráis y los monjes visionarios y la ciudad ultramoderna y galáctica. Los vagones son gigantescos y pululantes. Pero gracias a ellos sabemos que cerca de Tokio está el océano, están los budas que nos liberan de todo, están las bailarinas que nos exaltan desde siempre, está el océano y los secretos de bambú.

 

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