Los seres humanos y los políticos

 

Por José Antonio Ricondo Torre

Si tratásemos de estrechar la psicología del Estado, de todo lo que es vida política, necesitaríamos el paso necesario que va de lo personal e individual a la res pública, a lo que es colectivo. Y, como normalmente tendemos a realizar nuestra propia perfección, nos encontramos con que lo que mueve al ser humano es la lucha interior entre la pulsión de dominio, la Wille zur Macht o voluntad de poder de Nietzsche, y, por otra parte, el sentimiento real de nuestra propia debilidad.

Al menos en la cultura occidental, es innato el deseo de aplauso, del respeto de los demás, del nivel adquisitivo, de una imagen, del éxito intelectual o físico, es decir, de una autoimagen. Sin embargo, la vida se nos antoja mediocre, los medios para cubrir las necesidades que nos hemos creado, de chiste, y nuestra imagen dista considerablemente de la que nos venden y, por ello, nuestra existencia la creemos decepcionante. Así, el amargor del fracaso, como el conformismo y la renuncia a menudo ante las desventuras del destino son campos opuestos entre el ser y lo que esperábamos que fuese.

 

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Y si, desde luego, prevalece y cuenta más ser distinguido, instruido y próspero que transparente, gañán y desfavorecido, parece además que todos los carismas son inusualmente aplicados a la misma persona. Elegir un camino ciega inevitable e imprescindiblemente otras puertas: el honor militar contribuye escasas veces a la opulencia, el hombre y la mujer políticos se arriesgan al desprestigio y al ludibrio de las gentes, el poderoso económicamente -acechado cautelosamente por sus iguales- desconoce el descanso del hombre de a pie.

Para tener éxito en el rumbo tomado, el ser humano debe iniciarse en el sociogrupo conveniente y adquirir -aunque únicamente ocurra de manera sorda, de rondón, sin sentir- una postura triunfadora, a sabiendas de que, no obstante, en los grupos sociales, el lance por la conquista es inflamado y ardiente, y el que había salido con su vara de oficial en la canana puede finalizar siendo cabo primero.

 

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Sin embargo, no todo está determinado para él. En realidad, la ley de la recompensa viene a hacer su parte: un hombre, cuya pareja es la dominante, puede ser un jefe militar envalentonado con los que tiene a su cargo; un empleado de buen ver puede llegar a convertirse en un defensor de causas perdidas; y tal o cual deportista desafortunado se manifestará como uno especulador diestro y acertado. La esperanza y el ánimo despuntados y manados de su autoridad en un terreno particular explicará en el sujeto una situación de bienestar, su pulsión de dominio.

Así, el juego de dominio que se deja ver en el grupo familiar para exigir los propios espacios, en la misma empresa para el nombramiento de un superior, en el partido o el sindicato para asignar los puestos de dirección, volvemos a hallarlo en el medio político para el logro del poder, engañándose los candidatos en esa lucha -ya desde el propio partido- diciendo que sin poder no es posible estar al servicio de la ciudadanía, que la política es el poder a toda costa.

 

Convenir el derecho y el deber de gobernar del líder -que para eso es elegido- y aprobar la convivencia de gobierno y oposición no resulta algo fácil. Las domésticas rencillas nacidas al rescoldo de los fragores de la dialéctica, los viejos sinsabores y heridas, a veces los espurios intereses, son los tapujos continuos que alimentan el excesivo desorden de los afectos y pasiones, la acción torpe, grosera y cruel, y las actitudes violentas. En efecto, en algunas ocasiones, el sujeto solo pretende en el instante de cometer agresión al otro hallarse a sí mismo.

 

Finalmente, el mundo de la política dejaría de padecer tanto, la cosa pública de perder tanto y los representantes de los votantes de pelearse y fatigarse tanáticamente, si se considerase que la grandeza, muchas veces, viene de la renuncia, que la desconsideración y la desconfianza aboca necesariamente al desastre, y que los talantes -así como los talentos- son ineluctables. En la medida en que los responsables cuatrianuales olvidasen, por ejemplo, que montear y ser montaraces no lleva al éxito porque no une, la prudencia y responsabilidad -sin perder cada cual su ideología- ganarían, ganando así todos, los individuos y la colectividad, la ciudadanía.

 

Es común la creencia de que la autoridad de un gobierno en democracia es la legitimación solo por las urnas, lo cual no deja de ser una justificación corta y pueril en política; un gobierno que se precie de democrático únicamente se puede trabajar de acuerdo con las fuerzas predominantes y, sobre todo, con la consideración hacia los grupos minoritarios. Porque los partidos aglutinan a aquellos que demandan unas ideas determinadas y que desean hacerlas sobresalir en la llamada vida política: las energías que dominan son encauzadas, pero las minorías nunca pueden ser acorraladas.

 

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 El “estado de bienestar” hace… aguas

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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