Posted on 24 julio, 2014
By Redaccion
Deconstruyendo el amor, portada
“Yo no sé qué me pasa, pero cada vez que me pongo en pareja me vuelvo idiota, medio tonta. Cuando estoy sola sé quién soy y no me pongo a esconder mi inteligencia ni mi lucidez. Es más, las pongo en práctica cuando conozco a un hombre, porque forman parte de mi atractivo y seducción. Pero al poco tiempo empiezo a perderme a mí misma, a encogerme, a jugar el juego del otro, a vestirme como le gusta… Creo que me encojo porque temo que la relación corra peligro, pero en realidad lo único que consigo es que la relación termine siendo un fiasco. A veces siento que me achico para estar a su mismo nivel, es como ponerme debajo de un alero que parece más seguro” .
“Cuando para ser amada trato de ser como el otro quiere, lo único que consigo es alienarme en cada relación que tengo. Es una pretensión absurda porque si yo no me acepto a mí misma como soy, ¿cómo puedo esperar que otro me acepte? Muchas veces me pregunto qué le pedimos al amor realmente. Creo que la aceptación de una misma”.
Testimonios de Mujeres en el libro de Clara Coria, 2005
Creo que la contradicción principal de las mujeres posmodernas reside principalmente en el amor a la libertad por un lado, y la adicción al amor por otro. Esta profunda contradicción entre la autonomía y el deseo de tener pareja nos causa tormentosas luchas internas. Por un lado, somos profundamente dependientes en el terreno emocional de los hombres y nuestra autoestima está muy ligada al deseo masculino (es decir, en nuestro estado de ánimo influye el grado la atracción que ejercemos sobre ellos). Pese a que hoy estamos formadas (y seguimos mejorando nuestra formación), hablamos idiomas, somos expertas profesionales, lideramos empresas y partidos políticos, criamos hijos e hijas, etc. las mujeres seguimos dando mucha importancia al amor romántico y a las relaciones sentimentales y sexuales. De hecho, existe una especie de competición entre nosotras y contra nosotras mismas por estar jóvenes y guapas: es sorprendente la dosis de sufrimiento de las mujeres que se someten a la tiranía de la belleza operándose, gastandose fortunas en cosméticos y tratamientos, y luchando contra la vejez hasta la muerte .
Deseamos conciliar nuestra vida profesional y familiar, tener tiempo para nosotras mismas, y disfrutamos de la libertad que nuestras abuelas no tuvieron, sabiendo que somos afortunadas. Sin embargo, necesitamos sentirnos amadas para sentirnos completas, y seguimos siendo incapaces de acabar con la batalla de sexos que existe desde hace milenios. Y esto afecta por igual a mujeres heterosexuales y homosexuales, dado que la dependencia es transversal a nuestra educación femenina.
Según Lipovetsky (1999), las mujeres hemos tomado distancia respecto del lenguaje romántico, y nos hemos mostrado cada vez más reacias a sacrificar estudios y profesión en el altar del amor, “pero su adhesión privilegiada al ideal amoroso se ha mantenido, han seguido soñando masivamente con el gran amor, siquiera sea fuera del matrimonio. (…) No hay que hacerse ilusiones: incluso en lo más álgido del período contestatario, las mujeres jamás han renunciado a soñar con el amor. Lo que se ha eufemizado es el discurso sentimental, no las expectativas ni los valores amorosos”.
Tras la revolución sexual de los años 60 y 70 en Occidente, las relaciones igualitarias se convirtieron en el modelo ideal a seguir, pero desafortunadamente sigue siendo, hoy en día, una utopía emocional. El mito de la media naranja se ha insertado en el imaginario colectivo de una forma perniciosa, porque ha supuesto que 1 más 1 es 1, no 2. Es decir, en toda relación de dos personas, siempre hay que tener en cuenta de que se trata de dos personas, no de un solo individuo. Cada persona tiene sus aficiones, su red propia de amigos íntimos, su familia, sus creencias, sus costumbres, sus maneras de entender la vida. En el amor ambas esferas se complementan, y a menudo los seres humanos encuentran multitud de afinidades y semejanzas entre su mundo y el de su pareja, lo que hace felices a los amantes. En una relación amorosa compartir tiempo y aficiones es fundamental, pero también es importante tener un espacio y un tiempo propios, y no perder la identidad y las redes sociales cuando establecemos una relación íntima con alguien.
Tras el proceso de enamoramiento, normalmente las parejas encuentran una especie de equilibrio entre sí mismos y la otra persona. Las diferencias entre los enamorados enriquecen la relación, porque el amor es una apertura al otro y al mundo, es una forma de ampliar nuestros estrechos horizontes, es una posibilidad de conocer otra forma de entender la realidad, proceso que es en sí fascinante. Sin embargo, hay parejas que se encierran en esa realidad formada por la unión de dos realidades, del mismo modo que el pensamiento occidental se encerró en pares de opuestos (masculino/femenino, orden/desorden, cultura/naturaleza, buenos/malos, etc.) para entender y clasificar la Realidad. Así se empobrece el pensamiento y las experiencias vitales, dado que la Realidad es sumamente colorida y compleja, atravesada por multitud de factores interdependientes.
Las relaciones afectivas de las personas están compuestas por un complejo entramado de relaciones en los que participan multitud de personas: nuestros vecinos, nuestras familias, nuestros amigos y amigas, nuestros conocidos, compañeros de estudios o de trabajo, etc. Todas estas personas nos enriquecen porque nos hacen ver la realidad desplegada en mil formas de entender la vida y de vivirla. Por eso, un error grave que cometen muchas personas es abandonar sus redes emocionales pensando que la pareja podrá colmar toda la necesidad de afecto y de interacción que tenemos con el resto de la sociedad. Muchas veces esas relaciones, si no mueren, al menos se desplazan a un segundo plano en la vida de muchas personas, que se centran en su amor de un modo exclusivo.
Para Claria Coria, las relaciones sentimentales entre hombres y mujeres es el lugar en el que se aprecian visiblemente las diversas formas de subordinación femenina promovidas y legitimadas por los roles sociales asignados a las mujeres. Estas asignaciones adoptan diversas formas y podemos encontrarlas en los distintos órdenes de la sociedad:
– En los países “avanzados” las mujeres se desprenden de su apellido (y a veces también de su nombre) al casarse.
– Las normas sociales no escritas pero ampliamente difundidas colocan a las mujeres en situación de postergar sus estudios o desarrollos laborales para hacerse cargo de los hijos en común, haciendo posible la promoción laboral de sus maridos.
– La sexuación del dinero sigue estando presente en todas las culturas occidentales judeocristianas, lo que mantiene a las mujeres marginadas del poder económico.
En estas condiciones, cuando el amor se acaba, las mujeres no sólo pierden la relación amorosa sino también su estilo de vida ideal, sus sueños y su proyecto vital, y el eje en el que centraron sus vidas.
“Para el que se cuelga de otro, la soledad es terrorífica porque pierde la base de sustento. La cosa es estar con el otro desde una, no desde el centro del otro” .
Para Clara Coria (2005), es fundamental visibilizar el coste psíquico y emocional que la entrega y el autosacrificio tienen en las mujeres. Tener que perder, sostener, ceder, postergar, etc. ha sido reificado en el imaginario colectivo, convertido en “condiciones naturales femeninas que terminan resultando obvios para todo el mundo, y en consecuencia, invisibles”. Coria define los costos como inversiones humanas (afectivas, de tiempo, de espacios, asunción de responsabilidades, etc.) que son asumidas unilateralmente por una gran cantidad de mujeres: “El ocultamiento de los costos es una de las contradicciones más fraudulentas del imaginario social porque no existe nada, absolutamente nada en la vida que deje de estar acompañado por su costo”.
Para Coria el imperio femenino del aguante es una de las manifestaciones de la opresión. Supone tolerar presiones, contener emociones, silenciar opiniones, inhibir acciones, posponer anhelos y realizar una cantidad inimaginable de acomodos al servicio de aplacar . También los hombres han de pagar un precio por la dependencia que se instala en las relaciones pasionales. Si la compañera es dependiente, ellos se verán más constreñidos y se sentirán siempre culpables en su relación con la mujer. Si son ellos los que se sienten dependientes, a menudo sufren, por ejemplo, los que buscan en sus compañeras un amor maternal e incondicional. Los varones que se agarran a este tipo de relaciones, especialmente los varones que sueñan con ser libres de todo tipo de ataduras emocionales, experimentan una lucha interna sin cuartel entre sus deseos de ser libres y su necesidad de alguien que los apoye incondicionalmente.
Las mujeres “maternales” por su parte pierden la oportunidad de instalarse frente a sus parejas en un vínculo de pares, “ya que el modelo de amor materno filial es necesariamente un modelo de dependencia entre una parte que abastece, cuida, orienta, estimula y otra que requiere ser cuidada, abastecida, estimulada, etc. (…) La sumisión inconsciente a un modelo de relación que convierte al ser amado en una especie de rey al que hay que satisfacer a costa de cualquier renunciamiento, instala a quien así lo hace en un lugar de súbdito, con su correspondiente actitud de servicio. Así, cuando el modelo de amor maternal se traslada a las relaciones entre adultos, se instala algo parecido a una monarquía virtual”.
Es por esto por lo que muchas mujeres buscan desesperadamente el amor, para lo cual están dispuestas a acomodarse incondicionalmente al varón. Coria (2005) pone de ejemplo ciertas mujeres jóvenes y solteras que toleran vínculos con hombres casados durante años sin poder formar una familia porque su enamorado sigue haciendo hijos con su esposa, o mujeres que aceptan las propuestas masculinas de mantener un vínculo amoroso “libre” que termina siendo unilateral “porque significa tolerar las relaciones amorosas de su amado con otras mujeres mientras ellas siguen prisioneras de lo que para ellas es su “único y verdadero amor”.
Para Clara Coria (2005) el problema fundamental estriba en lo que ella denomina las distintas formas del cajoneo, que consiste en acomodarse forzadamente al gusto ajeno, privilegiar exclusivamente los anhelos del ser querido o esconder lo más auténtico de la propia personalidad, aunque el coste sea anularse como persona. Para Coria resulta claro que el motivo evidente que origina muchos de estos “cajoneos” tiene su origen en el deseo de agradar que han heredado culturalmente las mujeres a través de la educación:
“Dicho deseo es, sin duda, una necesidad muy humana (…) resulta muy reconfortante despertar el interés y la aceptación de quien nos atrae. Sabemos que cuando el afecto es correspondido se consolida nuestra estima, se regocija el corazón y se apaciguan los temores de abandono. Cuando esto sucede, se abre ante nosotras la promesa de un futuro compartido. El agrado recíproco hace de la esperanza un puerto confiable, un lugar donde recalar, un rincón de certeza en la vastedad incierta que es la vida” (Coria, 2005).
A las mujeres se las ha educado en la cultura patriarcal para que sean entregadas, para que se autosacrifiquen por los demás, para que antepongan las necesidades de los demás a las suyas propias. Algunas terminan confundiendo amor con servilismo, otras caen en el rencor absoluto (hacia los demás y hacia sí mismas):
“Algunas personas exageran sus afanes por satisfacer las demandas del ser querido, dispuestas a “sacrificarse” con la remota esperanza (consciente o inconsciente) de que dichos “sacrificios” les garanticen un amor vitalicio. Con frecuencia, estos sacrificios son en realidad renuncias unilaterales que no hacen sino intensificar las expectativas de retribución por parte de quien así se sacrifica. Expectativas que, con frecuencia, se transforman en demandas asfixiantes hacia el beneficiario de dichos “sacrificios”, (…) que suele sentirse tan agobiado por el peso de la demanda que el vínculo amoroso se transforma en un cautiverio infernal”. (Clara Coria)
Dar exigiendo lo mismo a cambio no es actuar desinteresadamente, sino con vistas a hacerse imprescindible para el otro; de este modo la pareja es una relación contractual con derechos y obligaciones. Ese contrato es lo que ahoga el amor en ocasiones, porque uno pierde la inocencia en su entrega cuando el otro exige la misma intensidad que da y cuando una se pone a calcular lo que le da la otra persona. Y, sin embargo, la libertad y la entrega son consustanciales al amor, que no se puede explicar como un pacto racional, pese a que nosotros lo encuadremos en instituciones como el matrimonio.
La posesividad que sienten algunas mujeres hacia sus parejas (homo y heterosexuales) corresponde a un miedo terrible a perder, de ahí el deseo de acumulación, la necesidad de controlar el futuro, de establecer unas pautas marcadas para que todo siga siempre igual. Este miedo es lo que nos hace ser posesivos; y además demuestra que el amor romántico es individualista y egoísta, porque a veces exigimos un nivel de reciprocidad que convierte a las relaciones humanas en inversiones de las que tenemos derecho a obtener resultados visibles.
En la posmodernidad existe una tendencia del hombre posmoderno a aprovechar la libertad de su soltería (especialmente en la juventud), y de la mujer a querer vivir una aventura amorosa excitante y prolongada, a querer encontrar la plenitud y la vida en sus relaciones sexuales y sentimentales. Esta tendencia va transformándose con el paso del tiempo, porque las mujeres valoramos cada vez más nuestra independencia y autonomía, y ya no necesitamos recursos, protección ni ayuda de los hombres.
No los necesitamos, pero seguimos deseándolos, lo que demuestra que la cultura amorosa patriarcal está inserta muy dentro de nuestros subconscientes, actuando de transfondo de nuestras emociones. Y es que creo que es en el amor donde se encuentra el último reducto del patriarcado, ya que es en el seno de la pareja donde cristaliza ese juego de dependencias mutuas.
Del mismo modo que los hombres necesitan poder, las mujeres también necesitamos sentirnos poderosas con respecto a ellos. Muchas construyen su autoestima en torno a la valoración que le otorga su pareja, por eso las rupturas con un ser amado también conllevan muchas otras pérdidas personales y la cristalización de muchos de nuestros miedos. Ahora tenemos independencia económica, pero antes solo podíamos alcanzar estatus y acceso a los recursos a través del matrimonio.
Las mujeres posmodernas desean moverse en el ámbito masculino (el mundo público) con libertad y en igualdad de condiciones, y el amor sigue siendo una forma de relacionarse con los hombres en ese ámbito. A veces nos acusan de utilizar nuestras habilidades en el ámbito de los sentimientos para sentir que tenemos el poder sobre ellos; las pesadillas masculinas siempre tratan de huir de las mujeres insaciables que les devoran y les anulan la personalidad, aislándolos de su entorno vital y sobre todo, de su mundo masculino.
A pesar de los miedos, es muy importante apreciar el hecho de que las mujeres vamos conquistando lentamente la independencia emocional. Una prueba de ello es el aumento de las que viven solas y tienen relaciones libres esporádicas o estables con otros hombres con los que no desean comprometerse. A menudo prefieren la soledad porque vivir en compañía es difícil, la convivencia es muy dura, y en ocasiones nos sentimos encerrados cuando formalizamos una relación.
Por eso en ocasiones el hombre y la mujer posmoderna tratan de enfriar las relaciones y mantener al amor o la pasión en un segundo plano, de modo que no desequilibre sus vidas; la soledad es cómoda porque no plantea problemas. La desventaja de la soledad es que es también muy dura, especialmente cuando enfermamos, o cuando pasamos malas épocas (en el trabajo, con la familia, con nosotros mismos) y necesitamos que nos escuchen y nos apoyen.
Lo curioso es, sin embargo, que la tercera generación de mujeres, las que en la actualidad son adolescentes, establecen unas relaciones amorosas muy tradicionales. Si en mi generación las mujeres hemos hecho alarde de ser libres, y hemos roto definitivamente las cadenas que ataban a nuestras madres (hemos hablado de sexo antes de practicarlo, usamos con naturalidad píldoras, condones, dius y anillos, no necesitamos casarnos para nada, y podemos tener relaciones con quien queramos), la nueva generación parece volver a la idea del “tú y yo para siempre”. Psicólogos, educadores sociales y asistentes sociales muestran su asombro al comprobar cómo muchas de estas niñas, especialmente las de clase baja y ambientes marginales, se someten voluntariamente a su macho, permiten que su macho se pelee con otros “por ella”, permite que su macho la vigile y la lleve a casa cuando el macho considera que es el momento de seguir divirtiéndose solo o con amigos.
Estas adolescentes por un lado se presentan como mujeres duras, y se visten como guerreras hiphoperas, aunque su atuendo de gala se caracterice por un uso exagerado del bolso y los zapatos de tacón que llevaban nuestras abuelas y madres. Entenderemos este fenómeno mejor si pensamos en la Juani de Yo soy la Juani. Este tipo de niñas-mujeres sufren una contradicción enorme entre lo que son cuando están sin novio y en lo que se convierten cuando lo tienen; es frecuente que muchas piensen que no es malo que tu pareja te de un cachete de vez en cuando. Están insensibilizadas con respecto a la opresión patriarcal, no saben de feminismos, y lo de violencia de género lo asumen como violencia pasional. A las novias fieles, los niños-hombre las dotan de un estatus de respetabilidad; a las mujeres que tienen relaciones libres se las llama guarrillas: la doble moral sigue inserta en lo más profundo del imaginario colectivo.
Es un fenómeno que sin embargo hasta ahora no ha sido analizado con suficiente profundidad; pero queremos subrayar su complejidad porque también se ha percibido una integración de los modelos amorosos latinoamericanos en los amores adolescentes de la calle o del instituto. De algún modo, los valores latinos, su pasionalidad, su división de roles y sus rígidos estereotipos (ellas están locas por tener novio a toda costa, ellos siempre tratan de ponerlas los cuernos sin que ellas los dejen), están mezclándose en nuestro país con los modelos amorosos posmodernos.
Habrá que ver el resultado de esa mezcla, porque es un fenómeno radicalmente contrario al ambiente urbano juvenil en general. Las generaciones de mujeres universitarias que han surgido desde la transición española hasta la actualidad, nos sentimos orgullosas de estudiar, de ser autónomas. Valoramos nuestra independencia y las oportunidades que hemos tenido, porque nuestras abuelas no las tuvieron. Deseamos relaciones igualitarias con hombres que sean capaces de disfrutar de una relación sin miedos e inseguridades. Controlamos nuestra capacidad reproductora y somos más dueñas de nuestros cuerpos que nunca; por supuesto no permitiríamos que un macho alfa se pelease con otro alfa por nosotras, porque no somos propiedad de nadie.
Nuestras formas de relacionarnos con el otro sexo oscilan entre el romanticismo idealizado, la pasión turbulenta o los períodos de descanso emocional y desenfreno sexual. Muchas buscan a su príncipe azul y mientras se divierten; otras ya lo tienen y lo disfrutan; unas se cansan pronto y buscan de nuevo otro príncipe azul.
Nuestras abuelas admiten que aguantaron demasiado, “pero vosotras no aguantáis ná”. La mujer posmoderna es exigente porque desea un hombre que cumpla sus expectativas: un hombre que no sea machista, que no nos sustituya por su madre, que no nos huya como a las esposas, que sea capaz de relacionarse libre e igualitariamente con nosotras. Queremos hombres seguros de sí mismos, inteligentes, con sentido del humor, independientes, guapos y con habilidades sociales, y huimos del macho ibérico de doble moral, que va perdiendo poco a poco su atractivo. Queremos demasiado, quizás.
En ese querer demasiado residen las frustraciones femeninas; quizás es cierto que empleamos excesivo tiempo y energía en la empresa amorosa, cuando nunca obtenemos de ella más que decepciones, luchas de poder, traiciones, huidas y sufrimiento. Esto es así cuantas más expectativas tenemos puestas en el amor como la meta ideal de nuestra vida, o como solución a todos nuestros problemas. Si además de amor queremos lograr a través de él la felicidad, al final nos perdemos en abstracciones inevitablemente decepcionantes que no nos sirven para relacionarnos con los demás; sólo amando a los que nos rodean tal y como son podemos realmente crear redes emocionales contra la soledad y hacernos la vida más fácil unos a otros.
Es curiosa la afirmación de los estudios sociológicos, que revelan que la verdadera emancipación de las mujeres no se produce al enamorarse y emparejarse, sino después, cuando se separan o enviudan. Las mujeres más mayores están situándose como una de las fuerzas sociales más poderosas en Occidente, pues tienen salud, energía, poder adquisitivo, experiencia en la vida, y redes sociales que les reportan gran satisfacción. Estas mujeres no necesitan ya hombres, y, si establecen relaciones con ellos, es bajo la fórmula de “tú en tu casa y yo en la mía” (especialmente si pueden permitírselo económicamente). Porque, una vez alcanzada la autonomía y la independencia, las mujeres menopáusicas no quieren renunciar a ellas por la llegada del amor. Ya no lo es todo en sus vidas, y muchas prescinden de él. Porque no lo necesitan para sentirse completas.
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Coral Herrera Gómez
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