Peces voladores tejen húmedas guirnaldas
Por José de María Romero Barea
“Arista y ritmo, forma y angustia, se los va tragando el cielo. Ya no hay lucha de torre y nube, ni los enjambres de ventanas se comen más de la mitad de la noche. Peces voladores tejen húmedas guirnaldas y el cielo, como la terrible mujerona azul de Picasso, corre con los brazos abiertos a lo largo del mar” (p. 146). Cuando Federico García Lorca llega a Nueva York en junio de 1929, acaba de cumplir 30 años. Poeta, artista, pianista y dramaturgo es, sin duda, una figura clave en el resurgimiento del interés por las tradiciones españolas, su colorida mezcla de razas y la riqueza de sus canciones.
La amistad de Federico (así lo llaman sus amigos) con Manuel de Falla, Luis Buñuel y Salvador Dalí lo sitúan en el centro de la revolución cultural. Vive, sin embargo, una etapa difícil en su vida personal. Acaba de poner fin a una dolorosa historia de amor con un ambicioso y joven escultor. Desde la lejanía, Lorca escribe a sus padres y amigos en España las cartas que recoge la edición de Christopher Maurer y Andrew A. Anderson de Federico García Lorca en Nueva York y la Habana (Galaxia Gutenberg, 2013).
Lorca es muy consciente del impacto de la modernidad, aunque no está preparado para el enfrentamiento con la mecanización que experimenta en Nueva York. Leyendo las cartas y poemas que escribe en su pequeña habitación de la Universidad de Columbia, asistimos a su deambular a solas por los muelles, avenidas y rascacielos de la Gran Manzana. El intimismo dolorido de Poeta en Nueva York, el poemario resultante, está traspasado de un hondo compromiso cultural, social y político. Significativo es el comentario de Lorca al comienzo de una conferencia-recital que rescata esta edición: “He dicho “Poeta en Nueva York”, y he debido decir “Nueva York en un poeta” (p. 133).
En la misma conferencia, Lorca describe Nueva York como “la experiencia más útil de mi vida” (p. 147). Federico aspira a recrear en sus poemas el ruido y la complejidad de la gran urbe. En sus cartas, lo vemos disfrutar del privilegio de su aislamiento, junto al afán por hacer amigos. Las personas que lo trataron evocan la vida del poeta en Norteamérica: Fernando de los Ríos, Rafael Martínez Nadal o León Felipe, Concha Espina, María Antonieta Rivas Mercado y Sánchez Mejías, por citar algunos. Las fotografías del poeta, de sus amigos, forman un álbum de recuerdos, viñetas, entrevistas y retratos, muchos de ellos inéditos o desconocidos, que dan idea del ambiente cultural de Nueva York.
Lorca es capaz de salvar y condenar a la ciudad en una sola frase: “un espectáculo estupendo, aunque excesivo” (p. 17). Wall Street (recordemos que el poeta fue testigo del desplome) es el espectáculo del dinero en todo su esplendor y crueldad: “Lo impresionante por frío y por cruel es Wall Street. Llega el oro en ríos de todas las partes de la tierra y la muerte llega con él” (p. 140). La arquitectura norteamericana es “geometría y angustia” (p. 135), urbe de una belleza terrible, inhumana, traspasada de un furioso ritmo emocionante.
El encanto y la repulsión se enfrentan en un escenario apocalíptico. Particularmente instructivo es el pasaje sobre Coney Island, en una carta a la familia: “Los periódicos calcularon en un millón de personas los visitantes de aquel día. No os quiero decir la impresión de color y el movimiento en la playa con racimos y piñas de veinte y treinta mil personas. Luego los parques de juegos son el verdadero sueño de los niños. Hay montañas rusas increíbles, lagos encantados, grutas, músicas, monstruos humanos, grandes bailes” (p. 17). La variedad de impresiones y colores sufre una transformación que es más la pesadilla de un adulto que el sueño de un niño.
Los lugares del libro, aparte de Nueva York, son Vermont (donde escribe los denominados “Poemas de soledad”) y Cuba. Isla de ensueño, destino idílico idealizado, será en Cuba donde Federico se sienta al fin cerca de España: “La Habana surge entre cañaverales y ruido de maracas, cornetas chinas y marimbas. En el puerto, ¿quién sale a recibirme? Sale la morena Trinidad de mi niñez, aquella que paseaba por el muelle de La Habana, por el muelle de La Habana paseaba una mañana” (p. 147).
La despersonalización que encuentra en Nueva York se transforma en liberación en La Habana y Santiago. Cuba es “un paraíso” (p. 122), y añade “Si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba” (p. 122). La cultura negra le atrae y le hace sentir a gusto y bienvenido: “El ritmo de la ciudad [La Habana] es acariciador, suave, sensualísimo, y lleno de un encanto que es absolutamente español, mejor dicho, andaluz” (p. 113). La Habana supone la curación de la herida.
Andrew A. Anderson, profesor de literatura española en la Universidad de Virginia. Experto en García Lorca, ha publicado libros sobre la poesía tardía, La zapatera prodigiosa y Yerma; ha preparado ediciones de Diálogos, Poemas en prosa, Poeta en Nueva York, Diván del Tamarit, Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, Seis poemas galegos y del Epistolario completo (con Christopher Maurer); los trabajos de Christopher Maurer, profesor de literatura española en la Universidad de Boston, ahonda en la inter-relación de vida y obra y la relación de la poesía con otras artes, sobre todo la música y la pintura. Ha sido co-comisario con Andrés Soria Olmedo de una reciente exposición de García Lorca en Nueva York. Juntos, editan y anotan Federico García Lorca en Nueva York y La Habana, un caleidoscopio capaz evocar la geometría y angustia que atenaza el corazón de Lorca, junto al caos y la complejidad de su poesía, esplendor y crueldad que se diluyen en el encanto y la música de La Habana.
Sevilla 2014
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