Sin intención ninguna de trascender
Por Guillermo Sierra
Hopper, E. (c. 1937) The Sheridan Theatre
Comenzamos con una audición de violín, de Conservatorio. Tocan niños; mi hermano de diecisiete años es el mayor, y yo hacía seis o siete años que no le veía tocar en público.
Van sucediéndose los chavales, empezando por los más pequeños. Les veo con sus pantalones cortos y polos a ellos, trajecitos ellas. Peinados; y me imagino a sus madres preparándoles, ven que te arregle esos pelos Diego y átate los cordones. Ponte bien los calcetines Marta, y ven que te coloque bien el cuello de la blusa.
Se les ve serios, concentrados, algunos cuidando la ejecución más que otros pero bueno, no voy a eso. Acaban y saludan, liberados, y bajan a pasos rápidos con sus padres, que les felicitan y se ríen, se ríen todos varias, varias veces. Se me puso la piel completamente de gallina al verles ahí arriba, y no pude evitar sentir una ternura enorme, una compasión jodida de explicar. Algo así como vaya, sus padres podrán ser los hijos de puta mayores de Europa, pero les arreglan el pelo y les llevan en coche a las cuatro de la tarde. Los chavales responden con su parte del compromiso y se esfuerzan.
No puedo evitarlo. En abril, un viernes pasé por la biblioteca de la universidad a las nueve menos algo de la mañana, de vuelta de una noche larga y necesaria. Pasó nuestro coche por delante de la biblioteca no más que porque estaba en el camino, y vi la explanada de en frente de esta llena de gente, con sus mochilas, sus portátiles y su aliento a café, el cigarrillo matutino, esperando a que abriesen las puertas. Nuevo estremecimiento. Hay luz. Citando al genial Rust Cohle, “la luz va ganando”. No lo sé, ni siquiera me lo creo la mayoría de las veces; pero en momentos así lo creo intuir.
Esa mezcla de piedad y patetismo (busquen qué significa realmente esa vapuleada palabra) me viene también en otra situación curiosa. Viendo a la gente comer. Más fuerte cuánto más humilde y necesaria es la comida. Llevo desde la infancia viendo a verdaderos hijos de puta comer un bocadillo envuelto en papel transparente a la hora del recreo, e imaginándome de nuevo; ya con un poco de vena literaria a sus madres solteras, en la casa sórdida y llena de mugre y platos sucios, hacerle el bocadillo al hijo díscolo por la mañana muy temprano, antes de sentarse en el sillón roto y con los muelles saltados del salón y empezar a beber la botella de whiskey barato a palo seco, y a pinchar a los peces del acuario con un tenedor, por pura diversión. Por quitarle un poco de sentimentalismo al texto.
Es tan conciso el estremecimiento que ni aspiro siquiera a que se entienda, y menos comparta. Véase si no, como una cuadro costumbrista de Hopper, como un retazo más de juventud vivida a tirones, como un mero testimonio.