Calle de cuento en Finlandia
Texto: Antonio Costa
Fotos: Consuelo de Arco
Los callejones subían con césped y hojas en las esquinas. Las casas tenían buhardillas ágiles y levantaban tejadillos góticos en las puertas. Todas eran de madera de muchos colores y tenían ventanales con visillos. Las calles adoquinadas descendían como calles de cuento hacia el mar. No me importa lo que digan. Que si Naantali es demasiado fantástica, que si parece un pastel. Es una ciudad de artistas para artistas. Y para los niños. Y para la gente imaginativa. Todo era como un trazo, como dibujos en un libro, como la ligereza de las ocurrencias. Uno quedaba deslumbrado en cada esquina. Todo era una obra de arte por todas partes. Por todas partes estaba la locura, la ligereza, lo ascensional. Todo parecía voladizo y flotante. Era una ciudad como una pintura. Esto está hecho para que uno se asombre continuamente, para que no tenga peso, para que no aburra nunca.
Nada más llegar en autobús por las afueras se iban viendo casitas mágicas en las llanuras con lagos y montículos. Parecían desplegarse por todas partes como salpicaduras de sueños. Uno iba entrando poco a poco en un encantamiento. Y luego bajamos y llegamos a la calle Mannerheim y nos saltaba todo ante la vista. Casas con portales adornados, con molduras blancas encima de las cornisas, con dibujos encima de las ventanas, con galerías laterales. Los bares tenían enseñas ovaladas de otro tiempo, las tiendas parecían vender encantos por todas las esquinas. Entrábamos en una y nos sentíamos asaltados con ocurrencias de todos los colores. Había papelitos, mantelerías, cochecitos, pinturas, enanos, gnomos, catedrales en miniatura, barcos, muestras de pintores, puertas de tabernas, piratas. Entrábamos y sonaban campanillas y nos recibían cantando. Y solo tocar cada objeto era una fiesta. No íbamos a comprar nada, pero soñábamos solo con mirar aquello, solo con las imágenes. Los árboles asomaban por todas las esquinas corpulentos, parecían arropar las casas, abrigarlas con sus formas fantásticas, envolverlas en un otoño perpetuo. Porque era verano pero había hojas de colores por todas partes. Le dije que teníamos que tomar algo en el café Antonius, que llevaba mi nombre. La enseña que lo nombraba se balanceaba ligeramente como una acuarela marina. Me senté en una mesa de hierro en la calle y ella me sacó con la enseña. En esa foto estoy riendo, me parezco a un primo mío, me parezco a mí mismo, me reverbero en evocaciones y en identidades.
Cuando me veo casi simpatizo conmigo mismo, me convierto un poco en una leyenda. Me río tan poco que esa risa se me vuelve legendaria. Estoy en una ciudad onírica junto al mar en un bar que lleva mi nombre en latín.
No nos agotábamos de pasear en todas direcciones, cambiando en todos los cruces, siguiendo por todas las calles. Si nos metíamos por un callejón lateral entrábamos en otra calle que estaba aún más en la espesura, que tenía los colores más diluidos, que parecía estar aún más metida en el sueño. Como si fuera más delicada, como si fuera más difícil tocarla. Y un silencio se extendía inagotable por todos los rincones. Y detrás de los visillos todo parecía estar lleno de densidades.
Infinidad de mundos como cajas de música se esbozaban detrás de las ventanas. Me sentía como arrancado de la vulgaridad de la vida, como si cada instante se hiciera musical. Entramos por un callejón abrigado, una pasión de hojas y de árboles, de ramas que salían por la mitad de los techos, y accedimos al patio de una casa. Cruzamos una cancela de madera sin problemas, sin que nadie se asustara, y vimos unas sillas en torno a una mesa con unas rosas encima, y al lado estaba una galería de entrada a una casa llena de flores que trepaban, y unos árboles tapaban todo, y en medio había un columpio, y en una esquina se veía un coche de madera como si unos niños acabaran de marcharse. Estábamos embobados y tranquilos mirando todo aquello, y un señor salió y nos sonrió sin problemas, puso cara de compartir aquello con nosotros. Parecía que de verdad lo compartía, que le gustaba que lo disfrutáramos. Si fuera en España habría perros en la entrada, y después saldría una señora con los dientes de filemón, o un tipo nos pondría cara feroz de que aquello era propiedad privada y éramos unos intrusos. Allí no, todo era más relajado, aquella casa era suya, pero no le importaba compartirla. Como si todo se comunicara más con todo, igual que las casas se comunicaban con los árboles, y la ciudad se comunicaba con la bahía. Estábamos metidos en aquello y formábamos parte de la enredadera que abrazaba las casas, del aura que rodeaba la ciudad.
Entramos en el taller de un pintor, ella le dijo que yo era escritor, le dije que para vivir daba clases, el dijo que hacía algo parecido, los dos vibrábamos con el espíritu en las letras o los pinceles, me hizo sentar en un sofá comodísimo sin formalidades y me sacó una cerveza, me enseñó un álbum con creaciones suyas aunque le dije que era pobre, me dijo que tenía a veces encargos importantes, que había pintado cosas para la presidenta. Y todo parecía muy fácil, entrar y salir, ver los cuadros en las fotos, mirar la ciudad como si fuera un cuadro, con la misma atmósfera, con la misma libertad, con la misma soltura. Las gentes allí vivían en un cuadro y en un aura, aunque Benjamín diga que ya no hay aura. ¿Como no va a haber aura?. El aura es la respiración , si no la hubiera estaríamos muertos todos, o seríamos como robots. Pero se siente especialmente en sitios como Naantali. Había pocos locales ostentosos , los más caros estaban en el pequeño puerto casi también de juguete, eran los restaurantes que daban hacia el mar. Pero el mar también podían disfrutarlo todos, no estaba compartimentado y troceado. Es un país donde la gente tiene todavía su trozo de naturaleza, de aire. Y la presidenta es una mujer, también eso tiene algo que ver. Y su casa, el castillo de Kultaranta, estaba en la isla de Luononmaa , y se veía bastante bien a lo lejos, y ella nos veía a nosotros. Podíamos advertir si había luces en el castillo, si entraba o salía, si tenía invitados, si organizaba una cena, y no se veían vallas ni un montón de tipos prepotentes cortando el camino. Todo está relacionado. La presidenta vivía en una mansión cuca, como muchas otras allí, tal vez un poco más grande, pero no prepotente ni separada totalmente.
Estaba pegada al agua , en un sitio bellísimo, tenía un faro delante, y metía las narices en el mar Báltico.
Uno se sentía libre y creativo caminando por aquellas calles, mirando aquel mar tan suave. Incluso la iglesia de Santa Brígidab del siglo XV de piedra bastante impresionante, tenia un aire esbelto y humilde, una verticalidad gótica rodeada de árboles, una sencillez que acogía. Estuvimos allí al lado tendidos durante unas horas, sintiéndonos partícipes de ella, mirando las torres delicadas entre los árboles. Nos dejábamos dormir por segundos nos despertábamos asombrados. Y por instantes éramos como aventureros lejanos, como personajes de un cuento, como visitantes suaves de un mundo sin fronteras. Primero pegaba el sol demasiado fuerte, sus reflejos en el mar eran demasiado agresivos, pero al ir cayendo la tarde todo tomaba un tono evocador y melancólico, una ligereza amistosa, y las visiones se hacían sedosas como notas de arpa. Y precisamente había un tipo tocando el arpa en alguna parte, anunciaban una actuación para la noche, o tal vez una representación teatral, no podríamos verla porque era demasiado tarde, pero se veían actores sueltos vagando por la ciudad juglares contando historias en las esquinas, y solo eso encantaba.
Cruzando un puente muy largo se llegaba a la isla de Kailo, el Mundo de los Mumin, el reino de esos seres que creó la escritora Tove Jansson. Se veían sus personajes, sus casas, , sus inventos por todas partes. Miles de niños iban allí y se sentían partícipes de ese mundo. Por eso también pasaban muchos niños con globos de colores , con trajes de los Mumin, con instrumentos. Y vimos un globo enorme que llevaba una música en lo alto. Y no solo estaba la isla Kailo. Había la isla Vaski donde se refugiaban los piratas y donde había que buscar un tesoro. Había un barco que llevaba a los niños allí, y había otros que paseaban por la bahía. Y también había barcos que en unas horas llevaban a Estocolmo y casi tentaba ir a pasear un poco por las calles antiguas de la capital sueca y volver atravesando la fantasía nocturna del golfo de Botnia. Estuve haciendo cálculos, se lo comenté a ella, fantaseamos con esa excursión . Nos gusta tanto fantasear con las cosas. Soñar no cuesta nada, dice ella continuamente, y así vibramos continuamente de fantasías y de proyectos. Pensé enseguida en ir escribir, en hacer que los amigos y los niños vinieran allí. Finlandia entera parece un país propicio a los niños. Hay una naturaleza que se mete por todas partes, y el agua que lo fantasea todo, y una espontaneidad que rompe moldes, y un desenfado infantil, y una naturalidad que acerca a todo el mundo. Y también a veces están tristes y nostálgicos como los niños.
ANTONIO COSTA GÓMEZ
FOTOS: CONSUELO DE ARCO