Un día encontré un tesoro en Fez

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Por Antonio Costa

 

Había un barullo tremendo, uno no podía casi moverse, se cruzaba con todo tipo de caras, se oían ruidos de todos los timbres, se pasaba por tiendas de todos los colores, circulaban niños, bromeaban mujeres, los olores invadían el cuerpo. Me di de narices contra un burro y los otros se desternillaron de risa. Los callejones eran estrechos, hacían curvas locas, desembocaba gente desde todas direcciones. Entramos en una tienda con varias salas y nos ofrecían insistentemente telas o cobres y Wahid nos dijo que en una de esas tiendas podríamos desaparecer. Era un asalto continuo de telas, de frutos secos, de metales, de alfanjes, de cajas decorativas. Estábamos en la medina de Fez.

12En una calle un poco más amplia había  varios puestos de objetos en el suelo. Me acerqué y vi un montón de libros, empecé a revolver entre ellos. Y encontré un libro en francés que nunca olvidaré y que guardo como un tesoro, era de un autor del que había oído hablar mucho en mis búsquedas interiores, “El reino de la cantidad y los signos de los tiempos”, de René Guenon, un autor esoterista francés que luego se convirtió al Islam y cambió de nombre, y murió en El Cairo,  y que influyó profundamente en grandes autores contemporáneos. En ese libro subraya nuestra obsesión moderna por la cantidad, el medirlo todo en términos cuantitativos, el ponerlo todo en cifras.

 

Alucinamos con la cantidad de kilómetros que traga un coche, la cantidad de libros que caben en un artilugio electrónico, la cantidad de circuitos que tiene un ordenador, la cantidad, la cantidad. Tal vez alguien pueda expresar en cifras ese  rojo especial de las miniaturas medievales que ninguna técnica moderna ha sabido reproducir, el sabor increíble de la magdalena de Proust, ese matiz de una despedida en que se mezclan la nostalgia, el miedo, el deseo, el rencor, el entusiasmo , qué sé yo… Estamos empobreciendo el mundo, reduciéndolo todo a cifras, matándolo. Dentro de poco seremos daltónicos que solo veremos cifras, robots que todo lo reduciremos a guarismos. Al mirar a una chica buscaremos la ecuación de sus pechos, de su mirada y de las ondulaciones de su pelo (por supuesto será virtual y no de carne y hueso y sin olor).

Era en 1981. Dormíamos un amigo y yo en un camping pero Wahid nos llevaba continuamente a su casa (lo conocimos al subir al ferry en Algeciras) y alguna vez nos quedamos a dormir en ella.

 

Charlábamos con sus hermanas dentro de habitaciones con escabeles  y nos decían que querían casarse con españoles. Fumábamos kif en la cubierta plana del edificio mientras se descargaban sobre nosotros las estrellas. Charlábamos en los bares tomando toneladas de té con menta que parecían mojitos y una vez  una gramola puso todas las canciones de Demiss Roussos  con las que yo me había vuelto loco en Lugo unos años antes y que me llevaban a alturas místicas que me avergonzaba confesar ante los pedantes (aunque me salvaba un poco si les decía que Demis Russos había estado en Afrodite Childs). Una tarde el hermano pequeño de Wahid me acompañó a un cine y me iba traduciendo al francés una película india y gran parte del espectáculo, igual que en la India, estaba en las butacas. Wahid nos decía que por la calle le preguntáramos a las chicas, que era más seguro. El nos había salvado de los miles de buscones que asaltan a los turistas al bajar del barco. E íbamos a los restaurantes baratos y tomábamos cus cus de diferentes maneras.

 

Los dos nos habíamos propuesto cruzar toda África pero no pasamos de Fez, en Marruecos. Éramos ingenuos como querubines y no pensábamos en las fronteras, ni en los policías corruptos, ni en los visados, ni en las guerras, ni en las matanzas, creíamos que bastaba con llevar unos cuantos bolígrafos, y que de ese modo llegaríamos a Sudáfrica. Pero nos entró la indolencia en Fez, vivíamos como invitados de algún príncipe oriental,  como si nos secuestrara la maga Armida, y no pudimos ir más allá.

 

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Visitamos la mezquita Qaraviyin y disfrutamos sus rejerías y sus lámparas  y atesoramos  las fuentes y templetes que nos recordaban la Alhambra.   Entramos en la Madraza Attarine al lado del barrio de las especias y nos acordamos de los tiempos en que en Fez  estudiaban gentes de todas las religiones superiores.  Entramos un día en Fez el Bali, la medina medieval, y nos perdimos entre sus alfices, sus marquesinas, sus pasajes cubiertos, sus violinistas .  Paseamos por la Avenida Hassan II en la ciudad nueva y recorrimos su festival de verdores bajo la perspectiva de palmeras gigantes  que nos rescataban de los calores.

 

Todavía no sabíamos lo que era el integrismo, las empleadas vestían a la europea en las oficinas,  solo las mujeres viejas se tapaban por las calles (eliminando todo tipo de curvas),  las culturas se mezclaban sin problemas. Luego vino el taparse la cara,  la pureza de la doctrina, las condenas a muerte  a escritores,  los furores de la religión,  las supuestas primaveras. Supongo que para algunos esas cosas son un progreso.

 

El turismo ya hacía siglos que se había inventado, estaba la simplificación, el soltar un rollo especial para los turistas, el fabricar cosas industrialmente, el tipismo barato, la adulteración, el poner caras para el turista para sacar dinero. El turismo hacía mucho que estaba destruyendo el mundo, hacía más daño que las bombas atómicas. Ibas por la Medina y te enseñaban donde teñían el lino y te llenabas de olores potentes y veías pozos con olores salvajes. Pero luego subías a unos talleres de tejidos y una niña te cogía los dedos y te hacía meter un hilo en un agujero y te decía que ya sabías tejer de manera tradicional y te extendía la mano para que le dieras dinero. El turismo hace mucho que trivializa las cosas en todas partes. Pero uno podía mirar la cara de los viejos en las teterías,  hablar con calma con alguien mientras fumaba un narguile, regatear infinitamente con un comerciante que se divierte haciéndolo como en  “Las mil y una noches”. Y sentir a pesar de todo el olor agrio y el sabor del pan desnudo que expresaba Mohamed Chukri.

Sí, éramos inocentes y creíamos que se podía viajar por todas partes, como en los tiempos en que lo hizo el personaje de  Julio Verne en ochenta días ( un siglo después lo hizo Manuel Leguineche y encontró muchas más dificultades, más que nada por burocracias ¿de verdad  el mundo está progresando?).  Y que se podía encontrar amigos y se podía entrar en las casas y podíamos aprender unos de otros. Al final nos robaron y tuvimos que dormir dos noches en los bancos del puerto de Algeciras. Pero cuando llegó el dinero de la familia lo volvimos a gastar en Madrid tomando copas y llegamos a Lugo de nuevo sin un duro. Éramos jóvenes y creíamos en la vida y todavía no se podían cuantificar todas las cosas. Y ése es el tesoro que guardo en mi casa para siempre: que la vida en el fondo no se puede cuantificar y que todos los que lo hacen se están perdiendo la vida.

 

 

 

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