Generalizando
Trigal con cuervos- Vincent Van Gogh
Por Guillermo Sierra
Primero paso días dándole vueltas a unas cuantas ideas alrededor del perímetro interior de mi cabeza. Voy dándoles toques desde el centro de la circunferencia, con un palito, para que no paren de corretear. Cansándolas, para que sólo queden las mejores. Ellas se cruzan, se chocan; se ordenan y se desordenan -también viven las ideas, claro está-. Mis ideas son al principio una suerte de ganado normalmente manso, pero con ataques de carecer cuando menos conviene.
Así, al tercer o cuarto día, las malditas me chillan que quieren ser escritas. Se organizan en comités y hacen presión sobre mi frente; ahora ya no son ganado. Y resisto, porque me da un picor de ojos y un dolor de cabeza horrorosos, el ponerme delante del ordenador. Vaya tela, pienso, pero ellas aprietan y me amenazan con auto-engullirse, con auto-olvidarse. Y al sexto u octavo día, que es hoy, finalmente hago tripas corazón, y me siento. A ver.
Desde chavalillo fui moldeando la idea de que ser artista era una putada. Pensaba mucho en Van Gogh, mi icono adolescente -leí su vida en un Leo-Leo, revista juvenil que marcó mi infancia-. Aunque también pensaba en niñas; de hecho mucho más que en Van Gogh, y en no jugar al fútbol, claro está.
En sus disputas con Gauguin, en su oreja cortada, y en sus cuadros de las cosechas de trigo del Sur de Francia, por donde aún me paso en invierno. Pensaba que esos chorros tan intensos de belleza, de tanta precisión estética sólo podían salir contrarrestados con déficits por otra parte. Y leía así de apasionado la trágica vida de Vince. O la de Kurt Cobain, de Nirvana, o la de Pete Doherty, que son casi iguales.
“¡Claro!” -concluí, infantil-. Al poner uno al descubierto su alma, lógicamente esta debe lastimarse. Es como si uno se abre el pecho y se coloca en una butaca en el jardín; los pulmones abiertos, con una raja en el medio cada uno y las tapas echadas a los lados, a tomar el aire. Pues se joderán con el viento y las mijitas que caigan dentro, y se arañarán, y se sangrarán quizás un poco y todo eso. Pues igual el alma, pensaba yo. Se abre mucho, ergo se estropea.
Luego me puse a hacer generalizaciones, que es algo que hago cuando tengo muchas cosas que hacer, y poco interés en hacerlas.
Y pensé en Galois, un matemático genial y además francés, que desarrolló una teoría, brillante, muy abstracta y masturbatoria. Murió a los veintiuno en un duelo a espada, por una mujer, con un oficial del ejército.
Pensé también en otro grupo: los matemáticos suicidas. Gödel, Haussforf, Turing – este caso algo distinto, pero puede que más interesante aún-. Hilé cabos y llegué a una conclusión de la que siempre aparento estar horrorosamente seguro, pero que está con alfileres solamente. Trabajaban duro y vivían, deambulaban en un mundo del color beige claro de los papeles de la época, cálido, seguro y que se regía por unas leyes inmutables y precisas. Funciones analíticas, espacios topológicos, anillos de polinomios…el choque con el mundo real puede ser letal.
Y qué te queda cuando has perdido todo, sin darte cuenta- seguía reflexionando yo-. Cuando has pasado la mayor parte de tu vida enfrascado en un lugar tan, tan lejano, y al volver, frustrado porque no consigues llegar a donde pretendías, te percatas de que aquí no te queda nada, que ni siquiera tu familia te recuerda porque fuiste un capullo egoísta -sin quererlo, que es lo más triste; tú ni estabas aquí siquiera-. O vuelves y te mueres de golpe, porque no tienes ni puta idea de cómo se hace para vivir aquí.
Quizás busquen, quizás busquemos la belleza en la perfección, y de ahí el fracaso vital. Que no artístico. Con un relato corto y precioso, con un cuadro de gente durmiendo sobre el heno recolectado, con una canción pop de dos minutos, o con un teorema claro y preciso como un haiku.
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