Elecciones
Por Javier Estel Madrid
Andaba yo por las calles de una ciudad cualquiera —como hiciera Mariano José de Larra, el pobrecito hablador, antes de cada uno de sus artículos— a la búsqueda de un personaje, de una acción, de una sentencia ciceroniana que pudiera iluminar un nuevo tema sobre el que exponer mis desvelos, cuando, en cierto cruce, oigo una voz que sale a mi encuentro desde la barra de una taberna cercana: «La libertad es lo peor que hay, Manuel, te lo digo yo. ¡Elegir! ¿Qué elegir? ¿A quién elegir? Toda la vida nos la pasamos eligiendo. ¿Elecciones? Nada, nada. Lo que sea, que sea. Más vale pájaro en mano que ciento volando».
Yo espero que los lectores se hayan escandalizado por esa primera frase —la libertad es lo peor que hay— porque la polémica rompe la rutina y, como diría Eugenio Trías, «buena cosa es dudar sobre eso que nos da placer. Pues el pacer es, muchas veces, el eufemismo de una rutina». Si, acabado de leer este artículo, no le damos la razón al buen hombre que profirió semejante perla, entonces es que yo no me he explicado tan bien como debería haberlo hecho.
Nos advertía, uno de mis maestros, sobre la diferencia entre las concepciones antropológicas griega y cristiana: para los primeros, el hombre nacía sin culpa, pero también sin libertad, y basta comprobar el destino de los numerosos titanes —Prometeo, Tóntolo— o héroes —Heracles, Aquiles, etc.— para cerciorarse. Para los segundos, el hombre nace culpable por obra del pecado original, pero también libre, con la posibilidad de decidir los pasos y la calidad de sus acciones en la vida.
Alejados, hasta cierto punto, de esas cosmovisiones —aunque no tanto como muchos pudieran creer—, el hombre de nuestro tiempo se enfrenta a lo diario sin trascedentalidad, y, aunque las decisiones individuales hayan perdido, normalmente, la repercusión moral, al no tener que dar cuenta de cada cosa a los seres sobrenaturales que nos vigilaban incluso desde nuestro fuero interno, ello no significa que no nos veamos obligados a elegir, constantemente, a cada pestañeo. Lo que no está tan claro es si el razonamiento para ello es el más adecuado.
Descendamos aún más, ampliando las lentes del microoscopio, para ver cómo eligen los españolitos, en su día a día. Contemplemos sus carreras por las tiendas de ropa en rebajas sometidos al dominio semiótico de campañas publicitarias que planean anualmente nuestra derrota. Contemplemos la avidez de sus manos al usar el mando a distancia, la incertidumbre tamborilera de sus dedos a punto de posarse en un canal. Contemplemos al adolescente de doce años que, en su primer rito mistérico, ante la atenta mirada de los sacerdotes barriobajeros y de las vestales de minifalda, observa dubitativo el cáliz de plástico barato que le sirven desde lo alto. Contemplemos al que calla por exceso de humanidad, al que respira.
Pero no hagamos leña del árbol caído, especialmente cuando es nuestro tronco espiritual el devastado por una decisión que provocó, final y simplemente, algo malo, para alguien, para nosotros mismos… Tantas cosas, tantas veces. La libertad es lo peor que hay, aunque sea lo único que tenemos, porque toda elección está llamada, por principio, a ser un error insoslayable. Pero las elecciones siguen siendo la verdadera responsabilidad cívica y, al elegir, siempre hay un mal menor.