Montevideo tiene secretos encantos
Texto: Antonio Costa Gómez
Fotos: Consuelo de Arco
Una mañana tomamos el barco para ir a Montevideo, yo tenía muchas reminiscencias de Montevideo, me acordaba de “El lado oscuro del corazón”, de las novelas de Onetti, de Julio Herrera Reissig, de Delmira Agustini , en el barco conocimos a un señor elegante que llevaba varios periódicos, nos dijo que se llamaba Daniel Supervielle, me quedé alucinado, le pregunté si era nieto de Jules Supervielle, un poeta que me fascinaba desde hacía mucho tiempo, amigo de Rilke, y resultó que sí, fuimos hablando con él mientras mirábamos el agua del río de la Plata, nos habló de Montevideo, nos recomendó que fuéramos al bar Roldos en el Mercado del Puerto a tomar el medio y medio, una mezcla de vino blanco con sidra, y así lo hicimos, comimos en un restaurante del Mercado del Puerto, debajo de los tinglados antiguos, en mitad de los mostradores y las mesas decimonónicas, viendo las escaleras y los pasadizos en lo alto.
Yo había leído un artículo de Enrique Vila Matas que hablaba del hotel Cervantes, contaba que Adolfo Bioy Casares se había alojado en el primer piso en la habitación número 12 y había escuchado las quejas de un niño en otra habitación detrás de un armario, y había escrito un relato, tiempo después sin saber nada Julio Cortázar se alojó la misma habitación y escuchó el mismo ruido y escribió un relato similar, Vila Matas pensaba alojarse después, yo quería ir a ese hotel y pedir esa habitación, pero cuando llegamos lo encontramos abandonado, le hicimos fotos por fuera, miramos los balcones ajados y las cornisas sin sentido.
Montevideo parecía triste y muerta, no se podía comparar con Buenos Aires, sin embargo tenía secretos encantos, y habían ocurrido en ella tantas cosas, nos alojamos en un hotel modesto en la avenida 18 de julio, desde la ventana se veía el jardín de la plaza Cagancho y las viviendas con molduras reflejadas en un gran edificio de cristal, eso le daba un toque de melancolía literaria, hicimos el amor en un cuarto con una lámpara solitaria y desayunamos en una sala con cortinas que daba a la avenida, fuimos a la Filmoteca y vimos “Los paraguas de Cherburgo” de Jacques Demy, con una Caterine Deneuve casi niña, había visto esa película hacía mucho pero estaba perdida en mi inconsciencia, al anochecer íbamos por la avenida que tenía una animación sorda y nos asomábamos a calles oscuras con cafeterías filosóficas, estuvimos en una terraza viendo el juego de las luces en unas cervezas.
A la mañana siguiente entramos en el Palacio Taranco donde habían estado presidentes, donde se había firmado un tratado entre Argentina y Chile delante del Papa, se veían versiones de obras griegas en los salones, grandes espejos dorados, ventanales que daban a la plaza Zabala, en la planta de arriba había grandes recintos con cuadros enormes y muebles franceses, ella imaginaba fiestas en aquellos salones, que se movían las personas al compás de los valses, hablaba con los encargados y les exponía sus ocurrencias, y fuimos a la Torre de los Panoramas de Julio Herrera Reissig, al lado del mar, e imaginábamos las reuniones en la terraza de los poetas simbolistas , que no querían saber nada del mundo, solo querían pasiones y misticismos, y nos metimos en el bar Fun Fun a tomar uvita y esperamos un concierto de tango, e imaginamos cómo sería cuando cantaba Gardel.
Montevideo era silenciosa y un poco polvorienta, con grandes avenidas vacías que parecían almacenes abandonados, caminamos por la orilla del océano hasta el parque Rodó, y señalamos donde estaba el submarino alemán Graf Spee acorralado durante la guerra mundial, y vimos una boda judía, y estatuas de pensadores entre los árboles, y un lago con espesuras , y un castillo imposible sin puertas, nos tendimos sobre el césped mientras nos hormigueaban los proyectos y los falsos recuerdos de todo lo que tenía que haber pasado, ella cerraba los ojos para escuchar más, tenía esos labios grandes donde dormían todas las fiebres, le hablé del museo Torres García pero estaba cerrado.
Montevideo parecía una ciudad cerrada como un astillero de Onetti, y sin embargo era tan acogedora, ofrecía un trozo de tango en cada esquina, una reminiscencia, una frase de un escritor, muchos franceses han venido aquí, dije, incluso han venido a nacer, como Lautreamont, Supervielle, Laforgue, éste último hablaba de domingos que encierran símbolos y así parece ahora Montevideo, un domingo de Laforgue, y mirábamos la locura del Palacio Salvo como una batería de cohetes apuntando hacia el cielo, o el teatro Solís donde ella evocaba a los Solís que eran sus antepasados, e inventábamos escenas dramáticas de los antepasados.