Yo no conocí a Gabo

Por Javier Vayá

Articulo-015-715x1024Seguramente les costará creerlo pero yo no conocí a Gabo ni tengo ninguna jugosa anécdota que contarles de esas tan jocosas que muestran la humanidad del personaje y también la amistad cómplice que le unía a quien espera hasta su muerte para contarla. Una de esas medallas póstumas que ahora se cuelga hasta el más inesperado. Yo no, yo no conocí a Gabo. Porque ahora que se ha muerto todos lo llaman Gabo con una familiaridad pasmosa seguramente inferida por esa vasta serie de anécdotas en común que todo el mundo cuenta. Es lo que tiene la muerte que familiariza una barbaridad, miren también cuando murió Mandela que resultó que todos, desde el presentador de informativos del fin de semana hasta el más racista presidente europeo lo llamaban Bafana. Será que al morirte se te coge confianza.

Yo no conocí a Gabo (a quien iba a conocer yo, que soy un Don nadie) pero sí conocí a un tal Gabriel García Márquez, para ser rigurosamente exactos y no andar con suspicacias diré mejor que conocí la obra de Gabriel García Márquez. Y ahora quizá ustedes dejen de leer este artículo torpe que quiere ser homenaje o panegírico y lleva camino de convertirse en la peor y más vulgar de las anécdotas posibles. Les pido disculpas, es lo único que puedo ofrecerles, contarles como hace ya demasiado tiempo cayó en las manos de un crío que comenzaba a garabatear palabras con la intención de disfrazarlas de versos y a emborronar páginas con la ambición de contar historias un libro titulado Doce cuentos peregrinos y el increíble cambio de percepción literaria que supuso.

Sin embargo el verdadero terremoto vendría poco tiempo después con Cien años de soledad, una ruptura total de conceptos que marcaría el rumbo de aquel chico (que era yo, para los menos perspicaces) a la hora de entender tanto la vida como la literatura. La insólita sensación de saber que estás siendo testigo de algo único, prodigioso, que en algún lugar remoto y lejano un señor que no conoces de nada había escrito unas páginas tan puramente hermosas que eran capaces de hacerte vibrar de emoción, que el lenguaje podía elevarse a las más excelsas cotas y seguir siendo accesible para el pueblo llano. Porque aquel señor llamado Gabriel García Márquez sobre todo escribía para el pueblo y contaba cosas de la gente sencilla, de la gente que le rodeaba y que le llamaba, con todo el derecho, Gabo.

Gabriel García Márquez hablaba de la gente olvidada por el sistema que no tenía nada que comer al día siguiente, de amores imposibles y trópicos en que el poderoso ejercía con impunidad sus injusticias y doble moral. Así fui devorando su obra; La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, Del amor y otros demonios, El amor en los tiempos del cólera…libros que continuaron marcándome y que funcionaron como puentes hacia otra literatura como la de Julio Cortázar, Onetti o Carlos Fuentes y muchos otros mucho más alejados del impagable creador de Macondo al que siempre guardé en mi corazón ese lugar reservado al primer profesor que en realidad te enseña algo valioso.

Ya lo ven, esto es solo la historia de un Don nadie que jamás conoció a Gabo pero para el que Gabriel García Márquez fue alguien muy importante en su vida. Una historia normalita, sencilla y hasta vulgar pero similar a tantas otras, a las de tantos millones de nadies para los que el de Aracataca supuso una figura esencial para sus vidas y que jamás serán contadas. Esto es tan solo una minúscula reivindicación, ahora que se ha muerto y que todo el mundo tiene una anécdota estupenda que contar, ahora que todos conocían a Gabo y que algún imbécil es capaz de llamarlo sectario o de criticar su conciencia política. Una minúscula reivindicación, homenaje o panegírico que trata de devolver humildemente —intuyo que no podía ser de otra manera— el nombre de Gabriel García Márquez sino a quienes nos pertenece, seguro que a quien él siempre supo que pertenecía.

 

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