Yo corrijo, tú corriges

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Rosa Pérez

La primera vez que corregí un libro propiamente dicho, es decir, con sus señoras ciento cincuenta páginas, no pude evitar sentirme sorprendida por la cantidad de errores que contenía. Lo peor del asunto es que la autora había autofinanciado su publicación en papel, sin habérselo dado antes a un corrector. Yo lo corregí meses después y, al menos, pudo sustituir el ebook que vendía por su versión revisada. Pero el libro en papel todavía debe de estar circulando por ahí… Cuando le comenté a la autora que había tenido bastante trabajo y le entregué la versión corregida no podía creer que hubiera tantos errores. Me aseguró que se lo había leído ocho veces, ¡ocho veces!, y que se lo había dado a varios amigos que la habían felicitado y asegurado que el libro estaba perfecto. La editorial a la que encargó su publicación le recomendó que lo hiciera corregir antes de publicarlo pero ella consideró que, dado que nadie había encontrado ningún error, el gasto que le implicaría hacerlo era prescindible e innecesario. ¿Por qué, tras ocho lecturas hechas por ella misma y otras tantas de sus amigos nadie supo ver que había cosas que se tenían que cambiar? Bien, obviamente, ni ella ni sus amigos son correctores pero, en mi opinión, dos son las razones principales: en primer lugar, uno no puede encontrar algo que desconoce, por más que lo intente y se esfuerce. Es decir, ella no podía ver que el “gravar” que ella había escrito y que el corrector de Word había dado por válido en realidad debía ser “grabar” porque, simplemente, no sabía que la ortografía de las dos palabras es diferente en una sola letra y, aunque homófonas, tienen diferentes significados. Si a mí me pidieran que abriera el capó de un coche y le cambiara las bujías me sentiría completamente desorientada porque ¡ni siquiera sé qué aspecto tienen! Y es posible que incluso afirmara que ese coche no tenía bujías. Ese sería un trabajo fácil para un mecánico, experto en ese tema, pero no para mí.

En segundo lugar, estoy convencida de que, tanto ella como sus amigos se leyeron el libro con el corazón, y eso no ayuda en una corrección o, al menos, a mí. Era su primer libro, escrito y publicado con mucho esfuerzo, tan soñado y deseado como un hijo… era prácticamente imposible ver sus defectos. Cuando yo estoy corrigiendo algo intento no entregarme demasiado a la historia porque, si me gusta, si me cautiva, puede ser, y solo puede ser, que mi mente me traicione y que quiera perdonarle algún “pequeño error”, algo que el ojo menos crítico, quizá, de un lector, pasaría por alto. Por cierto, a ese lector… ¿crees de verdad que no le importa que ese libro que ha comenzado a leer con tantas ganas tenga errores? Bueno, a mí sí me importa, y puede incluso que deje de lado un buen libro y ya no le quiera dar una segunda oportunidad. En ese caso, sea cual sea el precio que haya pagado por él, es demasiado caro. Lo siento, se me va la vista a las cosas incorrectas y ya no puedo disfrutar de la lectura. Esto también pasa, y demasiado frecuentemente, con las traducciones. Pero ese es otro tema.

De la misma manera que un libro requiere un diseñador que cree una buena portada que lo haga atractivo o alguien que lo maquete… necesita forzosamente un corrector.

Si una persona fuese a una entrevista de trabajo para solicitar un puesto de directivo y se presentara vestido con ropa de deporte, ¿qué pensarían de él? Podría ser que el entrevistador se hiciera una imagen equivocada y menospreciara sus cualidades por prestar más atención a su atuendo que a su currículum. El entrevistado pensaría: “No les va a importar cómo vaya vestido. Saben que soy un buen profesional, con infinidad de cualidades. Mi imagen no es tan importante.” Pero sí lo es y, en ese caso, la forma no dejaría ver el fondo. Probablemente acabarían la primera entrevista pero no habría una segunda.

En defensa de la persona que mencionaba anteriormente debo decir que no es una escritora profesional. Se dedica al coaching empresarial y el libro trataba de eso. Aun así, un lector es un lector y no se debe pensar que por no ser literatura los fallos están permitidos.

¿Por qué ella cometió tantos errores en su libro? Pues simplemente porque lo escribió utilizando el mismo léxico, sintaxis y expresiones que hubiera usado si se lo hubiera explicado todo a unas amigas mientras cenaban. Un ejemplo: mientras en la lengua hablada se dice, incorrectamente, “el niño que su padre trabaja en el hospital” y nadie se echa las manos a la cabeza, eso es inadmisible encontrarlo escrito en un libro. ¿Qué pasaría si descubrierais que los libros del colegio de vuestros hijos contienen errores? ¿A que no diríais: “bueno, no pasa nada, es el libro de Historia”? Si nuestros hijos aprenden de los libros no debemos olvidar que nosotros también.

Dicho todo esto: es la opción del escritor darle el texto al corrector o no. Es comprensible que haga cálculos y vea que, según los beneficios que le reporte la venta de cada ejemplar, tenga que vender muchos para costear todos los gastos de producción, pero se tiene que entender como una inversión necesaria, como una parte de todo el producto.

El lector lo agradecerá, seguro. Y un lector satisfecho es lo que quiere un escritor, ¿no?

 

 

Fuente: [http://eriginalbooks.net/]

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