Literatura y memoria (II): Cuando el silencio es antónimo de memoria.
Por Javier Estel Madrid
Cuando la madre, a últimas horas de la noche, pregunta al niño desde el salón si ha recogido su cuarto, el muchacho, apurado, reacciona instintivamente diciendo que «¡Sí!» mientras apaga la luz y se acuesta a toda velocidad; con tal de que no descubran su falta, con tal de postergarla, como si el nuevo día fuera a borrar lo sucedido. Nosotros, seguramente, no nos creamos niños, pero en estas y en tantas otras cosas actuamos de un modo similar. Una habitación con la luz apagada no tiene por qué ser una habitación recogida. De igual manera, tener la conciencia tranquila no significa tener la conciencia limpia.
Esto mismo es lo que nos enseña Roberto Bolaño, el escritor chileno, en Nocturno de Chile, desde el primer monólogo de su protagonista, Urrutia Lacroix, en los instantes previos a la muerte:
«Ahora me muero, pero tengo muchas cosas que decir todavía. Estaba en paz conmigo mismo. Mudo y en paz. Pero de improviso surgieron las cosas. Ese joven envejecido es el culpable. Yo estaba en paz. Ahora no estoy en paz. Hay que aclarar algunos puntos (…)»
El joven envejecido resulta ser una representación del Otro o de la conciencia, un Pepito Grillo a la moderna que se le aparece en forma de alucinación en varias ocasiones durante la narración-recuerdo, reprochándole sus actuaciones tanto en los momentos previos a la dictadura de Pinochet como durante ella. Lo más interesante que debe concluir quien se acerque a esta novela viene a ser la simbolización de esos dos actos —voluntarios, si queremos— que son el olvido y la memoria: ambos constituyen representaciones simbólico-históricas del silencio y de la palabra. A la escritura, de hecho, se la llama fármaco de la memoria, por estas mismas razones. Y en el caso que nos ocupa, en Nocturno de Chile, Urrutia Lacroix resulta ser el paradigma del mutismo humano por la timidez, la melancolía y la pasividad que deviene en connivencia. Por eso el joven envejecido, la conciencia paralela del hombre que pudo ser y que, encarcelado en las mazmorras del subconsciente, fue envejeciendo al tiempo que no dejaba de ser posibilidad, juventud, emerge cuando los guardias de la consciencia se hallan moribundos, y lo hace gritando, desgañitándose por la verdad. Al silencio del olvido le llega, tarde o temprano, la palabra de la memoria; ésta puede devenir en ruido insoportable si se la coarta, del mismo modo que las aguas turbulentas de los torrentes hacen saltar por los aires la presa que los contiene cuando rebasan su capacidad.
Antes de concluir se debe especificar que el pasado se convierte en el único tiempo doble: por un lado está lo que sucedió, cuyo ser fue indudable, y por otro, la recreación del pasado durante el proceso de rememoración, proyección del pasado en el presente, cuyos mecanismos son muy similares a los de la imaginación, cuya sentido direccional es siempre hacia lo porvenir. (Como indica el semiólogo Sebeok «el pasado es teoría, o incluso otro sistema de signos. (…). A nivel semiótico construimos el pasado de la misma manera que el presente y el futuro», Signos. Una introducción a la semiótica).
Yo solo le deseo —y me deseo cuando me ocurre/a—, a aquellos que también se encuentran «mudos y en paz», que el día que se les presente su joven envejecido, el día en que la memoria resuene en sus cabezas con el mismo fragor insportable que el de algunos de los círculos del infierno dantesco, les deseo que ese día tengan aún la oportunidad de de contarse bien su pasado, de rehacer su mal, de apechugar, en definitiva, sabiendo que también somos responsables del silencio.
Solo les pido y les deseo que escuchemos hoy la canción que dice «Solo le pido a Dios que lo injusto no me sea indiferente…», porque, quizás, aún estás a tiempo.
Salamanca, 24 de abril de 2014