Vivir entre brotes (III)
Por José Antonio Ricondo
«Mi vida puede dar vértigo. Ha sido apasionante, trágica en ocasiones, pero me sigo apuntando a vivir.»
(Miyo)
«He tenido cinco cartas: de mamá, me dice que sigue algo mal; de Pili; de Mª Elena; de Gerardo; y de L.
Estoy muy contenta pues el médico me dijo que confiaba en mí y que todo lo que me pasa es a causa del accidente. Me ha tranquilizado mucho.
Luego, las cartas fueron una inyección de optimismo, sobre todo la de L. y Ñete. Me llegó al alma. Bueno, más todavía, la he leído cinco veces. Luego la leeré otra vez (…).
Madre mía, qué ganas tengo de verle.»
Miyo comienza a enamorarse cada vez más en el hospital, a pesar de su situación casi atajada, y las cartas son el único vínculo con su madre. Apegada y dispuesta ante la figura y las palabras del médico, el único ser viviente que la puede consolar, Miyo se carga de optimismo, se impresiona y respira, cogida por una ansiedad sin control que no puede definir ni explicar, pero que, a todas luces, se llama tanteo, prueba de seguridad, provocación.
Miyo, que, como solía decir, «la perseguía la muerte», siempre entendió que únicamente en la guarda celosa de su espacio, de sus tiempos, y solo en ese celo íntimo, se hereda, se ocupan espacios, se domina. Guarda, término. Condensaba el rompecabezas de su identidad, de lo que era, la fuerza de sus genes, su educación natural y su entrada en la vida adulta. Porque un niño seguro será un adulto seguro. Y esa seguridad desde niña, aquellos años felices y regalados que sus tíos y abuela le prodigaron, la ayudó a soportar los días duros después del accidente, en el que salva su vida y la mía.
Nunca se negó a luchar. Desde entonces nunca cedió de su propio criterio, la vida es ineludible, porque el peor mal es el desinterés y la indolencia. A pesar del dolor y de las graves secuelas, siempre enseñó su cara mejor, el perfil adecuado. No hay nada más vibrante que la prudencia, el sosiego y el callarse, sobre todo cuando tan difícil puede llegar a ser intentar describir a una persona como Miyo, consecuente con su vida y con lo que ha alcanzado. Porque la vida no deja de ser ilusión y sueños -dice-, no objetivo con un sentido particular.
Miyo apetecía el bosque adolescente, salvaje. Los abejarucos predadores de abejas se habían ido fraguando en su mente. Proseguía en su talento pintor, siempre que la serena y templada tarde pareciese acompañada del silencio y soledad del mirlo ventrílocuo. Como la golondrina, reprimía ese gozo y callaba. Solo sonreía… Del viento caliente del estío adquirió sus fragancias de robinia, humo y leño y se obligó a atender la primera a cualquier importuno.
©Szechenyi Szidonia
Todo sucedía a raudales de una forma duradera. Esa chica a la que decía cuanto tenía callado ya se había despojado, hacia aquella parada del camino, de su inmortal temprano amanecer. Forzosamente, me hubiese analizado con acierto, con su respeto sublime: «Aleja tus esquirlas quizá brillantes, chiquillo, esas ramas que deciden brotar por encima de ti. Serán parásitos… Aleja el canto del cisne. No es momento, ni tiene por qué serlo nunca».
Nos concertaron una entrevista para un trabajo conjunto con nuestros grupos respectivos. Iba a ser en una fiesta juvenil. Yo llegué primero. Más tarde, ella. Estaba distraído. Alguien me tocó el hombro para avisarme de que ya había llegado. Entre el tropel de cabezas moviéndose en el baile, adiviné la puerta del salón entreabierta y, aún sin cerrar, la figura de una chica vestida de negro y con melena larga y negra que entraba, y la cerraba tras ella. En ese momento supe que nuestros ríos irían a confluir.
Nuestro accidente, a sus diecisiete años, no supuso más que eso, un accidente, muy grave. Gozamos desde entonces de una lealtad no inmune a la terneza, a la exigencia y al orgullo ante la vida. Me suele hurgar en mi magín la sombra sonora que, como un percutor, nunca se aleja y siempre me inquiere sobre la necesidad de haber tenido que escoger aquella lastra blanca como la muerte, brevísimo asiento nuestro. «¿Y tu larga generosidad de perecederas luces?»
Sí, es verdad que cuando se superan numerosos obstáculos dejas de ser la misma persona. Era un ingenuo. Si tensamos la cuerda por imperativo categórico y sin originar una destreza indeseable, podemos triunfar, después de vencer todas las dificultades, de eso que puede decirse el destino de los enamorados. ¡Pero que despunte esa conquista después de la ruina, que desfallezca también por eso, que no sostenga la abulia y la apatía!
«Únicamente cogemos la uva, crecido el verano…» ¡Qué instante el cenit donde se acarician dos afluentes! Cosecha del amor, precisión en guiar a la bañadera de nuestro corazón y cerebro acoplados, gusto más bermejo que los otros permisos, cantares, algarabía beoda, inmediatamente mudez, privacidad, emperezamiento-desperezamiento de este cultivo naciente en dos cuerpos que siempre resurgen…
Nos distraíamos sin medida. «¿Es posible llenar algo sin que mengüe?» No puede entenderse la unión de dos concejalías, la responsabilidad de un equipo de cincuenta operarios con discapacidad, cuatro hijos y cincuenta y un años a cuestas, en el período de un año. Esta ocasión es rala, calva por detrás como la bella diosa romana, de ahí la sabiduría de esperarla de frente. El absurdo de calmar a su enamorado no agota el río de mi mujer. Al revés.
¡Rebrotes de seres libres, aptos para las lides, y de sobra rendidos!, no se franquea la torrentera sin mojarse. También a ti te dolían nuestros finales hace cuarenta y dos años: «Ya ves cuándo se me ocurre escribir (…) Yo, sola en una cafetería, me pierdo. Ojalá que vengas pronto, amor. A lo mejor tengo líos, pero no me importa. ¿Es que no voy a tener derecho a ver a las personas que quiero? (…) Yo, ante todas estas cosas, me refugio en ti, cielo mío. ¿Me dejas?»
Si para entender el agostamiento bastara con despedirse tal cual, sería asumible. Pero que el ocaso sea como el cóndor que domina la cordillera y desciende, tras haber volado siempre oculto a seis kilómetros de altura. Y cuando nos aborde que no se sienta, porque: «Estoy en crisis, todo lo pongo en crisis, me es necesario -dijiste. No soy yo y necesito serlo. Quiero reconstruir mi vida otra vez, sobre algo más limpio, más grande. No me importa a costa de qué».
Lo apuntabas al año del accidente, y tu letra quiere correr, salir no sé a dónde, cabalgando desbocada hacia el final de renglón. Tu alma se arrobaba, sin lugar fijo, entre mi corazón y las heridas que nunca cerrarían. ¡Qué agradable eras en aquel momento crepuscular con los tuyos! Feliz una tarde más, por un triunfo más sobre la angustia, fértil en una misión más, por un juego de ideas bajo el turbión repentino… Querías reunir todo otra vez, forjabas instintos, volvías a imitar la voz de los escribanos y gorriones…
Miyo hacina, calcula todo. Cuando respira «¡Joder!, cuántos golpes, porque es imposible que me entienda nadie, ni mi L., porque estoy sola, nadie quiere escuchar desgracias, la gente huye de las personas infelices», mide el grado de lo eficaz, el aprecio de lo que se da y recibe. Los clasifica despacio, razonadamente. Y decide sonreír como el payaso, para quien cada día es una nueva función. «Sonriamos pues, a la vida y cada destello que nos regala. Hay que seguir viviendo, con orgullo y, si hace falta, con soberbia, pues la conmiseración de los demás solo sirve para matar el alma».
Cada ocasión y señal hacen que, según prolifere su número, ella busque con pasión desatada la belleza, allí donde esté, la busca, la encuentra y se desatan todos sus sentidos. La belleza, los amigos de siempre y su familia, serán el antidepresivo natural. Recular, y reiterar, y retirarse otra vez, destinar en cada hueco un elemento extraordinario, descubrir algún óbolo flotando en un sueño. Así debe ser, hasta el final, hasta siempre. Con ese talento repentino, se humaniza… «En estos momentos, sólo se oye el ruido del reloj y la respiración de las personas. Me gusta oírlos. Me siento mejor».