Posted on 16 abril, 2014
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Historia, portada
Imagen/ diseño de Soren Schofield
Por Larry Montenegro Baena
En las postrimerías del siglo XIX, mientras Karl Marx expiraba en sus laureles revolucionarios, la Europa de 1883 preconizaba el agitado camino hacia el comunismo, eslabón ineludible de la modernidad occidental. Para este momento, Karl Marx ya había tronado su aguda pluma sobre su escritorio, fraguando puntiagudos artículos en diarios como la Gaceta Renana, los Anales franco-alemanes y Vorwärts! Además, ya había escrito numerosos trabajos que culminarían con el susomentado Manifiesto del partido comunista (1848) y su obra magistral El capital (1867), la cual continuó puliendo hasta sus últimos días mientras Europa seguía, como bien lo habría dicho su colega Engel: su progresivo movimiento hacia la libertad.
Mientras Europa cumplía los designios de su historia universal, ya habían transcurrido varios siglos de saqueo de materias primas en las aún medievales colonias de España y Portugal, las cuales habían servido para consolidar la modernidad capitalista, tecnológica y científica europea. Esa “modernidad” en la cual Marx se amparaba para figurar al colonialismo de América, como un fenómeno adicional (y no fundamental) para que la burguesía europea surgiera y se convirtiera en protagonista de los medios de producción, configurando las relaciones de trabajo y por ende todas las relaciones sociales existentes. Y así, en este curso, el surgimiento de las clases sociales antagónicas dentro del capitalismo: la burguesía y el proletariado, clases, por demás decir, únicas ejemplares de las sociedades modernas.
Pero, ¿Qué ocurría en ese momento en América Latina?
Bueno, recapitulando: mientras Karl Marx de niño crecía feliz en su acomodado hogar ubicado en la calle Brückengasse en Tréveris, y siendo, ya más grande, un asiduo bebedor de cerveza en tabernas, cuando estudiaba derecho en la universidad de Bonn. Las colonias de ultramar ya tenían buen rato de sonar cañones azuzados por ideas independentistas importadas por criollos ilustrados que estudiaron en universidades Europeas y Norteamericanas, quienes se oponían al viejo régimen semifeudal impuesto por la monarquía española y portuguesa, respectivamente.
No obstante, Marx, en sus años de intensidad académica, posteriormente de intelectual y militante comunista, jamás vio un minúsculo signo de modernidad en estas luchas de emancipación en América Latina. Según Marx, el continente latinoamericano siempre fue un cordón de sociedades atrasadas, dependientes y colonizadas, y para que éstas fueran acariciadas al menos un poquito por los dedos de la modernidad, necesitaban romper con el rancio régimen estamental, confesional, monárquico y racialmente jerarquizado que las subsumía desde hacía más de 300 años. Fielmente siguiendo este tutorial hacia la modernidad, debían apostar sin chistar al paradigma industrial, institucional, tecnológico, científico y filosófico de occidente. Es decir, Marx miraba a América Latina desde el espejo y lente de las sociedades modernas del centro, por tanto, al justificar como complementario, y sin el menor rigor de análisis de diferenciación cultural-cognitiva-subjetiva la colonización de América (razón elemental del surgimiento de la burguesía europea) no le entusiasmaba en lo absoluto el florecimiento de una burguesía local en la periferia latinoamericana, la cual consolidaría un capitalismo a la usanza de occidente y por noción dialéctica, desemboque en el comunismo como lo estaba viviendo en ese momento– al menos en su conciencia histórica – la Europa del siglo XIX.
Esta sentencia de Marx entorno a la ausencia de modernidad en América Latina, tiene un trasfondo histórico muy cierto, pero también poseía un alto grado de ignorancia sobre los aspectos simbólicos, culturales, cognitivos, históricos particulares y sobre todo entorno a la subjetividad de los pueblos americanos, aunado a un exacerbado prejuicio eurocéntrico. Si bien es cierto, las sociedades latinoamericanas carecían de organización en su seno social transformador, sobre todo porque no existía una articulación posible entre grandes grupos de población indígena y en igual medida las esporádicas poblaciones mestizas desposeídas.
Pero debemos reconocer que los grupos de poder: descendientes directos de españoles, luego de las luchas de independencias protagonizadas por estos criollos de abolengo, eran en su mayoría latifundistas, comerciantes, intermediarios y pertenecientes a la emergente pequeña burguesía rentista, agraria y semi-industrial que les favorecía hacer tratos comerciales (exportación de materias primas y confección primaria de productos que terminaban elaborándose en industrias metropolitanas) con las naciones europeas y ahora estadounidenses. Este grupo social, en sus inicios de “lucha”, y tras haber consolidado las repúblicas independientes, continuaron reproduciendo el viejo régimen dependiente que habían derrotado y se acomodaron plácidamente como el nuevo grupo opresor de los indígenas y sectores mestizos.
En esta nueva experiencia de vida independiente, algunos criollos libertadores y padres de la patria, como se les llama oficialmente en los textos de historia, destituyeron la rancia estructura impuesta por la corona cambiándola por otra de tipo liberal, donde el indígena al perder el viejo paternalismo de la iglesia, comenzó a experimentar – como si fuera poco lo sufrido durante la conquista y la colonia – violentos saqueos, etnocidios y despojos de sus tierras ancestrales en nombre del incipiente proyecto independiente de sus nuevos verdugos. En este contexto, el indio, como bien lo pudo pensar Karl Marx, comenzaba a ser proletarizado, ya que no era dueño de la tierra y tenía que empezar a vender su fuerza de trabajo a los terratenientes que pretendían supuestamente constituir un modelo agrario y preindustrial que condujera a la consolidación de un capitalismo local.
Desde luego, tal consolidación no ocurrió como tal en América Latina, pues la vieja estructura estamental aún permeaba el imaginario de estos sectores criollos. El escuálido discurso de la sangre, la clasificación de casta, la base teológica y clerical, los grados y títulos en los cargos oficiales, privilegios de nobleza, la parafernalia del lujo y la vanidad de los criollos progresistas aún seguía siendo una constante en la cultura hispanoamericana.
En ese sentido Marx tenía mucha razón cuando insinuaba que las sociedades latinoamericanas aún seguían sumidas en el secularismo y oscurantismo del añejo feudalismo periférico, y por el cual no eran sociedades que estuvieran listas para consolidar un capitalismo científicamente entendido [y superar el capitalismo periférico dependiente], por tanto, no estaban preparadas para el surgimiento de una sociedad industrial con una burguesía regional capaz de alcanzar la modernidad como la consiguió Europa, y así preparar por efecto, todas las condiciones orgánicas y sociales para el arribo internacional del comunismo.
Eso explica su crítico referente sobre estos próceres de la independencia, de hecho, es de estos prejuicios de donde se desprende gran parte de su opinión sobre la cuestión. Entre algunos figuran, Simón Bolivar, al quien tachó en una publicación de 1857 en el New York Daily Tribune, como un criollo aristócrata con ínfulas de poder para seguir reproduciendo los intereses de su casta [y clase social] en detrimento de la gran masa de indios y mestizos ignorantes, carentes de organización, y así preservar los privilegios de su pedigree, o como bien lo pensaría Marx, del status privilegiado de su grupo étnico.
Para Marx estos tintes excluyentes y distinciones de corte étnico, eran reflejo de sociedades carentes de modernidad, y por tanto pre capitalistas, puesto que para él sólo la burguesía y el proletariado eran los únicos sectores sociales forjadores de la modernidad. Por tanto, el colonialismo y las luchas de empoderamiento étnico debían ser superados mediante un intenso proceso de industrialización.
En ese sentido, Marx se limitó a ver el problema de la modernidad en América Latina desde un enfoque teleológico, universalista, reduccionista y lo más injusto: carente de nociones culturales, simbólicas y subjetivas de los diversos pueblos que conforma(ban) estas sociedades.
Para empezar, se enfocó rígidamente en el papel de los protagonistas de la historia en la periferia, desde el referente del centro. Miró a los criollos como los actores principales del pensamiento y la base política Hispanoamericana sin considerar las múltiples corrientes sociales, culturales y orgánicas que se movían bajo la arena de esa coyuntura tan determinante no sólo para Latinoamérica, sino para la ancestral Indoamérica.
A decir, nunca estimó que fuera de las luchas de independencia de los criollos coloniales, ya existían movimientos indígenas con ideas y propuestas distintas al proyecto independentista de éstos, incluso, reivindicaciones desde los grupos indígenas que no estaban dentro del discurso de la modernidad y que se acercaban mucho más a la realidad local, no obstante, no fueron escuchados, o simplemente fueron silenciados o expulsados del incipiente proyecto hegemónico regional del criollo ilustrado.
Un pequeño ejemplo que tuvo un eco importante en estas luchas manoseadas por la historia oficial, fue la que protagonizó Túpac Amaru II, quien lideró en el Perú en 1870, la primera gran rebelión indígena de América. El cual, entre sus reivindicaciones no criollas, estaba la emancipación de toda América de la sujeción de cualquier potencia europea, aunado a la supresión de todas las formas de esclavitud y explotación del indio y el negro, tales como obrajes, reparto de mercancías, sistemas de encomiendas, la mita minera, etc.
Pocos años después de la muerte de Marx, surgieron luchas indígenas de connotadas demandas que escapaban al reduccionismo de la modernidad, tales como la de Felipe Bachomo en México y Manuel Quintín Lame en Colombia, entre otros. En las cuales no sólo la tierra era la columna vertebral de sus luchas (En términos marxistas, la tierra como medio de producción) sino la territorialidad (En términos culturales que Marx omitió) y lo que implica a nivel simbólico y subjetivo dichos espacios geográficos para las formas de vida de estos pueblos. Muchas luchas, incluso, que cargaban nociones del pensamiento sociohistórico aborigen como producción de un genuino discurso de liberación del indio. Entre muchas otras tantas reivindicaciones anónimas indígenas desde antes de Marx, durante la vida de Marx y después de su muerte.
Marx fue reduccionista al considerar la modernidad como única vía para cumplir su utopía del comunismo, pues, al limitar la diversidad cultural de los miles de miles de grupos indígenas y minorías étnicas del continente a una noción dicotómica de proletarios y burgueses, evidentemente ignoraba la pluralidad de formas ancestrales de cómo estas colectividades culturales – nativas y de origen africano – concebían el bienestar comunal, el consumo doméstico, la producción sostenible, el comercio y la explotación tradicional de la naturaleza.
Asimismo, evidentemente desconocía los diversos procesos cognitivos de cómo los grupos nativos de América, construían armoniosamente sus propios designios con base a sus estructuras cosmogónicas, simbólicas, subjetivas y producción de conocimiento; las cuales ni siquiera rozan el constructo epistémico en que se asienta la visión instrumental de la modernidad occidental. Así, ni el capitalismo inalcanzable, ni el utópico comunismo eran parte del imaginario de los nativos de América. Por tanto el colonialismo no fue un proyecto precapitalista, como pensaba Marx, sino un acontecimiento constitutivo de la subjetividad moderna, de una forma racional de pensar de un espacio geográfico del mundo. El cual llegó a América como un discurso de dominación impositivo y violento (estructural/superestructural) causal y no casual, al cual asistimos a su devenir trans-histórico sin ser invitados.
No es que la modernidad llegó tardía, sino que su logos no estaba incrustado en la estructura del pensamiento indígena.
Por tanto, sus determinismos como “lucha de clases” y sus reduccionismos economicistas de “medios de producción”, etc. no encajaban en el devenir epistémico de las poblaciones de América por el abismal contraste de la realidad socio-económica-tecnológica con respecto a Europa. Basta revisar, por ejemplo, la concepción de la tierra en Marx como “medio de producción”, mientras que para los grupos indígenas era más que un modo de subsistencia, pues, hexistía toda una cosmogonía alrededor de la tierra.
Tampoco cuadraban las nociones de “conciencia obrera o de clase” con las construcciones sociales que vivían en ese contexto los pueblos amerindios, ya que en la división social del trabajo, aún subsistían relaciones de dominio esclavista, semi esclavitud y a lo sumo trabajadores desposeídos (proletarios). De hecho, el mismo Marx no concebía como “moderna” esa realidad laboralmente jerarquizada en base a la vieja clasificación colonial de razas. De este modo estas sociedades no podían colocarse en un plano dialéctico dentro del paradigma moderno del capitalismo decimonónico (europeo) como expresión de la liberación del hombre (americano) rumbo al comunismo. Precisamente, porque dicha clasificación racial y laboral la consideraba propia del pasado de la modernidad.
Karl Marx, en los albores de la primavera de aquel el 14 de marzo de 1883 en Londres, cuando en su plácido dormitorio, recostado en su sillón, se despedía de este mundo. Se fue con la idea de que América no superó el arcaico régimen precapitalista que Europa logró sacudir en menos de dos siglos. Y sin imaginar que la colonización de América tuvo un papel determinante a nivel ideológico y científico en Europa, tampoco sospechó que éste fenómeno pudiera tener una incidencia fundamental en el nacimiento del mismo capitalismo.
Y así fue que Marx partió – sin el menor remordimiento – aferrado a la idea de que América se quedó desamparada afuera de la historia universal.
Por eso, en su tumba ubicada en el cementero Highgate de Londres, justo en la parte de su lápida donde dice: “Los filósofos sólo se han dedicado a interpretar el mundo de distintos modos, pero de lo que se trata es de transformarlo”
Habrá que agregarle lo siguiente: “Sí, pero el mundo no se puede interpretar ni mucho menos transformar sin tomar en cuenta todas las dimensiones de la realidad”
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