Exposición: miradas cruzadas 8. Nocturnos
Del 24 de marzo al 25 de mayo de 2014 (Entrada gratuita)
Museo Thyssen‐Bornemisza
El Museo Thyssen Bornemisza presenta la octava entrega de la serie <miradas cruzadas> que se asoma a la historia del paisaje nocturno con una selección de diez obras de las colecciones Permanente y Carmen Thyssen‐Bornemisza. Escenas de noche cerrada pero también de las horas fronterizas del crepúsculo y el alba se exponen ahora juntas en el balcón mirador de la primera planta, con acceso directo y gratuito desde el hall central.
La noche ha planteado siempre un desafío a los pintores: ¿se puede hacer de la oscuridad un tema visual convincente? Desde tiempo inmemorial, ha sido temida como el tiempo de ladrones y asesinos, de brujas, fantasmas y demonios. Y como la imagen misma de la muerte. La evolución del nocturno en la pintura (como en la poesía) es la historia de los esfuerzos por atenuar esos terrores, embelleciendo la oscuridad con una luz tranquilizadora, como la que los niños piden para conciliar el sueño. Por eso el nocturno ha sido tantas veces sinónimo del claro de luna, que transfigura el paisaje con su magia. Aert van der Neer fue el gran especialista en lunas de la pintura holandesa del siglo XVII. A partir de esos orígenes tonales, casi monocromos, los pintores irán descubriendo que la noche tiene sus propios colores, diferentes de los del día, a veces más intensos. En una escena de pescadores napolitanos, Vernet combina el resplandor frío de la luna con los fuegos de la orilla, que representan la vida humana.
De lo pintoresco de Vernet a lo sublime de Friedrich. La luna reina aún en lo alto del cielo, pero en el horizonte despunta ya el alba. Los árboles, aunque todavía desnudos, tienen yemas que anuncian la primavera. Y de este modo, las tres mujeres van al cementerio a través de un paisaje que habla de la Resurrección. Como Friedrich, el inglés Grimshaw explotará mucho más tarde el efecto de los árboles esqueléticos a contraluz.
Otro maestro del paisaje simbólico romántico es el americano Thomas Cole. Su Expulsión. Luna y luz de fuego alude a la salida del Edén, aunque en el cuadro no aparezcan Adán y Eva. El puente y la cascada (formando una cruz), el volcán y la luna (otra vez el contraste de luces cálidas y frías) encarnan los extremos del destino humano. El crepúsculo como agonía del día, con su combate final entre luz y tinieblas, dará lugar a grandes espectáculos cromáticos. Para Bierstadt, uno de los primeros pintores del Oeste americano, el ocaso es un grandioso incendio en el cielo. Algo de ese drama, con rasgos más sombríos, persiste en el Atardecer de otoño de Nolde. Las franjas fluidas de color arriba y abajo parecen comprimir el pueblo en el horizonte, como aplastado entre el cielo y la tierra.
Desde finales del siglo XIX, el nocturno se centró en los nuevos medios de iluminación, el gas y la electricidad. En la fiesta bretona de Puigaudeau, con farolillos y fuegos artificiales, la noche estalla en colores fantásticos. Pero la noche moderna es urbana. Georgia O’Keeffe nos revela una Nueva York insólita. La luna, la farola con halo y el disco rojo del semáforo forman, con el rascacielos y la aguja de la iglesia, una composición casi abstracta, pero de profundo simbolismo romántico. La noche es el tiempo de la imaginación y de los sueños. El surrealista Delvaux combina absurdamente las luces de la calle (como la farola) y del interior (la lámpara en el espejo) para crear un inquietante escenario de inconfundible carácter onírico.