En el fin del patriarcado: Hacia la síntesis alquímica de una nueva cultura (II)
Por Christian Bronstein
Lee la primera parte aquí.
I. Del Mythos al Logos
A inicios de la Edad del Hierro, todas las culturas neolíticas ancestrales de Europa y el sur de Oriente, unidas por su adoración al misterio de la sacralidad femenina y por una organización social relativamente pacífica e igualitaria, estaban pereciendo. Morían para dar paso a una nueva era: la era del hombre.
Hay aún considerables controversias sobre las causas que precipitaron un cambio histórico tan profundo y cismático en la historia del devenir humano. Según la popular teoría de la antropóloga Marija Gimbutas, el surgimiento de coléricas divinidades del cielo (cuyos símbolos eran el rayo, el aire, el fuego y la tormenta), que se expandían como conquistadores brutales sobre las antiguas teogonías matriarcales, coincide con las invasiones de los pueblos guerreros, arios y semíticos que cayeron en oleadas sobre los pueblos agrarios de la vieja Europa, el Creciente Fértil y la India prevédica, desde fines de la Edad del Bronce. Las invasiones crecientes de estos pueblos nómadas no sólo alterarían y desgarrarían el pacífico mundo de las culturas agrarias de la diosa, sino que eventualmente llevarían a un sincretismo cultural que constituiría la base de un nuevo orden social. Gradualmente, el arquetipo del Padre comenzaba a imponerse sobre la antigua supremacía de la Madre: Atón en Egipto, Zeus en Grecia, El (que en árabe se convertiría en “Allah”) en las tierras semíticas, Marduk en Babilonia, Assur en Asiria, Indra en la India y Yahvé en el Canaán hebreo, encarnaron los atributos de un dios celestial, masculino, omnipotente y omnipresente, que reinaba soberano sobre todas las cosas. “La supremacía de los dioses celestes queda asegurada por una casta sacerdotal de sexo masculino en India, en Persia y en el Canaán hebreo, y posteriormente en las culturas cristiana e islámica” (Anne Baring & Jules Cashford, El mito de la diosa, 1991). Pero, como hemos visto, este nuevo orden social no estaría fundamentado únicamente en una azarosa violencia histórica, sino en una radical transformación en la conciencia humana.
Friedrich Engels, cofundador del marxismo, propuso la teoría de que el paso de una organización social comunitaria (matriarcal) a una organizada en torno al poder y la conquista (patriarcal) se debió al surgimiento de la propiedad privada, la que a su vez tendría su origen en los excedentes de riqueza de la tierra, que eventualmente se traducirían en poder. Sin embargo, el surgimiento de los conceptos de “propiedad” y las leyes que la protegen puede ser visto justamente como una consecuencia material y social del incipiente sentido del “yo” de la mentalidad posmatriarcal, más orientada al poder y engrandecimiento del individuo, que al bien comunal.
Otros autores han visto las causas de esta transformación en el surgimiento de las primeras ciudades-estado: la transición de la vida rural a la urbanidad, de una vida orientada en torno a los ciclos naturales a otra regida cada vez más por la ley y el poder de emperadores y reyes. El descubrimiento de la astronomía, como un orden celestial del mundo que se convertiría en reflejo de las jerarquías de los reinos terrenales, también ha sido considerado como un factor clave en este proceso. Pero quizás la innovación cultural más trascendente que conduciría a esta ineludible mutación histórica, no sería otra que la escritura. El nuevo medio de comunicación escrito, basado en el ordenamiento y la abstracción, favorecería el desarrollo del pensamiento abstracto, reflexivo y racional, sobre la percepción concreta, emocional e intuitiva de la realidad (hemisferio izquierdo sobre hemisferio derecho del cerebro).
Los hemisferios cerebrales, como hoy sabemos, no trabajan de forma completamente aislada uno del otro, pero cada uno está especializado en procesar ciertas funciones, que pueden considerarse como opuestas y complementarias. Funciones que culturalmente se han tendido a calificar como “masculinas” y “femeninas”, respectivamente: el hemisferio izquierdo se especializa en el lenguaje, la lógica y el pensamiento abstracto, mientras que en el derecho es donde tienen lugar fundamentalmente los procesos inconscientes, las emociones, la imaginación, el instinto, la intuición y la apreciación estética. “El cerebro izquierdo es el del intelecto, el yo; es el cerebro lógico, creador y analítico, el que cree en la ciencia y en la razón, inventa y desarrolla las matemáticas; es el cerebro de la tecnología. Su dominio es la mente consciente de vigilia. Por el contrario, el cerebro derecho está dominado por el inconsciente (en el sentido junguiano del término), la imaginación creadora, la síntesis, la emoción, los símbolos, la intuición.” (André Van Lysebeth, La pareja interior, 1998).
En su prolíficamente documentada obra El Alfabeto contra la Diosa, el historiador y neurocirujano Leonard Shlain plantea que la introducción de la escritura llevó gradualmente a un mayor desarrollo del hemisferio izquierdo del cerebro (analítico, racional), conduciendo a lo que se conoce como “lateralización hemisférica”: un predominio de uno de los lados del cerebro sobre el otro, lo que también puede ser visto como un desequilibrio o disfunción a nivel cultural. Desequilibrio que se expresó socialmente como el dominio de lo masculino sobre lo femenino.
El desarrollo creciente de la capacidad analítica de la mente introduciría por primera vez el conflicto entre Myhtos y Logos, entre el modo de ser-en-el-mundo basado en la fascinación autoevidente del mito y el rito tradicionales y el de una naciente y heroica consciencia lógico-reflexiva (filosófica). En Grecia, cuna de la cultura occidental, la escritura, más que cualquier otro descubrimiento en la historia de la cultura humana, daría lugar a la lógica, la filosofía, las matemáticas y la ciencia empírica, y poco a poco iría desplazando a los antiguos mitos ancestrales como sistema absoluto de significación colectiva. “La mente se desprendió de la experiencia inmediata, concreta, sensual-imaginativa, y se volvió consciente de sí misma en distinción al entorno, estableciéndose así como conciencia. Este fue el despertar inicial de la “conciencia razonable” de su previa somnolencia […] En este nuevo modo de ser-en-el-mundo, la conciencia tenía que comenzar no con el conocimiento, sino sólo con ideas acerca del mundo, supuestos, hipótesis que podían ser verdaderas o falsas, es decir, que en principio eran cuestionables, y que por tanto requerían un informe racional y una verificación, fuera racional o empírica […]. De repente la conciencia se había vuelto ella misma responsable de lo que pensaba que era verdad. Tenía que pensar.” (Wolfgang Giegerich, Dialectis & Analytical Psychology, 2005).
Estas nuevas facultades de abstracción y diferenciación corresponden, como hemos visto, a una mayor autonomía del yo (ego) frente a los instintos naturales y frente a los valores tradicionales del grupo colectivo. “En los momentos decisivos, el individuo ya no se apoyaba tanto en las respuestas instintivas a los estímulos externos o en la mera imitación formal de una tradición social estable, sino que cada vez estaba más sometido al dominio y al control de sus propios procesos de pensamiento” (Julian Jaynes, El origen de la conciencia en la ruptura de la mente bicameral, 1976). El precio de la capacidad autoreflexiva del ser humano y del aumento de su conciencia frente a la impulsividad instintiva y la fascinación mítica, sin embargo, parece haber sido la pérdida de una considerable armonía social, de su percepción natural de la sacralidad de la vida y de su inherente identidad con el mundo.
La introducción del nuevo carácter lógico-reflexivo en la conciencia humana, por otra parte, sería gradual y, en la mayoría de los casos, privilegio de ciertas élites. Por esta razón, el despertar de la “conciencia razonable” no haría desaparecer del todo el poder colectivo de las narrativas míticas, sino que ésta se adecuaría dentro de una nueva mitología que reflejaba el nuevo ser-en-el-mundo y los sistemas de valores que lo acompañaban, una mitología del ego, en la que el hombre soberano, conquistador, heroico y racional, ocupaba el lugar central, desde el que señoreaba sobre todas las cosas. El trágico y heroico sacrificio de Sócrates en nombre de la verdad sería el ejemplo paradigmático de cómo el naciente Logos quedaría subordinado también, durante miles de años, a los nuevos esquemas autoritarios de un pensamiento mítico sustentado en valores patriarcales.
Junto con el desarrollo de la autoconciencia y el naciente poder del “libre albedrío”, tendría también lugar la emergencia de un concepto que sería central para las culturas patriarcales: la culpa, que implica una transgresión a las leyes divinas del mundo. El sentimiento de culpa, nos dice el psicólogo Wolfgang Giegerich, no tenía existencia en el modo de conciencia prefilosófico de las culturas prehistóricas. “¿Cómo podría, si el hombre estaba allí en una identidad con el mundo? Podía haber errores, actos equivocados, pero no culpa en un sentido moral […] La emergencia de la idea y la experiencia de la culpa refleja simplemente el acto lógico del divorcio de la mente de su unidad simbiótica con la naturaleza” (Wolfgang Giegerich, Ibid).
La idea de culpa se manifestó en la cultura griega en los conceptos de hamartía e hybris, que con tanto énfasis y dramatismo han sido expresados en la tragedia. Mientras que las religiones abrahámicas (judaísmo, cristianismo e islam), hicieron de la culpa el bastión central sobre el que se sostendría toda su cultura. En este punto, podemos ver como la tríada universal de ley-culpa-castigo (el “padre introyectado”) se manifestaría en el inconsciente humano como el “Superyo” descrito por Freud.
Junto con el concepto de culpa, la idea del Bien y el Mal como realidades absolutas e irreconciliables se solidificó en estas culturas. El bien pasaba a estar definido por la adecuación a la “ley del Padre”, mientras que el mal constituía su transgresión. Y la ley del Padre, su ley divina, estaba grabada ahora en palabras sagradas. En el código legal mesopotámico más antiguo que se conoce, atribuido al rey Urokagina de Lagash, la nueva cultura patriarcal dejaba claro cuál sería el lugar de la mujer en el nuevo orden social: “Si una mujer habla contra su hombre, su boca será machacada con un ladrillo al rojo” (Código de Hammurabi, h.2350 a.C.).
En las nuevas mitologías patriarcales, la abstracta e inmutable nueva sacralidad de la palabra escrita reemplazó a la antigua sacralidad del reino natural. “El Antiguo Testamento fue la primera obra en escritura alfabética que habría de influir en las épocas venideras. Dando fe de su gravitas, siguen siendo multitud los que aún lo leen tres mil años después. Las palabras de sus páginas son un punto de referencia de tres poderosas religiones: el judaísmo, el cristianismo y el islam. Todas ellas son paradigmas de patriarcado. Todas las religiones monoteístas muestran una deidad patriarcal anicónica cuya autoridad resplandece a través de la palabra por Él revelada, santificada en su forma escrita.” (Leonard Shlain, El Alfabeto contra la Diosa, 2000).
El Antiguo Testamento convertiría a la mujer (y a su símbolo tradicional más antiguo, la serpiente) en el origen del mal en la tierra. Al mismo tiempo que el alzamiento del Dios Padre desterraría a la Diosa Madre, lo sagrado sería desterrado del mundo material, temporal y fenoménico, para pasar a habitar exclusivamente en un más allá atemporal, espiritual y abstracto. La consolidación de las religiones monoteístas significó el establecimiento de una espiritualidad trascendente y antifenoménica. El cuerpo se volvió, mitológicamente, equivalente a la tierra, y la mente a los cielos, y el rechazo de toda dimensión sagrada en el mundo material y en la vida se efectivizó a través de una negación y rechazo cultural hacia todos los aspectos impulsivos y sexuales del ser humano, los cuales serían demonizados y reprimidos de manera general. En todas estas sociedades, al mismo tiempo, el lugar de la mujer fue socavado y denostado culturalmente de manera sistemática, e incluso brutal, como si su existencia fuera el símbolo exterior de una realidad interna que había que extirpar. “El cuerpo se equiparó con la feminidad y la mente con la masculinidad, y la disociación psicológica interna entre el cuerpo y la mente conllevó la opresión sociológica externa de lo femenino a manos de lo masculino […] la opresión, la represión y/o explotación de la naturaleza, del cuerpo y de la mujer tuvieron lugar por el mismo motivo, ya que la naturaleza, el cuerpo y la mujer eran consideras [inconscientemente] como una sola entidad (una entidad, por cierto, a la que había que eliminar)” (Ken Wilber, Después del Edén, 1981). Desde las leyes patriarcales de Lagash y Grecia, hasta los velos islámicos de La Sharia, desde la misógina moral del sistema de castas brahmánico, hasta las cacerías de brujas de la Inquisición, los derechos de la mujer no sólo serían rechazados por las culturas patriarcales, sino perseguidos durante milenios, a fuego y sangre.
Finalmente, la tendencia diferenciadora del Logos conduciría en Occidente al nacimiento de lo que se ha llamado “La Era de la Razón”: la Ilustración, que se encargó de someter a juicio los dogmas míticos de la espiritualidad trascendente judeo-cristiana. La revolución ilustrada, basada en el creciente dominio y la comprensión del hombre sobre el mundo físico, divinizó a la razón humana por sobre todas sus otras facultades, conduciendo al colapso relativo de la visión del mundo medieval, fundamentalmente mítica, y orientada a un más allá trascendente. Y a pesar de la persistencia de las creencias religiosas en la modernidad, el nuevo paradigma de la ciencia, el materialismo, se convertiría en el nuevo fundamento filosófico del mundo. El materialismo recuperaría el valor del mundo material sobre los mundos celestiales de la religión judeo-cristiana, pero negándole toda profundidad. El nuevo universo humano se convertiría en una maquina sin alma, inteligencia, belleza, significado o propósito más que el que pudiera proyectar o imponer sobre él la voluntad y la inteligencia del hombre tecnológico-conquistador.
¿Pero por qué este desarrollo (y desequilibrio) de la conciencia humana habría de traducirse histórica y universalmente para todas las culturas en el pasaje de una mitología femenina a una mitología masculina? La respuesta, quizás, podamos encontrarla en las particulares diferencias biológicas y psicológicas que caracterizan a uno y otro sexo.
II. Femenino y Masculino
El cuestionamiento que desde fines del siglo XIX el feminismo hizo de los solidificados y opresivos roles de género en la cultura significó la ruptura de las concepciones estereotipadas de lo que una mujer y un hombre es, de lo que pueden o no hacer y de los espacios sociales que pueden o no ocupar. Este revolucionario y necesario cuestionamiento se radicalizó a fines del siglo XX, apoyado en el paradigma del construccionismo social, el cual, si por una parte tornó evidente cómo todos los hábitos y costumbres de las sociedades son “construcciones culturales” de cada época y contexto determinado, llegó a convertirse en un rechazo sistemático a cualquier intento de síntesis transcultural que permita comparar y comprender el porqué de estas transformaciones culturales y atisbar detrás de ellas cualquier desarrollo o evolución histórica general.
Dentro de este marco, el llamado “feminismo radical” puso énfasis en el concepto de construcción social de los roles de género, y su tendencia ha consistido en negar cualquier tipo de diferencia en la psicología y las capacidades predominantes de cada sexo, como si cualquier diferenciación constituyera la base una nueva posible forma de opresión o el ajuste a falsas concepciones prejuiciosas y sexistas de lo femenino y lo masculino. No obstante, hoy en día son claras las evidencias que muestran que existen ciertas diferencias en la psicología de hombres y mujeres, diferencias que se expresan como tendencias innatas o condicionamientos cerebrales y hormonales. Recientemente, las diferencias en la estructura cerebral de hombres y mujeres fueron reconfirmadas por un grupo de neurocientíficos de la Universidad de Pensilvania, en una investigación en la que utilizaron una nueva técnica de resonancia magnética.
El origen de estas diferencias podemos buscarlo en los primeros estadios de la evolución humana: las culturas prehistóricas (y prematriarcales) del paleolítico, el período más extenso de la existencia humana (abarca 99% de ella). Las condiciones de vida de estas culturas humanas primigenias definirían universalmente las características básicas de cada sexo, y los primitivos roles de género no serían asignados en función de sexismos arbitrarios, sino como una estrategia necesaria e inteligente para la supervivencia de la especie. “A pesar de la distancia de nuestra civilización con las cuevas de Lascaux, seguimos estando enormemente influidos por el diseño neurológico original que dio lugar a unos cazadores-recolectores nómadas, que tuvieron gran éxito como especie […]. Debido a sus diferentes funciones, la evolución, al pasar el tiempo, proveyó emocionalmente a hombres y mujeres para que respondieran de forma diferente ante diferentes estímulos. Esto hizo que ambos percibiesen el mundo de forma distinta, tuviesen diferentes estrategias de supervivencia, formas de compromiso y, en última instancia, formas diferentes de conocimiento: la forma del cazador/matador y la forma de la recolectora/cuidadora” (Leonard Shlain, El Alfabeto contra la Diosa, 2000).
El hombre, de contextura y fuerza física mayor, se ocupó de la arriesgada, violenta y heroica actividad de la caza, ocupación en la que tendría que desarrollar capacidades indispensables para su supervivencia. Por esta razón, actitudes basadas en valores heroicos tales como la valentía y la fuerza, pasarían a constituir para estas culturas ancestrales las características definitorias de lo masculino. En función de estas necesidades, el hombre desarrolló un vínculo más fuerte entre la parte delantera y la trasera del cerebro, lo que le otorgo mayores capacidades motoras, percepción focalizada, acción coordinada y facultades de orientación. La testosterona, hormona vinculada tanto a la agresividad como al impulso sexual, se encuentra presente en una cantidad entre 10 y 20 veces mayor en hombres que en mujeres. La caza, entre otras cosas, exige sangre fría, por lo que percepciones emocionales no compatibles con ésta, como la sensibilidad y la empatía, se infravaloraron, lo que también tendría su impacto en la configuración del sistema nervioso. En su lugar, la amígdala, considerada como “el centro del control emocional”, vital para responder a situaciones de peligro, tuvo un mayor desarrollo.
La mujer, por su parte, junto con la recolección de alimentos, se dedicaría al cuidado y la crianza de los hijos, actividades en las que son primordiales la empatía, la sensibilidad, y la relación con el otro. Esto la llevaría a desarrollar un mayor grado de conexión neuronal entre los hemisferios cerebrales (las mujeres tienen entre 10% y 33% más de fibras neuronales en el cuerpo calloso que los hombres), lo que implica una mayor intensidad en las respuestas emocionales y una mayor percepción de éstas, así como una mayor facilidad para realizar diversas tareas al mismo tiempo. Allí también podría encontrarse el origen de la famosa “intuición” emocional femenina. Y si la testosterona es la hormona masculina más predominante, la oxitocina, conocida coloquialmente como “la hormona de las relaciones”, que se incrementa en las mujeres durante el orgasmo, el parto y la lactancia, podría ser considerada en cierto modo como su contracara. El cariño y cuidado del otro, la excitación sexual y el amor romántico, así como la confianza, el respeto y la tolerancia en las relaciones sociales son los atributos más característicos de esta hormona.
Debemos considerar, entonces, los efectos de la evolución biológica en los rasgos psicológicos propios de cada sexo como factores tan relevantes para condicionar el carácter de hombres y mujeres como los culturales. E incluso podemos ver cómo los propios condicionamientos culturales (las concepciones estereotipadas de lo que un hombre y una mujer son y deben ser) están enraizados en estos primitivos condicionamientos biológicos, en una interdependencia que tiende a cristalizarse y a perpetuarse mutuamente, a pesar de que nuestras potencialidades humanas van mucho más allá de ellos. “Las diferentes estructuras y funciones biológicas del cuerpo del hombre y del cuerpo de la mujer predisponen de manera innata hacia aquellas diferencias sexuales que son caricaturizadas por el estereotipo masculino (activo y agresivo pero, por otra parte, poco emotivo) y por el estereotipo femenino (pasivo y no agresivo pero, por otra parte, más emotivo), etcétera” (Ken Wilber, Ibid).
III. Integrar los opuestos
El destino de la mente humana, señala el filósofo y psicólogo Ken Wilber, es desarrollarse más allá de sus meras tendencias y condicionamientos biológicos sexuales y experimentar y explorar la totalidad de sus posibilidades psíquicas, trascendiendo los estereotipos culturales de las diferencias sexuales. “A mi juicio, la reciente investigación demuestra muy claramente que las personalidades más desarrolladas presentan un equilibrio y una integración de los principios “masculinos” y “femeninos” que los hace “mentalmente andróginos”, mientras que los individuos menos desarrollados, por su parte, tienen a exhibir más nítidamente las actitudes estereotípicas propias del sexo […] Así pues, cuanto más crece y evoluciona un ser humano, más posibilidad tiene de trascender las diferencias corporales iniciales y descubrir la equivalencia mental [entre hombres y mujeres] y la identidad equilibrada. En cierto modo, esta es una forma de androginia mental superior (no de una bisexualidad física) […]. Por otra parte, cuanto menos evolucionada (y, por consiguiente, menos inteligente) es una persona, más próxima se halla a los estereotipos masculinos o femeninos” (Ken Wilber, Ibid). Con esta concepción es también compatible el reciente descubrimiento de la neurociencia sobre las facultades de “plasticidad neuronal” del ser humano: nuestro cerebro no es un órgano estático, configurado de una vez y para siempre, sino un proceso dinámico de conexiones neuronales que cambia en la medida en que también lo hacen nuestros hábitos mentales y nuestra conducta.
La idea de una “androginia mental” como estadio superador de la condición humana ya estaba presente en la tradición hermética, la filosofía esotérica de Occidente. Más específicamente, en la alquimia medieval. A la luz de la psicología profunda, la filosofía simbólica de la alquimia fue interpretada por Carl Gustav Jung como la búsqueda de la psique por unificar sus aspectos “femeninos” y “masculinos”, trascendiéndolos en una unidad mayor. El proceso de individuación en la psicología junguiana, análogo a la búsqueda alquímica, consiste en valorar por igual nuestras funciones psíquicas que consideramos opuestas, integrándolas en un todo que es más que la suma de las partes. Descubrimos entonces que los valores y características que hemos categorizado como “femeninos” y “masculinos” en nuestra cultura patriarcal son funciones complementarias que están disponibles para todos los seres humanos, independientemente de su sexo y de su sexualidad. “Nuestra civilización moderna privilegia excesivamente las funciones del cerebro izquierdo en detrimento del derecho. Mi progreso personal consiste en procurar desarrollar en mí la intuición, la poesía, la síntesis, el diálogo con mi inconsciente y todas sus riquezas y dejarme guiar más por la intuición que por la lógica pura, con el fin de que las dos mitades del cerebro establezcan un diálogo. Esto no implica renunciar al intelecto, el análisis, sino desarrollar los aspectos del cerebro derecho para equilibrar ambo.” (André Van Lysebeth, Ibid).
Plantear la necesidad de una unificación, de un trabajo conjunto de estos dos principios, constituía para Jung lo más esencial y necesariamente vital para nosotros como especie. La destacada escritora feminista Virginia Wolf lo expresó de manera poética, recuperando la tradición filosófica del romanticismo: “Y me puse a delinear de cualquier manera un plano del alma, en el que dos poderes presidían, uno masculino y otro femenino […] Esa, tal vez, fue la intención de Coleridge cuando dijo que una gran inteligencia es andrógina. Cuando se opera esa fusión, la mente queda fecundada plenamente y dirige todas sus facultades” (Virginia Woolf, Una habitación propia, 1929).
De esta integración en nuestro propio contexto histórico, y de su posible expresión en la emergencia de una nueva cultura, síntesis dialéctica de nuestra dramática historia humana, nos ocuparemos en la última parte.