«En este pueblo ya ni espantan», por Gerardo Cárdenas
En este pueblo ya ni espantan
Gerardo Cárdenas
Mire, hay quien no me cree. Pero es verdad. Es que este pueblo es muy viejo. Dicen que fue de los primeros pueblos que fundaron los españoles cuando corrieron a los chichimecas. Mi abuelo decía que las primeras casas las construyeron por ahí en 1540; más tarde hicieron el camino real y el camino que va bordeando los cerros hasta llegar a las minas. Pero nunca hicieron camino por el lado del poniente, porque por allá se fueron los indios y por ahí llego el nahual.
¡Ah! Seguro que usted ha oído hablar del nahual, señor. Es un espanto. Pero no crea que es un aparecido o un muertito. En este pueblo los muertitos son muy decentes. Los vivos viven hasta que se mueren y, cuando se mueren, se están bien calladitos porque si algo sabemos hacer en este pueblo es guardar silencio. Es más, vaya al panteón, que es un panteón viejísimo, de los más viejos del país, y verá que no se le aparece nadie aunque pase usted la noche entera ahí. Pero no vaya rumbo al poniente, porque ese era el rumbo del nahual.
Mi abuelo contaba que los indios, antes de irse, voltearon hacia la tierra que dejaban y le echaron una maldición. Y como marchaban cabizbajos no vieron llegar al nahual que pasó muy calladito al lado de ellos y entró en el pueblo cuando ya pardeaba la tarde, a esa hora en que no se sabe si lo que uno ve es hombre, animal o mamarracho. Eso decía mi abuelo y a él se lo contó su abuela.
Y el nahual no es que nada más espantara a la gente. Es que les chupaba el alma. El nahual buscaba a los desafortunados que caminaban solos por la noche y los iba siguiendo sin hacer ruido, hasta que de pronto sentían como un aliento a sus espaldas. De nada les servía entonces correr, rezar o pedir clemencia. Según esto, el nahual los mataba con la pura mirada. Y para cuando los encontraban, tenían el fondo de los ojos negro negro, como un pozo, porque por los ojos era que el nahual les chupaba el alma, sacándoselas despacito. Eso cuentan.
Nadie sabe bien qué aspecto tenía el nahual, me imagino que eso se debe a que nadie que se lo haya encontrado de frente ha vivido para contarlo. Pero quienes dicen haberlo visto a distancia aseguran que era como un perro flaco y desollado que andaba en dos patas, aunque hay quien afirma que era como el demonio mismo. Mi abuelo decía que le dijo su abuela, que el abuelo de ella era campanero de la parroquia de San Miguel y que un día del santo, para no llegar tarde a llamar a la misa de seis, de plano se quedó a dormir en el campanario. Cuando la noche estaba más cerrada, más negra, un viento malo lo despertó y así medio alcanzó a asomarse y vio que en la plaza había una mujer tumbada en el suelo, despatarrada. Según esto que era una que le decían la Culebrina, y que era, usted ya me entiende, medio piruja. El abuelo de mi tatarabuela supo que se trataba de ella por la hora de la noche y porque siempre le andaban diciendo que, tarde o temprano, el nahual la iba a matar por sus costumbres disolutas. El abuelo de mi tatarabuela alcanzó a ver a un hombre alto y flaco, con un sombrero que le cubría toda la cabeza, que se alejaba del cuerpo de la mujer con rumbo al poniente. Entonces cayó en cuenta que podía ser el nahual. Le entró mucho miedo y se hizo lo más chiquito que pudo; comenzó a temblar y a rezar porque el hombre aquel se detuvo en su camino, volteando para un lado y para otro, como si sintiera que lo estaban mirando. Juraba el abuelo de mi tatarabuela, según él se lo contó a ella, y ella a mi abuelo y mi abuelo a mí, que sintió como el nahual se acercaba a la iglesia, hasta podía oír los pasos, lentos y arrastrados pero constantes. Hasta que cantó un gallo, y con el canto del gallo el nahual se fue porque no le gustaba la luz del sol. Dicen que se escondía entre los matorrales, a la salida del pueblo, pero nadie encontró jamás su escondrijo.
Pues eso cuentan.
O vaya usted a saber. La gente es muy habladora. Yo, por las dudas, nunca salgo de noche, y las puertas de este hotel —que fue de mi padre y, antes de él, de mi abuelo y así por varias generaciones— cierran temprano y el que se quedó fuera pues se quedó fuera.
Por tiempos de la revolución llegó aquí un coronel de los Dorados de Villa. Él y sus hombres ocuparon todos los cuartos. Varios traían sus soldaderas, pero el coronel y algunos de sus hombres andaban de casa en casa, robándose muchachas; hasta que una noche el coronel no regresaba, dicen que porque se enamoró de una muchacha que era hija del herrero, y que en vez de robársela fue a pedirla a su papá y estuvieron hasta las tantas negociando y tomando, hasta que el coronel estuvo contento. El herrero le dijo: «Quédese, mi coronel, tenemos un buen cuarto para las visitas, no es bueno andar de noche en este pueblo», pero el coronel le contestó que él era Dorado de Villa y que la muerte nomás le pelaba los dientes. Mi abuelo ya había cerrado el hotel con tranca y dormía, cuando lo despertó el vozarrón del coronel y las patadas en la puerta. Dice mi abuelo que el coronel hasta echó unos cuantos tiros al aire pero ni por esas le quiso abrir, y los soldados o estaban borrachos o dormidos o empiernados. Nadie abrió. Y por la mañana ahí estaba ya nomás el muertito, boca arriba, con los brazos en cruz, la pistola en la mano derecha y las pupilas negras, negrísimas.
Así ha vivido este pueblo, señor, hasta que hace poco, serán tres o cuatro años, llegaron los Caballeros Negros. Ah, ¿no sabe quiénes son? Dizque son narcos que eran parte de los Zetas o de los Caballeros Templarios, hasta que se pelearon con uno de los jefes y se juntaron como veinte o treinta y se vinieron para estas partes. Se adueñaron de este pueblo y de los pueblos de alrededor.
Unos sí andan en caballos negros, unos cuacos bien bonitos; y otros nomás en sus trocas negras, de cristales negros, tan negros como dicen que se le quedan a uno los ojos después de que le cae encima el nahual. Se vinieron para estos rumbos porque allá en los cerros crecen bien bonitas las amapolas, y como estamos muy retirados de otros pueblos, muy dejados de la mano de Dios, no hay quien los moleste.
De los Caballeros Negros el mero mero es uno que le llaman Chanfaina. Gente malvada, oiga usted. Debe varias vidas. Acá en el pueblo ya se echó a cuatro, nomás porque sí. Pues, ¿cree usted que no faltó un imprudente que le fue a decir que era tan malo como el nahual? A lo mejor lo hizo con segundas intenciones o a lo mejor nomás por hocicón. Vaya usted a saber. El caso es que el Chanfaina mandó a su gente a preguntar y con el tiempo supo qué era el nahual. Uno iba a creer que, no siendo de aquí, el Chanfaina iba a pensar que todo eran conjuras de viejas chismosas. Pero se lo creyó, o eso me cuentan porque sabrá usted que los hombres del Chanfaina vienen seguido al hotel y aquí se reúnen y hacen sus transas con gente que viene de la capital, y hasta con alguno que otro gringo.
El caso es que al Chanfaina, al parecer, se le metió entre ceja y ceja lo del nahual y en las borracheras nomás decía que quería que se le apareciera para ver de qué cuero salían más correas. El Chanfaina no era hombre de habladas. Al poco tiempo, hizo traer a una mujer que según esto era bruja; y la bruja hizo unos conjuros y le señaló una fecha, que era de luna nueva, y una hora y un lugar. Esa noche yo lo vi al Chanfaina. Vino al hotel a ver a un militar que venía de otro estado y cuando terminaron de entenderse entre ellos, salió con dos de sus matones, uno que le decían el Willy y un tal Matalote. Iban armados hasta los dientes, con sus cuernos de chivo y sus escuadras. Se montaron en sus cuacos y enfilaron rumbo al poniente.
Por esta le juro, señor, que esa noche nadie durmió bien en este pueblo. No crea que hubo balacera. Al contrario. Hubo un silencio espeso que se apoderó del pueblo, un silencio caliente como vaho de fiebre que nos fue apachurrando, que despertaba a los dormidos y que agravaba a los enfermos. Apenas con el canto del gallo se empezó a quitar esa como neblina que se había apoderado del pueblo, pero ni sus luces del Chanfaina ni de sus hombres. Poquito a poquito la gente empezó a salir de sus casas, y a preguntarse y a aconsejarse, y todos andábamos bien nerviosos, nomás pegando respingos cada vez que alguien nos hablaba o hasta cuando un pájaro volaba cerca de nosotros.
Pasado el mediodía los vimos. No al Chanfaina. Primero al Willy. Llegó a pie, blanco como una sábana, hasta le temblaba un ojo. Se subió a su troca, salió quemando llanta y nunca volvió. Al ratito apareció el Matalote, muy serio. Callado. Anduvo deambulando por varios lados y como a las tres de la tarde se paró a mitad de la plaza, se metió el cañón de la escuadra en la boca y se voló la mollera. Tal cual.
Al Chanfaina no lo vemos desde entonces. Sabemos que está vivo, pero no se le ve por las calles. Dicen que lleva el negocio de la amapola desde su casa y que sólo sale de noche a pasear por los cerros. Que se ha vuelto muy callado, que sus hombres han agarrado la costumbre de entrar bien mansitos, bien acomedidos a verlo, sin atreverse a levantar los ojos porque ya va más de uno que se queda helado si lo mira de frente. Helado, como le digo. No muerto, helado. No vuelven a hablar, no vuelven a comer, y se van muriendo de hambre y de miedo.
¿Y el nahual? Pues no sé, señor. Dicen que ya ni espanta.
O eso cuentan.
Sobre el autor
Gerardo Cárdenas (Ciudad de México, 1962) es escritor y periodista cultural. Además de México, vivió en España y Bélgica antes de radicarse en Chicago, donde dirige la revista cultural contratiempo. Sus artículos, cuentos y poemas han sido publicados en antologías y medios impresos y electrónicos de México, Estados Unidos, España, Venezuela, Chile y la República Dominicana. Su primer libro de relatos A veces llovía en Chicago (Libros Magenta/Ediciones Vocesueltas, 2011) ganó el Premio Interamericano de Cuento Carlos Montemayor. Su segundo libro de cuentos, Correr es de cobardes, se publicará en 2014. Tiene inédito un poemario y trabaja una novela. Es autor del blog semanal En la Ciudad de los Vientos.
Este relato fue publicado en Libro de los monstruos: antología de relatos fantásticos, Escuela de Fantasía, 2012.