Brujas del nuevo milenio
Brujas del siglo XXI como metáfora subversiva inherente al discurso feminista, recuperado hoy por artistas, filósofas y guionistas de cine, cómic y televisión.
Daniel Luna Sol
Por Elisa G. McCausland
Temblad, malditas, porque las brujas están de moda. Lo que quiere decir que las firmas de alta costura ya han pensado en explotar el estereotipo en su colección otoño-invierno 2015; que las revistas que marcan tendencia pondrán todo su ingenio a trabajar en aunar compras y aquelarres; que la maquinaria de ficción exprimirá el potencial de hacer dinero con personajes como Maléfica, en las carnes de Angelina Jolie, e insistirá en el atractivo de las tipologías –¿Qué bruja te pides ser?– con series de televisión como American Horror Story. Aseguran de la futura Salem, nuevo experimento seriado, donde se narran los famosos juicios ocurridos en dicha localidad (y alrededores) en el siglo XVII, que traerá una imagen “atrevida y rompedora” de las brujas. El mito, y su potencial como metáfora, explotados por el mercado.
En Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria (Traficantes, 2010), Silvia Federici amplía los límites semánticos al recordar que la hechicera no era sólo la partera, la mujer que evitaba la maternidad o la mendiga; también era la libertina, la promiscua antisistema, la adúltera y la prostituta; “todas aquellas mujeres que practicaban su sexualidad fuera de los vínculos del matrimonio y la procreación”. La culpa era inherente a la mala reputación. Esta herramienta de control, de sumisión, buscaba (y busca) coartar a la mujer que habla en el ágora; “a la rebelde que contestaba, discutía, insultaba y no lloraba bajo tortura”. Ya sea en la plaza, tribuna o estrado, lo que la institución patriarcal ha intentado a lo largo de la Historia, y especialmente a través de la Caza de Brujas, entre los siglos XVI y XVII, ha sido degradar, demonizar y destruir el poder social de un colectivo organizado; negarle la voz, y la palabra. No hay que olvidar que fue, precisamente, en ese espacio público y político –las hogueras y las salas de tortura– donde se cimentaron los principios burgueses de feminidad y domesticidad que tan útiles le siguen siendo, hoy por hoy, al sistema.
De las insistentes y aleccionadoras muertes en la hoguera, se le permite a la prostituta sobrevivir a cambio de la muerte de la bruja. ¿Por qué? Hablamos del arquetipo, de la metáfora hecha carne, carne de mujer. El necesario control sobre la “lujuria insaciable”, según los demonólogos que firmaron el Malleus Maleficarum, y la institucionalización de la “debilidad moral y mental” como origen de la perversión femenina, tal y como aseguraron Martín Lutero y los humanistas de la época. Las mujeres y su relación con el Diablo como argumento vertebrador. Federici insiste: “La caza de brujas transformó la relación de poder entre el Diablo y la bruja. Ahora la mujer era la sirvienta, la esclava, el súcubo en cuerpo y alma, mientras el Diablo era al mismo tiempo su dueño y amo, proxeneta y marido”.
Empuñar la palabra
La ensayista y crítica literaria Francesca Serra ya lo advertía en Las buenas chicas no leen novelas (Península, 2013): tanto el instinto como la mercancía son asignadas a género, codificadas “mujer”, por una razón, la obediencia. Existen dos funciones encomendadas a las brujas domesticadas, ahora sumisas consumidoras: hacer dinero y potenciar la figura del intelectual varón. No por casualidad, Serra recuerda que las mujeres han llegado tarde al sistema capitalista y juegan con las reglas de los otros Serra recuerda que las mujeres han llegado tarde al sistema capitalista y juegan con las reglas de los otros, resguardándose en la voz pasiva. De la conciencia de esta servidumbre, surgen resurrecciones y reapropiamientos, como el de la Conspiración Terrorista Internacional de las Mujeres del Infierno (W.I.T.C.H.), que entre los años 1968 y 1970 recupera y resignifica el arquetipo de la bruja: “W.I.T.C.H. significa romper el concepto de mujer como criatura biológica y sexualmente definida. Implica la destrucción del fetichismo de la pasividad, el consumismo y la mercancía”.
Lo performativo como arma. La palabra como puñal. Las siglas W.I.T.C.H. escondían a una guerrilla feminista formada por brujas que ejercitaban el arte como revolución y la acción directa como despertador de conciencias. Precursoras de las Guerrilla Girls (1985-2013) en lo que al uso de la performance se refiere, elaboraron “hechizos” en los que se alentaba a la transformación: “Una chica se convierte en mujer cuando define su propia vida y deja de ser controlada por su familia, su novio o su jefe. Cuando aprende a levantarse y luchar por sí misma y por otras mujeres, porque ha aprendido que sus problemas no son únicamente suyos”.
Villanas, brujas, mujeres
Tanto en el cine fantástico y de terror, como en el cómic del mismo género, las brujas han devenido superheroínas. Poderes que, con un superlativo delante, minimizan la herencia mitológica y acercan al gran público una idea más divina que revolucionaria. Si buscáramos coherencia subversiva en esta expresión del mito, serían las villanas las verdaderas antisistema. Acabar con la realidad consensuada, de raíz, equivale a hacer magia y hackear el código. Lo han intentado autores de cómic sensibles a la magia; porque, como recuerda Alan Moore en su cómic Promethea, toda buena maga estaría de acuerdo con la idea del Apocalipsis.
En esta línea, la de la propuesta apocalíptica en manos de villana o heroína, reside la esencia de un cómic de terror, recientemente editado en España, que profundiza en el mito de la bruja a través de la historia oculta de un pueblo llamado Manson y su herencia envenenada. Rachel Rising (Norma, 2013), firmado por el estadounidense Terry Moore –autor conocido por su interés en las representaciones de género en series como Strangers in Paradise o Echo– se alimenta del folclore popular para construir una “boca del infierno” que esconde una historia de crímenes relacionados con la Caza de Brujas.
Habla Terry Moore en esta obra de la pérdida total de la inocencia por el simple hecho de la asignación “niña”. No porque el demonio habite sus carnes o por algún desliz de una antepasada mitológica, sea esta Eva o Pandora. El “pecado original” está ligado a la obediencia, a la educación, a la norma. Arrasarlo todo para acabar con un sistema opresor pasa por hacer justicia, por asolar el “paraíso pintoresco” donde prosperan los descendientes de quienes intentaron liquidar a Lilith. Pero la primera mujer siempre ha estado sola, y Moore gusta de las hermandades entre géneros en sus historias; de ahí que la heroicidad de esta Rachel que renace esté, precisamente, en las redes creadas, en el espesor de las relaciones y en el compromiso con lo decidido. Aunque en este primer volumen publicado se instale la duda.
“Lo peor de todo es que éramos sólo cuatro, pero como no podían estar seguros, mataron a toda mujer sin hijos por encima de los quince años. Cien mujeres… asesinadas para que el pueblo se deshiciera de cuatro brujas que los habían protegido del hambre y de la enfermedad. Yo pensé: seguramente Dios los matará a todos, pero llegó la mañana y Manson seguía en pie… cubierto de ceniza blanca de los abedules quemados”. Lilith le explica a Rachel que la única salida es el exterminio de los que sobrevivieron. Ella no tendrá piedad, especialmente de aquellos que se han atrevido a olvidar.
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