Guía de campo del ratón de biblioteca.

Por Javier Estel Madrid

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A mis queridos bibliotecarios

 

Mientras me recuesto en esta hamaca del ikea, esperando no dormirme en ella como le sucede a muchos de los que aquí acaban al salir de las clases, recuerdo aquello que nos decía —y seguramente seguirá diciendo— cierto profesor: «¿Tutorías? Pueden venir cuando quieran. Si no estoy en el despacho me encontrarán en la biblioteca. Me paso más tiempo aquí que los fluorescentes». El ratón de biblioteca; ése ser en peligro de extinción con el que me siento tan identificado, esa plaga mortífera que tanto daño hace al mundo.

Quien se pase la vida en ellas entenderá por qué se trata de un segundo hogar, más ahora que algunas parecen miniciudades, asientos cómodos, diferentes zonas de estudio o lectura, zonas de descanso y de recreo con bebida y comida, baños. Como buen ratón de biblioteca me gusta escaparme aquí cada vez que puedo, para poder tomar distancia con las cosas cotidianas, parar el tiempo, encontrar la autonomía y libertad, a falta de un monasterio más cercano. A veces me viene la ensoñación de echar una instancia en el Ministerio de Cultura —el día que lo dirija un hombre culto— para que me nombren inspector, ¡por mis bigotes!, a fin de construir una particular Guía Peñín de las bibliotecas de España. Que tiemblen, porque pienso ser el chicote, quiero decir… el azote, de las salas librescas. Ya me veo en una de estas cadenas estrafalarias con mi propio programa —aunque con lo cazurros que son, o más bien porque lo venden para cazurros, seguro lo llaman Ratatouille, porque eso de Mira quién lee o El libro, suena, como decía Cruz y Raya, a programa de la dos emitido los domingos a las tres de la mañana

En primer lugar, crearé la figura del guía bibliotéquico: es una penita cada vez que entramos a una biblioteca nueva y nos sentimos como guiris sin saber ni por dónde se entra ni por dónde se sale, aunque llevemos el gesto muy serio, muy de lo tengo todo controlado. En segundo lugar, estableceré un premio para los ratones más curiosos, aquellos que más libros saquen a lo largo del año: dicho premio consistirá en un pase vip para los domingos y fiestas de guardar. Esto tiene que ver con esa sensación de tonto que se le queda a uno cuando, al llevarse tres o cuatro libros a la mesa en las bibliotecas municipales, los chavalines de la gorra y del botellón te miran como a un extraterrestre. Es una cosa insólita utilizar más de un libro a la vez. Es una cosa de murmullo, desde luego. Claro que… a veces pienso que me han confundido con alguno de esos seres curiosos de cierta edad —no falta uno por biblioteca— que traen consigo planes ocultos e inextricables: ves que cuelan por las esquinas, que cada día cogen un libro diferente, como si lo echasen a suertes antes de salir de casa, aunque sea para acabar mirando el culo a las mozalbetas, carraspear como si les fuera la vida en ello molestando al personal o partirse a carcajadas con un libro de Geografía —¡Un respeto a Estrabón!

 

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En tercer lugar, llevaré a cabo una colecta popular para comprar ejemplares para las bibliotecas sin libros —que en los tiempos posmodernos es lo último en bibliotecas. En el subapartado de este apartado, con lo que nos sobre de los libros, llenaré estas cámaras subterráneas de personas, también, ¿por qué no?: como soy un ser bienpensante muchas veces he llegado a la conclusión de que en estos lugares de sapiencia sucede la misma cosa estúpida que con los pubs: que si al entrar la gente no ve mucho movimiento de gente, se busca otro lugar por aquello de que aquí la cosa está muerta. Así pues, siguiendo la estrategia de ciertas selecciones de fútbol de países innombrables que contratan a seguidores para animar a pie de campo —como cuando ves en algunos mundiales a cientos de chinos celebrar los goles de Camerún y el asunto no te queda claro—, contrataría a decenas de ninis para este esforzao trabajo de ocupar un espacio como haciendo algo: las bibliotecas se llenarían, bajaría el paro, los alcaldes podrían justificar su inapreciable labor en el terreno educativo, la gente se pegaría, como en las rebajas, por sacar el último tratado de Belén Esteban, ¡Aquello sería una Arcadia de Libro!

En quinto o sexto lugar —no recuerdo ya bien por dónde vamos con tanta letra— llamaré a filas a los reservistas: los bibliotecarios ya no son como los de antes —¡Dices tú de mili!— esos que, como describiera Umberto Eco en Cómo hacer una tesis, se entusiasmaban con la llegada de potenciales ratoncitos, y casi babeando les enseñaban cada una de las maravillas de aquellos recintos que, aunque no tuvieran más que una sala, descritos de ese modo, con esa efusividad de bibliotecario de Alejandría, semejaba la mismísima biblioteca del Vaticano o de El nombre de la rosa, vendiéndote cómo no lo puede hacer ningún experto en márketing actual, la amplia gama de productos de todo tipo que podían ser hojeados —e incluso ojeados— gratuitamente —¡Sí, gratuitamente! Que no se enteren los de la SGAE de que la gente puede leer libros y ver películas gratis.

Lo que no pienso prohibir son los ligoteos. Antes bien propiciarlos, porque sin ellos toda biblioteca está falta de sustancia. Al entrar se regalaría a todo nuevo ratoncito un Ars Amandi —también para recordarles que Roma existe, que ¡Ovidio vive, la lucha sigue! Entiendo que el arte de flirtear tiene sus complicaciones añadidas en este tipo de sí-lugares: pasar notitas queda muy infantil, recomendar algún libro puede suponer cierto rechazo escandolos —uy… que tío más raro…, fus, fus—, y claro, la pregunta típica de si ¿Estudias o trabajas? en un sitio como éste puede dar cuenta de que estudias, pero que no tienes muchas luces y que por usar el comodín del 50 % has perdido el de la llamada.

Lo que no permitiré nunca es que los padres lleven a sus hijos a estos espacios laberínticos. Ese acto deplorable que se repite diariamente en todas las bibliotecas de España, padres haciendo colas larguísimas que dan la vuelta a la manzana para entrar de tres en tres, padres que meten los codos para conseguir un sitio en la sección de cómics o libros de aventuras, progenitores que van por ahí introduciendo en la droga de la lectura a los muchachos para hacerlos unos yonkis de la literatura, niños que, como en el cuento de Pinocho, se convierten aquí en ratoncillos, por andar con excesos de este tipo… No, no, no. Sucesos de tal degradación moral, tan habituales en nuestro tiempo, deben ser erradicados cuanto antes si queremos que este país no se nos vaya de las garras.

 

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