«La otra estación», por Ángeles Lorenzo Vime
La otra estación
Ángeles Lorenzo Vime
Hoy he vuelto a bajar la escalera en penumbra. Solo estamos nosotros en el bloque, y el viejo no regresará hasta que no anochezca por completo. Me he acercado a la puerta y he hecho girar la llave muy despacio, para avanzar a oscuras por el pasillo hasta el cuarto de Mario. He dejado la puerta entreabierta, igual que siempre, para salir deprisa poco después; para alejarme antes de que el tren, al volver a pasar, lance un pitido agudo y anuncie una vez más que parará en la otra estación, en cuanto pase el puente que cruza el río. Como un gesto de burla que traza una espiral interminable.
Noche tras noche oigo los alaridos roncos de mi hermano, esos aullidos que son como de bestia abandonada. Luego regresa el viejo y da un portazo. Todo queda en silencio. Entonces vuelvo arriba y espero a que amanezca, deseando escuchar algún golpe, el sonido de un vidrio quebrado, pasos, carreras, gritos. Cualquier excusa para bajar de nuevo y enfrentarme con él, y luego huir definitivamente.
Al entrar en el cuarto, a contraluz, le he visto como cada día frente al ventanal, al fondo. Un bulto gris que repta y se retuerce, que arrastra las rodillas llenas de heridas por el suelo cubierto de sal. Ha callado al notar mi presencia. Se ha quedado completamente inmóvil, igual que las arañas cuando una sombra amenazante se instala en la pared y ya no queda tiempo para ocultar el cuerpo en ninguna grieta.
Al verle ahí, indefenso, he deseado borrar a golpes su rostro abominable; he querido cumplir, por mí misma, el designio que espero para él cada noche. Y que todo termine de una vez. Ser dueña de mi rabia, al fin.
Y es que cierro los ojos y sucede otra vez. Da vueltas como una ruleta loca, se repite de nuevo, a toda prisa, dentro de mi cabeza. Y hace ya tanto tiempo que es peor que si hubiera sido ayer. He deseado borrarlo y no he sabido cómo, igual que entonces. He temblado un instante, parada en el umbral, y luego he resbalado como en un tobogán hacia la salida.
Esta noche ha gritado más que nunca. Será el frío. El último golpe de viento rompió los pocos cristales que quedaban en las ventanas del edificio.
También los pájaros parecen revolverse en el palomar. Detesto ese zureo, el aleteo continuo, las sombras de sus alas que pasan, ciegas, frente a las ventanas, girando en círculos toda la noche.
Desde aquí miro afuera, observo el descampado: ese inmenso solar solo alterado por túmulos de latas y cartones, las vías ahí clavadas desde siempre, esos caminos de hierro oscuros que se cruzan con otros y más allá con otros, y que van a perderse en la bruma. La hierba seca se extiende hasta el límite de la sima. El viento forma en ella olas gigantes. Algunos árboles sin hojas miran al cielo, como si no entendieran. Hace ya muchos años, este extenso terreno lo cubría un poblado de casas pequeñas en cuyo centro se encontraba esta vieja estación donde nunca han parado los trenes. Pero un día vinieron las grúas y tiraron las casas; dejaron solo este edificio absurdo y a nosotros en él. Dijeron que iban a construir una ciudad enorme, nueva, pero nunca volvieron. Y hoy todo es un gran cementerio de tierra seca y tiempo que no puede avanzar: que se ha estancado, como si no tuviera fuerzas, en uno de sus pliegues.
Sé que cualquier pequeño atisbo de mi vida terminará por desaparecer, igual que le pasó a mi madre; que es inevitable y que sucederá muy pronto si continúo aquí, mirando ir y venir al viejo día tras día, oyendo a Mario lamentarse mientras todo el pasado se repite una vez y otra vez, mientras vuelve a pasar, más aún, cuando cierro los ojos.
Hoy ha llegado una familia en una furgoneta. Gritan como diablos.
Les he esperado en silencio el día entero. Me he apretado tras la puerta, pero nadie ha subido. Ni siquiera cuando, en la madrugada, han empezado de nuevo los gritos de Mario. Es imposible que no los hayan oído.
Se han instalado con un montón de trastos. Se ve que tienen pensado quedarse. Aunque igual les da miedo y se van. Y es seguro que tendrán un problema con las prostitutas, en cuando llegue alguna, cualquier día, y se encuentre ocupado el colchón.
He visto a un pequeño frente a la puerta. Con la cara muy sucia, desnudo, junto a un pastor alemán escuálido. Y los dos me han mirado de la misma manera: como si al fondo de sus ojos acabara de ir a perderse la única luz. Se han quedado parados, y después de mirarme han seguido a lo suyo: dando vueltas alrededor de un montón de ladrillos partidos, en un extraño baile alrededor de una hoguera imaginaria, uno detrás del otro. No había rastro de los demás. El viento era un silbido agudo, largo, violento; parecía querer arrancar con sus manos enormes las hierbas altas.
He subido después a ver a Mario, pero he sentido su respiración entrecortada tras la puerta del cuarto. Y al final no me he decidido a entrar.
El viejo hoy ha llegado aún más tarde. La luna estaba en la mitad del cielo, igual que una cuchilla.
Le he oído discutir con alguno de los de abajo. Se ve que ha tropezado con los bultos, cuando entraba. Luego, de madrugada, he bajado en silencio a mirarles: son diez o doce sacos sin forma, tirados en desorden por la planta de abajo, algunos muy pequeños y otros grandes, rompiendo con sus respiraciones el silencio espléndido de la noche. He ido de un lado a otro, cuidando mucho de no hacer ruido. Me he parado un buen rato junto a la mujer: tenía la boca abierta y algún sueño intranquilo, porque se movía mucho bajo la manta. El pelo negro y largo, disperso por el suelo, se perdía en el piso, entre las grietas. Pobre hembra cargada de hijos.
Hoy he bajado hasta el portal, cuando el silencio era completo y no se veía venir a nadie, por la ventana. El niño, entre la puerta, jugaba con el perro. Le daba palmadas pequeñas en el lomo, y el perro le lamía la cara. Me he parado a observarles desde lo alto de la escalera, mientras no me veían. Se parecen un poco: flacos y desgarbados, entre las vías, perdidos contra el fondo amarillento, contra la hierba seca que siempre está queriendo invadir la casa, en cuanto alguien se descuida y abre la puerta. El viento trae consigo un polvo seco, oscuro, opaco, que a veces entra a ráfagas.
El niño acabará mordiendo a alguien, si sigue de este modo. Con Mario ha sido así: de tanto vivir en el suelo, es casi una culebra. Todo ha ido a peor, desde aquel día, en el parque, cuando los guardias le estuvieron siguiendo con las motos pero él corría más cada vez y acabaron pensando que había hecho algo. Aunque es seguro que todo empezó como un juego: nos vamos a reír un rato del sordomudo. Llegó a subir al cerro, en su carrera loca, tratando de escapar. Y ellos tras él. Si Mario se hubiera metido bajo los escombros todavía le andarían buscando. Pero no: se le ocurrió ir a la gasolinera y esconderse en el baño.
Cuando volvió, molido a golpes por todas partes, al viejo le dio por gritar: que si ese chico era su vergüenza, que no le volvería a dejar salir. Así que Mario fue a parar al cuarto oscuro y madre no tuvo más remedio que ir a lamerle las heridas dentro.
Mario ya nunca volvió a salir del cuarto, hasta que nos vinimos aquí a vivir. Fue la única vez, meses más tarde, en que estiró su cuerpo y respiró muy hondo mirando fijamente al cielo. Yo le tomé del brazo y le traje hasta aquí: vamos de viaje, Mario, a un país más bonito, y era mentira. Yo le ayudé a subir estas escaleras, y le dejé con el viejo abajo, y me subí aquí arriba para no verles, para no ver al viejo, para no saber nada de lo que sé.
El viejo me ha olvidado, o finge que es así. Lo peor es que Mario aún me recuerda. Ojalá yo tuviera el valor suficiente para ahogarles los rostros, a los dos, para acabarles bajo las almohadas en cualquier noche oscura. O para envenenarles con matarratas, así, sin más.
Algún día lo haré. Así le perderé de vista, por fin, a él. Todas las tardes escucharé sus pasos lentos, cada vez más lentos, bajar para marcharse. Por la ventana le veré cruzar el descampado arrastrando los pies por la tierra, y entonces bajaré a ocuparme de que cada noche, cuando regrese, tenga preparada su dosis. Entraré a ver a Mario, y le diré, de alguna manera, que ya queda muy poco. Y volveré a subir, sin prisas. Él se irá cada vez más despacio, cruzará el descampado, hasta que un día le será imposible: no tendrá fuerzas ya, y entonces irá a rastras hasta el borde del abismo, asomará hacia abajo el rostro y verá el río, hundido al fondo, trazando con su escasa rutina de agua una mueca de espanto, susurrando por última vez. Entonces cerrará los ojos, y allí se quedará, petrificado. Ni el favor de tirarse nos hará. No borrará sus huellas. Yo tampoco lo haré. Ni nadie. Será un enorme saltamontes que se irá resecando entre las hierbas altas, justo en el límite, a punto de cruzar esa línea que nos aparta para siempre de todos los demás. El polvo de las tardes le irá cubriendo el cuerpo hasta cumplir su propósito, testarudo, hasta hacer que regrese a la tierra, de la que nunca debió nacer.
Cierro los ojos y sucede otra vez. Aunque no duerma, basta con que cierre los ojos. Una vez más, lo recuerdo muy bien, se ha hecho de noche y Mario ha vuelto, sucio y roto como un juguete viejo, con lo joven que es; zarandeado por los guardias, esos cabrones, con una pena grande clavada muy al fondo de los ojos.
Le ha bajado a empujones, el viejo, gritando que ese hijo es su vergüenza: le ha empujado hacia el fondo del trastero y ha salido de allí sin piedad, dando un portazo. Oigo a Mario rebullir igual que un loco abajo; le siento darse golpes de pared a pared igual que una polilla ciega vanamente empeñada en traspasar el vidrio. El portazo me duele en las sienes. Mi vergüenza no es Mario, mi vergüenza es mi madre: mujer que tiembla y calla al otro lado de la pared. Mujer que calla mientras su hijo es zarandeado. ¿Y yo? Yo no soy la vergüenza de nadie, no voy a serlo. Voy a salir de aquí. Mañana, sin decírselo a nadie, rescataré a mi hermano y nos iremos juntos, tomaremos el tren en la otra estación.
No he podido olvidarlo, y por eso se sigue repitiendo continuamente. Mario está abajo, encerrado en el cuarto, y yo he dejado de oír a mi madre, sus pasos pequeños de un lado a otro. El viejo ha entrado otra vez por la puerta de casa. Un viento frío está soplando afuera, así que aguanto sin respiración hasta que él entra al dormitorio, donde ella se ha quedado conforme con llorar, arrinconada, silenciosa, aprisionada —mucho más que Mario— en una humillación que ni siquiera existirá si no la nombro yo, aquí, al otro lado de la pared, mientras espero a que el suelo se abra, a que se rompa todo para poder partir al fondo de un tren oscuro. Entra y cierra la puerta y hay un silencio largo. Después oigo los muelles de la cama y enseguida jadeos, embestidas de hombre, quejas ridículas de mujer contra la náusea inmensa del mundo, y además ella cree que con eso no se puede hacer nada, que siempre ha habido dominadores y dominados, el universo sufre en cada movimiento leve, no se puede hacer nada, el techo pesa sobre mi cabeza, siento el sudor de ellos en mi cuerpo y el viento aprieta contra la ventana y yo aprieto las manos para no correr para no irrumpir en el cuarto de ellos y no gritar y no abrir con un hacha ese cuerpo doliente esa masa deforme y sin alma que ahora es los dos juntos, para no ver la brecha que sin saberlo abrió el mismo Mario hace ya tiempo cuando nació sin querer nacer y sin que nadie se lo pidiera en el centro exacto de un torbellino que ha partido de un golpe el movimiento, el giro interminable del universo este baile de locos. Para barrerlo todo y así empujarme a tomar un tren en cuanto pare el viento, si es que para algún día.
Me tapo los oídos, cierro los ojos y todo vuelve a empezar otra vez aunque no venga el sueño; sucede siempre, una vez y otra vez cuando cierro los ojos.
Todo terminó entonces, al día siguiente: cuando el olvido se empezó a extender por el interior del cuerpo de mi madre como un insecto enorme que se la fuera tragando.
Aquella tarde fue pisando los charcos todo el camino, sin esquivarlos, como si se hubiese quedado ciega. Volví con ella a casa y no hubo modo de convencerla de que se cambiara la ropa húmeda. Estuvo en el sillón, rígida, mirando por la ventana y sin decir palabra, el resto del día. Aquella noche la escuché repetir la retahíla sobre la maleta que le habían robado una vez y otra vez, sin parar hasta la mañana. Los meses que siguieron fue a peor: no encontraba las cosas, salía y se olvidaba de volver. Hasta que vino su caída, su muerte brusca contra el suelo, dentro del hueco del ascensor. Siempre he pensado que lo hizo en un instante de lucidez.
Ha llegado a vivir una pareja joven. Se han instalado arriba, al otro lado del palomar. Ella ensaya al piano día y noche, y él da tiros al aire por la ventana. Ayer le acertó a un bicho de esos. Bajó corriendo, sacó una navaja y se puso a despellejarlo sin más.
Aún es de noche cuando, de pronto, una humareda densa cubre el cielo de malva. Las llamas rojas, animadas por el viento, se acercan a toda velocidad.
Doy vueltas por el cuarto. Entran murciélagos, atraviesan rápido la habitación y vuelven a salir por el lado contrario. Casi amanece. El cielo es una inmensa marisma gris. Y me invade una extraña sensación de destino cumplido, la misma paz que si lo hubiera elegido yo. Doy vueltas más deprisa. El fuego araña el arco de la luna. Los hierros de las vías relucen hasta el puente, que brilla en la distancia.
El humo se ha extendido y las palomas van de un lado a otro a toda velocidad, primero afuera y después adentro, cada vez más adentro, enloquecidas, hasta llenarlo todo. Me voy abriendo paso con dificultad, escaleras abajo, entre el batir de alas. No veo a Mario ni al viejo. No están por ningún lado. Aunque me digo que así es mejor. No oigo nada más que el aleteo hiriente de las palomas. Sigo bajando y busco, pero tampoco hay nadie. Solo quedan, como cuerpos desbaratados contra la tierra, los sacos de dormir. Salgo afuera y distingo a algunos hombres tratando de parar el avance del fuego. El perro corre de un lado a otro, inquieto, solo, sin atreverse a huir. Un helicóptero enorme cruza el cielo y se acerca deprisa. Las hélices giran y crecen hasta llenarlo todo. Entonces pienso en Mario y me pongo en su lugar: solo él tiene la suerte de no oír ese estruendo ni ningún otro. Distingo el cuerpo flaco de mi hermano que cuelga de la escala, sostenido por un hombre robusto, uniformado. Le van a rescatar, precisamente ellos.
Después veo a mi padre abajo, agitando los brazos inútilmente mientras el helicóptero se aleja. Y echo a correr entre las vías, sin mirar atrás, hacia la otra estación donde sí para el tren.
Sobre la autora
Ángeles Lorenzo Vime se licenció en Filología Hispánica en 1994, en la U.C.M. Obtuvo el C.A.P. en 1995 y el D.E.A. en 1997. Hasta octubre de 2013 ha dirigido los cursos presenciales de Escuela de Escritores, cuya sede en Madrid fundó en 2004 y donde ha sido jefa de estudios de los cursos presenciales y responsable de materiales didácticos y de publicaciones. Desde 1995, es profesora de Relato breve, Novela, Técnicas narrativas y Teoría de la literatura (actualmente, en Escuela de Escritores). Es autora de Curso de narrativa: La técnica y el arte (Ed. Vértice, 2012). Es coautora del Curso de teoría y práctica del relato (Ed. Fuentetaja) y colaboró con Enrique Páez en Escribir. Manual de técnicas narrativas. Es autora de relatos breves incluidos en Balas perdidas: Antología de nuevos narradores (2005), Voces del Chamamé: Narrativa 2003 y Ellas también cuentan (Ed. Torremozas, 2004). Actualmente escribe su segunda novela.