El barrio encantado de Buenos Aires
Por Antonio Costa Gómez
Cuánto encanto tenía para nosotros el barrio de san Telmo, era el barrio de las antigüedades, del tango, de los conventillos de artistas, de las galerías llenas de tesoros de otras épocas, de los apolos inclinados, de las calles con adoquines, de las plazas cerradas, de los cafés como tiendas de anticuarios, de los pasajes que llevan a plazas secretas, era el barrio de los grandes inmuebles ajados, de pequeños invernaderos, de zaguanes que llevan a centros comerciales interiores, de la iglesia de San Francisco con sus torres azules, de laberintos donde se puede encontrar el retrato de un rey de Armenia o los aretes de una princesa turca.
Lo atravesábamos en autobuses renqueantes para llegar al parque Lezama donde evocábamos a Martín y Alejandra de la novela “Sobre héroes y tumbas” de Ernesto Sábato, o para quedar cerca del camino que nos llevaba a la Costanera del Río de la Plata, o vagábamos andando, hipnotizados ante cada vitrina que daba a la calle, seducidos por rastros colocados en escaparates, atraídos por relojes que daban la hora al viejo estilo, por consolas donde se guardaron papeles timbrados. Nos enteramos de que la discoteca Museum, instalada en una nave de hierro de tres pisos, era en otros tiempos la ferretería Hirsch culminada con una estatua de bronce que había construido Gustave Eiffel en 1908, tenía la magia del hierro y sus transparencias, llamamos, hablamos con un gorila que no parecía tener ni idea del tema pero nos dejó pasar, nos quedamos pasmados ante las bóvedas audaces y las arcadas, para nosotros aquello tenía poesía y melancolía del tiempo.
Nos gustaba apreciar esos monumentos en que no se fijaba nadie, cualquier esquina podía ser un monumento, una casa de traza diferente en la calle, un portal un poco creativo, una esquina que se realzaba, un chaflán retranqueado, una tienda con la entrada enmarcada. Las calles son rectilíneas, no tienen mucha Historia con mayúsculas , pero están llenas de pequeñas historias, de biografías inquietantes, de resacas de emigrados, de desechos espirituales, de huellas de pasos, de manoseos emocionados, de literaturas superpuestas, y resultan apasionantes, todo puede ocurrir en esos patios interiores a los que se asoman jardines elevados, o donde duermen damas de estuco, o donde yacen decoraciones de teatro que nadie va a usar ya, a veces nos metíamos por esos andurriales y nos fijábamos en las expresiones de los maniquíes, nos pensábamos sentados en otomanas caprichosas, mirábamos pastas de libros sobre temas distantes como la teosofía o la genealogía de los Habbsburgo o el anarquismo de Enrico Malatesta, prestábamos atención a periódicos polvorientos con las últimas noticias de la Gran Guerra o las picardías de una artista de variedades de 1910.
Era abrumador sentirse allí, nos volvíamos tan dudosos y tan apasionantes como todo aquello, convertidos en leyendas o en restos polvorientos, hechos literatura, cualquiera de aquellos escritorios o aquellas alacenas era literatura, nos metíamos en las fotografías en sepia, en los modales ridículos y enternecedores de los bisabuelos con las guías del bigote levantadas, en algunos instantes sentíamos fastidio o desconexión, pero pronto movidos por el ambiente nos cogíamos las manos y mirábamos al unísono la expresión de una muñeca, la cara de una vizcondesa en un viejo cuadro, el papel de cartas de un antiguo secreter , y teníamos telepatías frecuentes, lo que ella decía yo lo pensaba en ese preciso momento , me robaba las palabras de la boca, a veces nos parábamos en mitad de la calle y nos mirábamos asustados, la gente se nos quedaba observando, ella decía : amorcito, es increíble la conexión que tenemos, surgía como una fulguración en mitad de las tinieblas.
En una ocasión cuando veníamos del parque Lezama entramos a tomar algo en el café Dorrego, que parece un desván exquisito, nos sentamos en unas mesas diminutas mirando a la plaza, era un momento aburrido pero en el fondo alucinado, había fotos de cantantes en las paredes ahumadas, se apretaban láminas forradas en madera, se adivinaban carteles, y en una foto vimos a Gardel, Gardel estaba en tantas posturas diferentes en los bares de Buenos Aires, olvidado y respirado por todos, lanzando su sonrisa callejera, mirábamos la plaza llena de mesas pequeñas y como la gente en ellas se atrincheraba contra el tiempo, los edificios tenían cafeterías con luces amarillentas en las plantas altas, había una fuente en el medio, y era tan hermoso que todo se convertía en niebla como en un poema de Borges.
Otra vez al atardecer nos quedamos en la terraza del bar El Balcón saboreando una cerveza, y una pareja se desplazaba entre las mesas de una esquina a otra de la plaza bailando un tango, el baile se desplegaba como un ballet trágico, como una sucesión de arranques y choques, de frustraciones y encuentros, los bailarines se perdían hacia los lados y ladeaban las cabezas drásticamente, y ella en la mesa los imitaba, miraba a un lado y otro levantando las cejas, echaba pasión por la boca, ponía pimentón en los ojos, toda la esencia de Buenos Aires, entonces yo sabía que nunca olvidaría aquellos momentos, que siempre me acordaría de ella, mientras los bailarines se hacían desplantes, se miraban y se descartaban.
FOTOS: CONSUELO DE ARCO