Sin trampas

Por Luis Borrás

 

img916Todos en literatura tenemos nuestros favoritos y preferencias y en el caso de David Aliaga parece que el realismo sucio americano y Raymond Carver son las suyas. Y aunque estoy seguro de que su lista no se limita a un único estilo y un solo nombre (me gusta pensar que los escritores son tipos a los que les gusta beber en diferentes bares) en este caso sí que es unívoco. Y es que Aliaga en su primer libro publicado nos presenta trece relatos ambientados todos en los Estados Unidos y siguiendo en su mayoría ese estilo realista, sobrio y simbolista con personajes y situaciones corrientes –“Common people” que cantaba Pulp- sin colorido pop. No lo veo mal, al fin y al cabo copiar o imitar es la primera manera de empezar, y cada uno copia o imita lo que le gusta

En el caso de ese realismo sucio o simbólico yo la única referencia que puedo citar es la de Gonzalo Calcedo. (Lo siento pero mi chauvinismo hispanohablante no me ha permitido llegar más lejos). Y ese minimalismo narrativo no me resulta desagradable pero sí que es posible que al lector novato le pueda resultar extraño y desconcertante eso de leer un “relato en el que aparentemente no pasa nada” y deba buscar su mensaje o significado en lo que hay detrás de lo que se muestra o ve. Aunque si he de ser sincero mi desconfianza por esa forma de narrar viene de que en muchas ocasiones me encuentro con que algunos nuevos, modernos y jóvenes talentos (hispanohablantes) usan el realismo como coartada para hacer de la literatura una nadería vacía y otras abusan del simbolismo para convertirla en un lugar inaccesible e ininteligible que lleva al lector a la frustración. Una cosa puede ser como recientemente dijo Tizón de Chéjov: “el amago, la adivinación o sombra de un cuento. No la conclusión del sentido, sino la suspensión del sentido” y otra muy distinta convertir al lector en extranjero en su propia lengua.

Adaptarse al realismo sucio americano es fácil. Al fin y al cabo es sólo un escenario y a todos nos gusta hacer turismo. Pero hacer que el lector tenga que adivinar el sentido de un relato por su contexto –o mensaje subliminal- es un complicado ejercicio en el que lo más difícil para el narrador es no quedarse corto ni pasarse de largo. Un simbolismo que Aliaga sigue desde el primer relato y un equilibrio que creo no consigue hasta el tercer cuento –aunque en el segundo: “El espejo” ya acierta pero se queda en un débil eco o reflejo borroso. Es posible que ese sea un estilo al que cuesta adaptarse -por lo general leemos esperando “que pase algo”- y que no sea hasta ese momento cuando nos hayamos adaptado a leer sabiendo que al final lo que tenemos que hacer es interpretar el significado o sentido que esconde la escena. Es posible que sea por eso, pero creo que no es hasta ese tercer cuento: “Como cada sábado”, cuando Aliaga consigue con las imágenes precisas e inmediatas hacer visibles -sin nombrarlas- la pérdida, la soledad y la rabia. Capacidad que se hace demoledora en el excelente cuarto relato: “Lo que no ha sucedido y sucedió” y alcanza su mejor y más perfecto resultado en el décimo: “Tótem”, y aunque hermosamente lírico y poderosamente escenográfico creo que se pasa de largo –por confuso y enigmático- en el último: “El río Hudson”.

En el resto de los relatos predomina más el realismo sucio que lo simbólico, más el retrato sin photoshop, el exhibicionismo que la insinuación. Y aunque no carecen de un mensaje, éste –a través de los hechos narrados- se hace más evidente y patente. Aliaga unas veces acierta y consigue hacérnoslo llegar con delirante intensidad: “Muérdeme, joder”; retratando la crueldad: “La enésima crucifixión de Cristo” o la desolación: “Sin trabajo”; pero en otras resulta inofensivo al convertirlo en simple naturalismo: “Composición VI”; en teatralidad: “No hicimos nada” o melodrama: “Tú mataste a Frank Fischer”. Con ninguno de estos cuentos -que podrían calificarse como típicamente realistas- consigue  alcanzar el excelente nivel de aquellos tres relatos simbolistas.

Y tal vez el realismo –la narración sobria y concisa, la casi mera trascripción de unos hechos- no requiera de adornos estilísticos, pero en ocasiones Aliaga utiliza expresiones que me parecen inverosímiles en el idioma norteamericano: “Se ha entretenido dándole a la sinhueso”, “¡Pero mira que eres bocachancla!; imágenes absurdamente precisas: “los mosquitos revoloteando en grupos de ocho o diez alrededor de los focos de luz ámbar”; y metáforas desafortunadas: “los turismos que hasta ese punto han avanzado en bloque se desparraman por las calles de la ciudad como hormigas que salen en acelerada procesión de su agujero brooklyneano para recolectar su pedacito de la Gran Manzana”;  o ñoñas: “Temblaba ligeramente, como el pecho de un gorrión en una mañana fría”. Nada grave, pero sí chirriante. Aspectos o detalles a mejorar para una siguiente ocasión.

Creo que el mayor mérito de estos relatos está en que Aliaga no hace trampas. Y es que simbolismo y realismo –ya lo he dicho- son dos etiquetas que algunos utilizan como coartada o comodín para colarnos una insulsa nadería o jugar a las adivinanzas o al escondite con el lector. Y eso Aliaga no lo hace. Tal vez él copie, pero es fiel al original, se atiene a las normas y no hace experimentos con gaseosa o se dedica al contrabando. Y aunque yo –chauvinista o paleto hispanohablante- prefiera un realismo cercano o de barrio Made in Spain él ha querido irse de viaje a Estados Unidos entiendo que como homenaje coherente y no por esnobismo. Y unas veces lo consigue y acierta de pleno, otras no tanto y alguna (pocas) falla, pero con esos aciertos –en un terreno resbaladizo y tan dado a la falsificación como éste- consigue que a partir de ahora además de Gonzalo Calcedo –aunque sin llegar a su altura- pueda citar a David Aliaga y su “Inercia gris” como referencia de un estilo.

 

David Aliaga. “Inercia gris”. 100 páginas. Editorial Base. Barcelona, 2013.

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