El día que nació el cisne, Anna Pávlova
Por Sandra Ferrer
La danza no es un arte que me apasione en exceso, pero la primera vez que vi una imágenes de Anna Pávlova quedé hipnotizada ante sus suaves y mágicos movimientos. Impresionada de pensar que un ser humano pueda convertirse en un ser etéreo, como si flotara sobre las tablas del escenario, con gran dulzura y perfección.
Aquel portento del arte de la danza nacía un 12 de febrero en un gélido San Petersburgo de finales del siglo XIX. Anna fue una niña debilucha, posiblemente hija ilegítima que fue adoptaba por el segundo marido de su madre.
Su vida cerca de la naturaleza y el descubrimiento de la danza cuando tenía 8 años y contempló con ojos de niña una hermosa Bella Durmiente, fueron el inicio de una vida artística para el recuerdo.
Su principal papel, y por el que se la recuerda como una grande de la danza, fue la representación de la obra «La muerte del cisne». Anna se convertía, gracias a sus suaves e impecables movimientos, en una auténtico y hermoso cisne. En infinidad de ocasiones representó aquel final, incluso debía recrearlo de nuevo el día después de su muerte, un final que le llegó demasiado pronto, con apenas cincuenta años, para tristeza del mundo que amaba la danza.
Más de un siglo después de ver nacer a Anna Pávlova, muchas personas, como yo, siguen estremeciéndose al contemplar sus irrepetibles movimientos. Cual si fuera un hermoso cisne.