En aguas turbulentas: feminismo, postmodernidad y epistemología
Aunque la relación entre la actividad académica y la realidad social es indirecta y sinuosa, podemos decir que el feminismo como movimiento ha planteado formas diferentes de observar y comprender la realidad, asumiendo que saber es poder y que en esa dualidad no existe la inocencia del ingenuo. Desde España, Fernando García Selgas explica cómo fue formándose esta epistemología feminista, cada vez más crítica de los dualismos del saber moderno y más trenzada con la pluralidad fugaz de la era postmoderna, finalizando con el reto de integrar en lo diverso el difícil dualismo masculino/femenino.
Fernando J. García Selgas
Nadar en aguas turbulentas
En el otoño de 1993 mantuve una serie de reuniones de trabajo con José B. Monleón, por entonces catedrático de literatura de UCLA, hoy amigo tristemente fallecido. Queríamos identificar algunos de los principales tabúes de la transición española a la democracia, un proceso sociopolítico que se había iniciado poco antes de 1975, año de la muerte del dictador, y que parecía no terminar nunca. En seguida nos pusimos de acuerdo en dos de los principales tabúes: el feminismo y la posmodernidad.
Dicha transición, entusiasmada con el ideal moderno de progreso, se veía impulsada por una decidida voluntad de sumarse a toda velocidad a la democracia parlamentaria, la economía de mercado y las libertades públicas que daban contenido a dicho ideal. Era una huída despavorida de un tiempo gris, triste y de silencio que iba a mantener a la transición ciega a dos procesos coetáneos: al desarrollo de la segunda ola del feminismo, surgida al calor de los movimientos sociales de finales de los años sesenta, y a la irrupción de lo que se iba a llamar sociedad posindustrial o posmoderna. Su apresuramiento la hizo ciega a todo discurso que pusiera en evidencia los efectos perversos de la modernización, los horrores de sus paraísos y las pesadillas de su sueño. De este modo, incluso para la academia y la ciencia en general, el feminismo y la posmodernidad resultaban molestos e irrelevantes, cuando no inexistentes, y fueron cubiertos por el silencio de una especie de tabú.
Por todo ello decidimos preparar un simposium internacional que tratara ambas cuestiones y que quedó recogido en una publicación (1999) que ha tenido cierta repercusión. Sin embargo, como sucede en otras muchas ocasiones, más que esa u otras propuestas académicas, han sido los distintos logros del movimiento feminista (desde su lucha contra la discriminación laboral y la violencia de género a la vindicación de la presencia de mujeres en la academia) y el goteo imparable de transformaciones que iban vaciando de contenido elementos centrales del discurso y el sueño moderno (crisis del petróleo, rechazos del desarrollismo colonialista, desbordamientos de los Estados a manos de tratados y flujos transnacionales, etc.) los que han derrumbado ese muro de silencio. No podemos engañarnos, sin embargo: si han dejado de ser tabú y han entrado en el discurso, ha sido para pasar a ser considerados cuestiones propias de fundamentalistas (feministas radicales) o de disolutos (posmodernos irracionalistas) y para ser remitidos a los márgenes de un discurso hegemónico que, por esa y otras cerrazones, cada vez hace agua por más sitios. De aquí que al hablar del feminismo en la posmodernidad nos veamos emplazados en esos márgenes y tengamos que deslizarnos por tales desagües. Y, por si esto fuera poco, al plantear su aportación a la epistemología para mostrar alguno de sus despliegues académicos no podré evitar que esas aguas se revuelvan y se hagan turbulentas.
Esta situación, que se dibuja desde donde hablo, no es exclusiva de la academia hispana, sino que, con distintas matizaciones, puede extenderse a la mayoría de los países del sur y el este de Europa, así como de otros continentes, que han dado el salto de una sociedad autoritaria a una cierta modernidad, corriendo ansiosos para engancharse a la cola del tren del desarrollo económico y político, y que lo han hecho a partir de la década de los setenta, cuando el sueño moderno empezaba a manifestar sus pesadillas y comenzaba el agotamiento de las formas históricas que más lo habían alimentado. Eso es precisamente lo que la posmodernidad viene a nombrar al señalar el nuestro como un tiempo en el que el futuro pasa de guía y promesa a riesgo y amenaza (predominio de escritos y películas sobre el fin del mundo), en el que la eficacia de la razón universal se ha convertido en un grave problema (en el exterminio judío o en la destrucción de Hiroshima), en el que la linealidad de los grandes relatos de una historia encaminada a la emancipación desvela su etnocentrismo y unilateralidad, y en el que un sujeto sólido (individual o colectivo), eje y motor de la modernización, ve fragmentarse su autonomía y universalidad, lo que le descentra y le convierte en un interrogante.
Del feminismo moderno a los feminismos en la posmodernidad
Es cierto que el feminismo surge como un movimiento típicamente moderno y por ello puede resultar extraño que se le haya silenciado en la mayoría de los procesos acelerados de modernización de las últimas décadas. Pero hay que tener en cuenta que durante el siglo XX el feminismo sufre una enorme mutación que le lleva desde su alianza inicial con los ideales de la Ilustración a un rechazo de los supuestos que tales ideales acarrean, como el del isomorfismo (la uniformidad, la igualdad) del sujeto de la historia, que resulta antitético con la defensa de la especificidad de ser mujer. Pero vayamos por partes.
Independientemente de algunos antecedentes, el feminismo, tal y como hoy se concibe, no podría haber surgido sin que la modernidad empezara a cuestionar el orden tradicional, sostenido hasta entonces por una legitimidad trascendente (un mandato divino), y el hombre (sic) comenzara así a adquirir una cierta autonomía, pero todavía necesitaba algo más, necesitaba del impulso que le prestaron (más bien de manera involuntaria) dos de las principales maquinarias político-ideológicas de la modernización: los ideales emancipatorios del pensamiento ilustrado y los movimientos implicados en las revoluciones burguesas. De este modo el feminismo emerge como un movimiento que es sociopolítico en su lucha por la emancipación de la mujer (a la que pretende dar voz) e ideológico en su desarrollo de un discurso que legitima y encauza esa lucha y de una perspectiva que busca alterar nuestra visión general del mundo. Es una dualidad que también encontramos en el otro movimiento social clave en la modernidad, el movimiento obrero: ambos luchan contra la discriminación y subordinación de un determinado colectivo (mujeres, obreros) y por el reconocimiento de unos derechos (más bien cívicos en el primer caso, y económico-sociales en el segundo), pero su lucha y configuración están inmediatamente ligadas a la gestación de discursos, manifiestos e incluso tratados, algunos fundacionales, como Vindicación de los derechos de la mujer de M. Wollstonecraft o El Manifiesto Comunista de K. Marx y F. Engels. En ambos casos ha sido constante el entrelazamiento y la mutua dependencia entre los movimientos sociopolíticos y los desarrollos teórico-académicos, lo que no ha impedido que a veces choquen o se hagan divergentes. Así se constata en el caso del feminismo al revisar por encima las tres olas o momentos que se suelen identificar en su desarrollo:
En un primer momento, que va de mediados del siglo XIX a mediados del XX, se desarrolla el feminismo de la igualdad, que lucha por que las mujeres tengan iguales derechos que los varones (de propiedad, educación, voto, trabajo, etc.). Fue una época en la predominaron movimientos como el de las sufragistas anglosajonas, pero en la que también se dieron importantes aportaciones al pensamiento (de Mary Wollstonecraft a Simone De Beauvoir).
El segundo momento, que va de los años sesenta a los ochenta, supone una radicalización de los planteamientos, un rechazo al igualitarismo universal (liberal o socialista) de sus antecesoras, esto es, al deseo de igualarse en derechos al varón, y una defensa de la especificidad de la existencia femenina, resaltando y ensalzando esa diferencia. Ahí encontramos movimientos como el de la lucha por una sexualidad libre, el control de la natalidad, el aborto libre, etc., o como el del colectivo de la Librería de mujeres de Milán, pero también complejas propuestas de pensadoras como L. Irigaray, dispuesta a utilizar el psicoanálisis para ensalzar la peculiar posición de la mujer. Es el feminismo de la diferencia. En sus últimos coletazos podemos situar la labor de aquellas militantes (principalmente de movimientos étnicos o de lesbianas) y pensadoras que, como Bell Hooks, A. Brah o G. Anzaldua (VV.AA., 2004), han denunciado las opresiones y silencios producidos por la falsa igualdad del término «mujer», que predicado como genérico era sin embargo particular en su constitución racial (blanca), de clase (media), étnico-cultural (noratlántica), heterosexual, etc., y dejaba así fuera a la mayoría de las mujeres.
Con tales denuncias se llegaba, en los noventa, a la necesidad de hablar de feminismos, en plural, e incluso a poner en cuestión, de la mano de los movimientos poscoloniales y de grupos de lesbianas y transexuales, que hubiera un modo de ser mujer, un hecho biológico (¿sexo?) o una posición sociocultural (¿género?) exclusivo de la mujer y, por tanto, habría que hablar de «las mujeres», cuya existencia y posición se constituye por la confluencia concreta de distintas diferencias (de género, clase, etnia, sexualidad, edad, etc.), y situarlas así en «la casa de la diferencia» (A. Lorde). Si a ello unimos que activistas y académicas como A. Davis, P. Hill Collins o G. Spivak venían recalcando que no se puede seguir considerando el patriarcado como el único sistema que explica la opresión de las mujeres, tenemos ya los elementos básicos para decir que desde entonces hay un feminismo posmoderno, caracterizado, entre otras cosas, por asumir la transmutación del supuesto sujeto universal en un interrogante y un problema, y por rechazar la parcialidad y los efectos negativos de las grandes narrativas de emancipación, incluyendo el feminismo clásico. De esto último, y de la rutinaria y paulatina disolución del movimiento feminista en diversas ONG, la puesta en marcha de políticas de igualdad y las institucionalizaciones de la «perspectiva de género», se deriva el que se haya planteado también un «posfeminismo», al que, por un lado distinto, han contribuido el creciente individualismo de nuestras sociedades de consumo y el fuerte empuje de los movimientos y teorías queer.
En la actualidad conviven, no sin conflictos, esas tres olas del feminismo. Ello no evita que, quizá por la sintonía con las principales tendencias contemporáneas, tales como la fragmentación y fluidez de las subjetividades, la imposibilidad de seguir ocultando la diversidad de los feminismos (incluyendo el feminismo islámico) o la imperiosa necesidad de articular sus luchas con las de otros colectivos subyugados, sean autoras como J. Butler, R. Braidotti o D. Haraway, a las que se puede tildar de postestructuralistas o posmodernas, las que vengan marcando el discurso y la agenda a la hora de dar sentido a la multiplicidad y contingencia de los feminismos, repensar las distintas dimensiones del género (de la sexualidad a la ciencia, pasando por las relaciones de poder) y plantar cara tanto al entramado de dualismos (masculino/femenino, razón/emoción, cultura/naturaleza, público/privado, etc.) que ha alimentado a la modernidad, así como a las distintas reacciones antifeministas que surgen aquí y allá.
Podemos decir que en la era de lo «post», el feminismo aparece fragmentado en múltiples movimientos feministas que responden a las distintas situaciones y demandas de las mujeres y que se articulan de maneras diversas con luchas encaminadas a eliminar otras fuentes de dominación (de clase, étnica, sexual, etc.), lo cual produce tanto una cierta disolución o debilidad organizativa y una disminución en la militancia, como su penetración en ámbitos muy distintos de la vida social: de la familia al Estado, de las relaciones sexuales a los convenios internacionales. Como consecuencia de ello, hoy es difícil señalar un genuino «fuera del feminismo», pues su fragmentación, su dispersión, su capacidad de interpelación y su necesidad de articular alianzas han hecho que lo encontremos enredado en casi todo lo que hoy ocupa a mujeres y a hombres.
Como cualquier otro gran movimiento social, el feminismo ha generado procesos de emancipación (incluso para varones) y de dominación (especialmente sobre algunas mujeres) y ha contado con militantes que lo utilizan para su propio interés; pero son problemas reconocibles y superables para feminismos que no ven a ninguna posición como inocente o esencialmente privilegiada. Son estos feminismos, situados «al final de la inocencia» (J. Flax), los que, en su coherencia con las crisis inherentes a la posmodernidad, están haciendo aportaciones imprescindibles para poder afrontar cuestiones como la superación de la «muerte del sujeto» –que el problema no sea «qué hacer» sino «quién lo hace» (Bauman, 2000: 132-3)–, la disolución de la antinomia entre un universalismo totalitario y un relativismo paralizante o el descrédito de la razón universal y, consecuentemente, de las ciencias que son su representante en la Tierra. Son temas y aportaciones de tal calado que desbordan los límites de este artículo, pero que intentaré dejar apuntados mediante un breve repaso de la epistemología feminista.
Epistemología feminista en la posmodernidad
La formulación actual de una epistemología feminista es resultado del impulso acumulativo de las tres olas de feminismo. Según S. Harding (1996), se partió de una crítica al sexismo y androcentrismo de la ciencia moderna (a la elección y uso sexista de las tecnologías, por ejemplo), centrada en reclamar la adhesión a la metodología «correcta» y rechazar los intereses particulares, olvidando que ello implicaría asumir la posibilidad de un punto de vista universal, de una lógica empirista y de los dualismos que sostienen ambos supuestos. Era y es el «empirismo feminista». Frente a él, y como parte de la segunda ola, surge la epistemología del «punto de vista», que rechazaba de plano esos dos supuestos, a la vez que reivindicaba la aportación de los movimientos de liberación al incremento de la objetividad y defendía la elaboración de criterios para establecer por qué una perspectiva parcial sería la privilegiada, qué perspectiva nos procuraría un conocimiento más riguroso, objetivo y contrastable, esto es, científico. Es la primera epistemología genuinamente feminista, que defiende el asentamiento de la epistemología en los rasgos «universales» de la experiencia de las mujeres, esto es, en una experiencia que por encontrarse sojuzgada, hallarse dentro y fuera de la producción científica (el outsider within) y ser históricamente ascendente, nos situaría en un punto de vista que necesita y puede generar una comprensión más completa y menos pervertida o tendenciosa.
Sin embargo, esta opción, además de dejar fuera la experiencia masculina, requiere suponer una experiencia homogénea en las mujeres y excluye otras divisiones y subordinaciones sociales, de clase o raza, por ejemplo, que también podrían resultar en perspectivas privilegiadas. Así que esta epistemología se ve obligada a elegir entre seguir apegada a la idea de que es necesario un punto de vista universal para comprender el mundo (el mito del ojo de Dios) o rechazarlo y situarse ante una multiplicidad de perspectivas que no se alcanzan de un modo automático o natural, sino que son relativamente móviles y han de ser conjugadas. Siguiendo esta opción es como empieza a arrancar el tercer momento, la denominada «epistemología feminista del conocimiento situado», que hace hincapié en el carácter social e históricamente situado de todo conocimiento, con dos movimientos: cifrar la base históricamente más adecuada de reconstrucción de la ciencia en las fragmentadas identidades de los sojuzgados, pero también en cómo los científicos se ven configurados por sus prácticas y las mediaciones tecnológicas; y asumir decididamente el componente político de la práctica científica, el poder del saber, que permite poner el acento en la solidaridad sin renunciar a un asiento sólido del conocimiento.
Es una propuesta arriesgada, animada por autoras que, como D. Haraway (1995), vienen a remover las entrañas de las epistemologías ilustradas: la ciencia se hace interesante no porque transcienda las prácticas históricas con afirmaciones o leyes universales, sino porque promueve un desarrollo emancipador y asume una política científica crítica; la relación entre el conocimiento científico y su objeto deja de ser la representación especular y se muestra como articulación semiótica y material que constituye a ambos y en la que los objetos no son completamente pasivos; el privilegio cognitivo de las posiciones sojuzgadas, que no se identifican automáticamente con las comunidades que las habitan, lleva a admitir la inexistencia de posiciones inocentes o irresponsables y la inutilidad de renunciar al poder y al placer que la tecnociencia nos procura; el sujeto de conocimiento pasa de ser una mente isomorfa y universal a manifestarse como agente corpóreo, heterogéneo y multidimensional. Es un trabajo que apuesta por la constitución simultánea de un digno sucesor de la ciencia moderna y de un sujeto histórico que esté a la altura de las circunstancias (posmodernas) y que consiga asumir lo inestable, múltiple y contradictorio de ambos. De esta manera el desarrollo de la epistemología feminista ha ido gestando respuestas oportunas a algunos de los principales retos que hoy tenemos planteados, como la configuración de un agente (tecno-científico) capaz y la recuperación crítica del poder de una razón científica que sabe de sus reversos.
Ahora bien, para que estas aportaciones, que no son soluciones definitivas, puedan dar frutos y generalizarse, es necesario que, principalmente, pero no exclusivamente, los varones venzamos la resistencia a que el pensamiento feminista enjuicie y module la racionalidad científica y nos sumemos, aunque sea con un papel secundario, a ese movimiento, y que el propio feminismo admita tanto esta participación como la hibridación y multiplicidad que lo constituye, y la inexistencia de posiciones inocentes.
REFERENCIAS
Bauman, Z. (2000), Liquid Modernity. Cambridge (UK), Polity.
García Selgas, F. y J. Monleón (eds.) (1999), Retos de la postmodernidad. Madrid, Trotta.
Haraway, D. (1995), Ciencia, cyborgs y mujeres. Madrid, Cátedra, (e. o. 1991).
Harding, S. (1996), Ciencia y feminismo. Madrid, Morata, (e. o. 1986).
VV. AA. (2004), Otras inapropiables. Madrid, Traficantes de Sueños.