Elefantes en la calle de Alcalá

Por Antonio Costa Gómez
Fotos: Consuelo de Arco

 

Elefante 1

 

Estaba sentado en la calle de Alcalá delante del edificio Banesto. Siempre me ha fascinado ese edificio. Me parecía que debía estar lleno de fiebre el tipo que lo diseñó. Tenía un montón de detalles enloquecidos, los elefantes que sujetan  los balcones, esas caras de ojos desorbitados, esa aguja  de cobre que se levanta en lo alto como una jeringuilla , la profusión de ventanas y balcones curvos. Pero sobre todo los elefantes, con sus colmillos curvos, con sus trompas insensatas. Parece el explotar de los excesos de la jungla en el centro de Madrid, el enloquecimiento en el centro del dinero. Como si alguien soñara para hacer delirante el dinero. A menudo me quedaba parado delante de ese edificio durante horas y me parecía que en Madrid había muchas locuras como ésta, que infinidad de personas deliraron o  tuvieron fiebre.

Elefante 2-

No quise saber quién había hecho el edificio, no quería decepcionarme con conocimientos concretos, prefería ver ahí a un desconocido que plantó ocurrencias desmesuradas en la calle de Alcalá, y ver como millones de personas pasan por ahí año tras año y no se dan cuenta. (Ahora sí lo sé, fue José Grases Riera, que lo acabó en 1891 y se instaló en el piso de arriba). Igual que llevan un montón de elefantes con sus trompas dentro y tampoco se enteran. Como si la selva de la India estuviera en mitad de la calle de Alcalá, como si  cada uno de los que pasan fuera en  el fondo un elefante con la trompa exagerada  por la que lo echara todo, una trompa delirante  con la que acariciar a otra persona o hacerle confesiones. En el fondo todos son elefantes controlados y desconocidos caminando por una ciudad. Y solo ese arquitecto nos sacó de nuestras ilusiones, de nuestras falsedades, de nuestras tranquilidades que lo tapan todo.

Ese edificio es como una risa o como un estornudo, un edificio por el que sale todo.  A veces me había quedado mirándolo en la noche y era como una meditación desatada, como cuando uno está pensando sin prejuicios y le sale todos los pensamientos sin forma y  todos los sentimientos. Y en lo alto aquella cabina de cobre con sus agujas era  una ruptura,   un salirse alucinado del color dominante, como el puente enloquecido de un barco, como si el Banco fuese un barco anclado en el tiempo sujeto por elefantes. Estaba sentado allí disfrutando como nunca del edificio y a mi lado se sentó un anciano. Durante un tiempo no dijo nada, los dos estuvimos desarrollando el silencio, ofreciéndonos un silencio de la mayor calidad. Luego poco a poco empezó a hablarme,  se le veía dolido y superado por la situación,  como que le salía todo lo que había callado en su vida  y le parecía toda  una desolación.

–       Verá usted – dijo – ,  es terrible, siento que he perdido toda mi vida,  todo lo que he hecho ha sido falso, no es lo que quería hacer de verdad. No me había dado cuenta pero a la mujer a la que quise, con la que habría pasado todo el resto de mi vida,   solo le  hablé media hora en un bar en los años cincuenta. Fue en un bar que ya no existe,  el Lyon ,  en la calle de Alcalá,  cerca de Correos. Yo estaba en la barra y la miré y supe que aquella mujer lo tenía todo para mí, era la que podía sacar todo lo que había en mí,  yo tenía la idea de ir a Australia y sentí que solo con ella podría hacerlo, no me diga por qué pero yo veía con toda seguridad que con aquella mujer podría ir a Australia. Solo hablamos unas cuantas frases, ella estaba esperando a un hombre, creo que era su marido, pero supe con certeza que ella era el paisaje en el que yo quería instalarme, que ella era el ambiente en que  yo podría ser fecundo. Lo vi en sus ojos, vi  en su manera de mirar que estaba un poco perdida y parecía no preocuparse por mentirme, sabe usted, las miradas a menudo se visten, se arreglan, se ponen una fachada ante nosotros, pero yo vi que aquella mirada en aquel momento no estaba vestida y mostraba toda una vida. Fue como que la vi desnuda durante unos segundos, que la toqué con los ojos, exactamente la toqué, tal vez fue porque ella sabía que era solo un momento y no tenía por qué prepararse delante de mí, no tenía por qué mentirme. Y me regaló aquella media hora perdida en  mitad de su vida,  aquella media hora que no importaba, de la que nadie iba a pedirle cuentas. Nos miramos los dos sin reserva  y cruzamos unas  frases, yo la había visto otras veces en aquel bar, me gustaba su manera de andar y de dirigirse a la barra  , y hubiera podido besarla, no hubiera tenido dificultad ninguna, pero tuve miedo, me dio miedo ser feliz o ser yo mismo a su lado. Últimamente he leído libros de un escritor húngaro,  Sandor Marai,  y me hizo conocerme a mí mismo y como he estropeado mi vida, los personajes de Sandar  Marai también atraviesan toda una vida sin saber lo que sienten y lo sueltan todo en una noche,  de repente se quedan espantados de sí mismos y de todo lo que ha ocurrido con ellos.  Y yo me he animado a contarle todo a usted delante de este edificio.

 

 

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