En Kioto se desnudan los jardines zen
Por Antonio Costa Gómez
Recuerdo la calle Kawaramachi, las aceras elevadas cubiertas de galerías ligeras, mi hotel en esa calle, el negro norteamericano del que me sentí inmediatamente amigo en medio de gentes tan ajenas, la terraza del Starbucks al lado del arroyo Shirakawa a donde iba cuando quería sentirme en Occidente, los japoneses que me parecían siempre cabreados, aquella capital de Japón durante mil años, su belleza arrebatadora.
Recuerdo el Pabellón Dorado de la novela de Yukio Mishima, cuyo protagonista abrumado por tanta belleza acaba quemándolo, su dibujo ligero y delicado, sus galerías superpuestas reflejadas en el estanque, su levedad y su sueño, su onirismo y su inapresabilidad, sus imágenes fascinantes en el agua, la espesura de los jardines y los estanques, los senderos perdidos.
Recuerdo el barrio de Gion, las casas tradicionales de madera de planta baja, las geishas que pasaban con sus pasitos cortos por la calle empedrada, sus quimonos sujetos en los riñones por prendedores como camelias, el teatro Gion Corner donde había una sesión de cultura japonesa, con arreglo floral ikebana, secuencias de teatro kabuki, danzas, canciones tradicionales, nociones de caligrafía, mi embobamiento, aquel un tipo norteamericano que no paraba de hacer ruidos con el teléfono móvil y para mí sintetizaba en aquel momento la vulgaridad occidental.
Recuerdo el callejón Pontocho, las tiendas de envoltorios exquisitos o de regalos, los restaurantes cuyas muestras eran de una caligrafía hipnótica, los locales con pequeños jardincillos zen de piedras en la entrada, los lugares en que uno se asomaba a rincones secretos del río Kamo, los recintos de los que salían músicas apuntadas, las pequeñas junglas que parecían abrazarte, como todo se apretaba a mí sin dejarme para la distracción o la banalidad.
Recuerdo el palacio del Shogun, los pasos resonaban en la madera del suelo porque el shogun siempre quería oír quien venía, los grandes biombos con poemas escritos, las enormes salas con telas expuestas, las galerías que daban a jardines sin árboles porque el shogun no quería que la caída de las hojas le recordase el paso del tiempo, las cornisas y los techos labrados, el Museo Nacional donde treinta o cuarenta piezas destacaban en salas enormes y el vacío destaca la plenitud , la armadura de un samurai, la tela pintada con trazos leves del periodo Kamakura, el rostro de Buda.
Recuerdo las montañas orientales de las que hablaba Yasunari Kawabata en “Kioto”, el camino de la Filosofía al que salen a meditar los monjes, el pabellón de Plata, el sendero que serpentea entre cerezos y atraviesa riachuelos, los pequeños estanques, las espesuras de olvido , los precipicios, el monasterio Rioanji, donde se encuentra el jardín zen más fascinante, unas cuantas piedras en desorden en un patio lleno de arena, la galería de madera en la que uno camina con los pies descalzos, la gente que pasa horas mirando esas piedras sencillas de formas casuales, la densidad, la concentración, el vacío que supera todas las doctrinas.
Recuerdo la pretenciosidad del santuario Heian, que reproduce el antiguo palacio imperial de la era Heian, los techos rojos y negros, las estructuras de pagoda, los artesonados arrogantes, el esplendor de época Heian, pero sobre todo la evocación, las construcciones perdidas, los pabellones solitarios de la montaña del Este.