La muerte del poeta-árbol. In Honorem Juan Gelman y José Emilio Pacheco

Por Javier Estel Madrid

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I

Una de las paradojas con la que convivimos en lo cotidiano es esa por la cual la muerte, siendo la única certeza de la vida, nos pilla de improviso. Han muerto dos poetas, dos Premios Cervantes, ni más ni menos. Y por desgracia nos pesa la sensación de que su muerte será en vano, porque pronto caerá en el silencio. No tienen las grandes editoriales —como pasa con otras figuras— biografías preparadas en los cajones a la espera de una defunción probable; no está en el sano juicio de ninguna productora instigar a sus secuaces para que preparen fugazmente un guión, un cásting, un largometraje. A veces se compara al poeta con una abeja. En todo caso, decidió ser abeja sin zumbido. Y así estas muertes signifiquen una explosión del conocimiento de sus versos tan potente, pero tan breve, como la de la estrella que definitivamente se apaga.

¿Visión sombría? Cierto. Porque la esperanza se encuentra lejos: en comenzar desde ya mismo a rebuscar en las librerías, en las bibliotecas o incluso en internet sus mejores poemas y libros, a twittearlos, a publicarlos en blogs, en facebook, su noticia, su literatura. Contra el silencio, nuestro bello ruido. ¡Ya!

II.

Confieso: casi no les leí y otros han ocupado mis preferencias. ¿Tengo derecho pues a reivindicarles, a alumbrarles al público? Sí. A través de los dos únicos recuerdos que tengo, puedo (esperanza), debo (ética) decir. ¿Qué confianza me llena de que les explicaré oportunamente? ¿Por qué es la poesía, como ningún otro, ese género por el cuál un solo fragmento, una sola muestra de sangre, esboza la esencia del Todo, el genoma de sus hacedores?

Suena la voz de Pacheco, como si de Hölderlin reencarnado se tratase: «Solo el árbol tocado por el rayo / guarda el poder del fuego en su madera». Suena la verdad, si se ha sentido lo suficiente, en cada instante de la creación poética. Pueden ser los dioses y las musas metafísica y mito, la inspiración y el don un anacrónico artilugio, pero algún ser, alguna verdad habrá detrás de este modo de ver la peculiaridad del artista endiosado, cuando aún en el tiempo contemporáneo se recuperan, cuando Zambrano o Heidegger se dejan iluminar en sus voluntarios retiros, cuando Claudio Rodríguez nos recuerda que «siempre la claridad viene del cielo». Hay una intrahistoria de las sensaciones que jamás podrá ser bien escrita, pues de ella, que inmaterialmente, cual éter, circulaba por la materia gris y los miembros del poeta, no nos queda más que su cristalización en versos —y no es lo mismo el hielo que el agua, la espeleología que el oficio de meteorólogo. Se descubre en ese verso, además, un barniz de sufrimiento rodeando al poeta, la capa latente del grito murmurado.

El poeta o el árbol mueren en el instante de nacerse poeta-árbol. Muere y se queda sin hojas, como dijera Gelman, en cierta entrevista en la cual se le pidió, ingenuamente, que definiera la poesía—: «Es un gran árbol sin hojas». —¿Coincidencia que lo único que recuerde bien de cada poeta se pueda poner en relación?—. La poesía-árbol: hija de la Primavera solo nos habla del invierno. Elevada y orgullosa, de la muerte. El tronco es solo huella, testimonio, es logografía sin fruto. Pero hay más. Raíz invisible. Soledad. El último reducto de un paraíso que, al ser contagiado por esa lógica del exilio a la que fuerza el hombre, el mismo Yahvé abandonó. Todo nos habla sobre la ausencia, lo olvidado, la pérdida: todo nos habla de un silencio triste en un triste silencio. ¡Pero es árbol!

Y responde a la pregunta que nunca fue pregunta, en la que cualquiera de los sumandos —poesía, verbo, eternidad— no altera el producto: podrá no haber poetas, pero Siempre Siempre Siempre.

 

 

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