Un lugar legendario cerca de Filadelfia
Por Antonio Costa Gómez
¿Conoces el cuadro El mundo de Cristina de Andrew Wyeth? , escucha, hace unos años estuve en Nueva York, me alojaba en el hotel Carlton Arms, un hotel hippie pintado por todas partes, en el bohemio Greenwich Village, me dio por ir a Filadelfia, allí vi las calles antiguas de la primera capital del país, y una casa con jardín en las afueras donde Edgar Poe vivió un año y se supone que allí escribió El cuervo y había un cuervo en el jardín , y algunos vangoghs enloquecedores en el Museo de Bellas Artes, tenía el teléfono del amigo de un amigo, un pintor llamado Hernán, era chicano y me entendía bien en español con él, una vez me llevó a su casa y me sirvió vino de California y estuvimos hablando al atardecer, y otro día me dijo si quería ir a ver los lugares donde había vivido el pintor Andrew Wyeth, resulta que El mundo de Cristina es uno de mis cuadros más míticos, lo tengo delante de mi mesa y lo miro de cuando en cuando, tiene una nostalgia y un intimismo que no sé como definir, es el mundo secreto y valioso de una muchacha inválida que ve su casa en lo alto de la pradera, y es todo su ámbito intenso, una casa solitaria en la soledad de Pensilvania, es ese mundo tan denso y evocador, como aquel en el cual se encerraba Wyeth , que siempre quería vivir en sitios pequeños y estar a solas y no recibir visitas y aprovechaba sus momentos y sus pequeños espacios de una forma increíble, tiene algo en común con Hopper, esa mujer mirando la lejanía con toda su indefensión y con toda su interioridad, esa mujer que se deja amar y que puesta de espaldas parece poner toda su alma en sus cabellos y sus hombros.
El lugar donde se pintó eso esta en Maine, la casa de los Olson, y pusieron la casa de tal modo que a todo el mundo le recuerde el cuadro, así es como la realidad imita al arte, como tiene tanta fuerza el arte, pero en aquel rincón de Chadss Ford, Pensilvania, había vivido Wyeth y quedaba también allí su espíritu, habían hecho un museo en el molino del rio Brandywine, y allí estaban cuadros de él y de otros pintores e ilustradores americanos, entre ellos su padre N.C. Wyeth que ilustró “La isla del tesoro” , lo cual le reportó dinero con que comprarse aquella propiedad, y estaba la granja Kuerner que frecuentaba mucho Wyeth y en la cual se inspiraba, y el estudio de Wyeth, una casa abandonada y polvorienta, con el interior lleno de cachivaches que en el verano del 2012 se acondicionó y se abrió al público, y los alrededores estaban llenos de espesuras con hojas de todos los colores, allí parecía uno estar en las fantasías salvajes y densas de Norteamérica más allá de la Coca Cola y las hamburguesas y la política de los presidentes, como si allí todavía se conservara tanto de sueño y de interioridad y de fantasía, como si todavía , como ocurre en Massachussets que inspiró a los trascendentalistas, uno pudiera seguir los pasos de Henry David Thoreau o de Ralph Waldo Emerson.
Allí había puentecitos y esculturas aisladas y pabellones, y aquello tenía el tono humilde y casero y lírico y un poco áspero de Andrew Wyeth que no era amigo de charlas, que ponía el cartel de “Estoy trabajando y no recibo visitas y no firmo autógrafos”, casi me daba un poco de miedo a mí pisar por aquellos lares, habían convertido el antiguo molino implicado con el agua en un edificio de pasillos y cristales donde se exponían obras de artistas norteamericanos y estaban algunas de las más emblemáticas de Andrew Wyeth , silenciosas y adustas y expresivas como ese Verano indio, esa mujer desnuda de cuerpo nada idealizado y muy real con todos los defectos y al mismo tiempo entrañable y atractivo y en compaginación con el bosque que parece abrazarlo, siempre me atrajo la expresión “verano indio”, es como una locura de verano en mitad del invierno en América, lo que aquí llamamos veranillo de San Martín , como si en mitad del invierno a uno le diera un sueño y se saliera del guión y se escondiera en algo imposible , por eso hay tantas películas que llevan ese titulo y Consuelo me trajo una vez una versión instrumental que nos ha hecho soñar tantas veces y nos mantiene unidos en una magia solo nuestra, el verano indio es una locura poética en mitad de la vida, así aparece en un poema de Antonio Ferres que dice: “sé que el paraíso es el verano indio”, algunos momentos de intensidad y de extraterritorialidad en mitad de la tierra, y así aquella desnudez en la América puritana de una mujer humilde y ama de casa con su cuerpo sencillo en mitad del bosque junto al agua resulta conmovedor, igual que aquel molino en mitad de Pensilvania donde se recogen las obras de la familia Wyeth, un lugar tan en consonancia con el espíritu de ellos y su manera de ser, que no querían multitudes ni grandes alharacas ni espectacularidades, que captaron ese secreto latido de América, como las joyas de cada instante, como si fueran los Vermeer escondidos de America y del mundo moderno, donde tantas veces uno se siente tan solitario, y sus obras recogen el fervor de unas cuantas horas verdaderas en mitad de la dureza de la vida, todos somos en algunos momentos esa Cristina que en el prado extiende el brazo hacia la lejanía, que siente la casa como su refugio, que pide ayuda o tal vez señala el territorio de su dicha, me encantaba estar allí dando vueltas secretamente y mirar aquellas obras y aquellas espesuras, a menudo expresaba mi entusiasmo con arrebatos y saltos que asombraban a mi fugaz amigo chicano.
Y luego con su coche nos fuimos de Chadds Ford y nos dirigimos a West Chester , y entramos en la librería Baldwin Books , una tienda de libros usados que existía desde el siglo XVIII , la más antigua de Estados Unidos según decían , que estaba instalada en una antigua granja junto a un río, entramos allí y había unas apreturas de pasillos llenos de libros de todas las ediciones y todos los tamaños, cuyas cubiertas me gustaba acariciar como si fueran amantes pasajeras, sentía una sensualidad increíble, una alegría interior, una especie de desenfreno de tintas y olores, como no podrán sentir nunca los que ahora se ponen con los libros electrónicos, aquello era una especie de templo secreto de la imprenta y la tinta y el papel, como un adelanto del mundo de Fahrenheit 451, y los pocos que estábamos allí nos sentíamos como fieles de una religión intensa y amenazada, me encantaba dar vueltas por aquellos laberintos de libros que lo llenaban todo por todas partes, que no me dejaban pasar, que me hacían tropezar que me impedían cruzarme con otra persona que con la misma condensación vagaba por allí, creo que compré un par de libros con la mirada ilusionada antes de marcharme y me despedí del empleado como si hubiera asistido a un rito sagrado, aquello estaba en mitad de un bosque y los libros tenían conjunción con las espesuras y las leyendas de las hojas, y luego íbamos en coche atravesando espesuras, bordeamos el Parque de los Molinos de Garret y la Plantación Colonial de Pensilvania , la carretera cruzaba en mitad de los bosques mas espesos e íbamos en sombras y atravesábamos aldeas pequeñas y caseríos, parecía mentira que cerca de Nueva York existiera ese mundo secreto de casas aisladas y bosques y molinos, quedaba lo mejor de otras épocas, lo que hemos rescatado como valioso después de pasar todos los fanatismos, porque todas las épocas son tiempos de fanatismos y solo quedan algunos rincones como refugios y quedan cristinas tendidas en la hierba extendiendo la mano.
Y Hernán y yo íbamos satisfechos en mitad de aquellos bosques y yo le iba proclamando todos mis entusiasmos por haber estado allí, le decía que nunca lo olvidaría , que le agradecía profundamente aquellas vivencias que me había dado, y luego esa visita se perdió en medio de montones de visitas espectaculares en distintos sitios del mundo, pero hace poco mirando otra vez al levantar la vista de mi mesa a Cristina sentí que estaba ahí en mitad del olvido pero indestructible como la música del arpa de Bécquer, que mi vida esta hecha de momentos arrinconados e impagables como este, y que aquella excursión no planeada e impensada desde Filadelfia se me iba a quedar como las cosas que no se cuentan , que no se les da importancia, pero que crecen dentro de nosotros, las cosas que no nombramos tal vez son las mas verdaderas, las que están mas allá de la palabrería, de los planes , de las doctrinas, esas cosas como los cuadros de Andrew Wyeth w que no obedecen a ningún programa y que tal vez por eso mismo se convierten en el refugio último de aquellos que están atrapados por los programas.
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