Simone de Beauvoir (1908 – 1986) La mujer rota
Por Teresa R. Hage
La femme rompue (La mujer rota)
[1967]
Simone de Beauvoir
(Fragmento)
Lunes 13 de setiembre. Las Salinas
Extraordinario decorado el de ese esbozo de ciudad abandonada en los confines de un pueblo y al margen de los siglos. He bordeado la mitad del hemiciclo, he subido por las escalinatas del pabellón central: he contemplado largo rato la sobria majestad de estas construcciones edificadas con fines utilitarios y que nunca han servido para nada. Son sólidas, son reales y sin embargo, su abandono las transforma en un simulacro fantástico: una se pregunta de qué. La hierba cálida, bajo el cielo de otoño, y el olor de las hojas muertas me aseguraban que no había abandonado este mundo, pero había retrocedido doscientos años atrás. Fui a buscar unas cosas en el coche; extendí en el suelo una manta, unos cojines, puse la radio a transistores, y fumé mientras escuchaba Mozart. Detrás de dos o tres ventanas polvorientas adivino presencias: sin duda son oficinas. Un camión se ha detenido ante uno de los portones, unos hombres los abrieron, cargaron bolsas en la parte trasera del vehículo. Ninguna otra cosa ha alterado el silencio de esta siesta: ni un visitante. Terminado el concierto, me he puesto a leer. Doble sensación de extrañamiento: me iba muy lejos, a orillas de un río desconocido; alzaba la vista y volvía a encontrarme en medio de estas piedras, lejos de mi vida.
Porque lo más sorprendente es mi presencia aquí, la alegría de esta presencia. La soledad de este regreso a París me atemorizaba. Hasta ahora, a falta de Maurice, las niñas me acompañaban en todos mis viajes. Creía que iba a echar de menos los entusiasmos de Colette, las exigencias de Lucienne. Y resulta que me es devuelta una calidad de alegría olvidada. Mi libertad me rejuvenece veinte años. A tal punto que, cerrado el libro, me he puesto a escribir para mí misma, como a los veinte años.
Nunca dejo a Maurice sin apenarme. El congreso dura solamente una semana y, sin embargo, mientras íbamos en coche desde Mougins hasta el aeropuerto de Niza, tenía la garganta anudada. Él también estaba emocionado. Cuando el altavoz llamó a los pasajeros para Roma, me abrazó fuertemente: «No te mates con el coche. ⎯No te mates en el avión». Antes de desaparecer, volvió una vez más la cabeza hacia mí: en sus ojos había una ansiedad que me ha conquistado. El despegue me pareció dramático. Los cuatrimotores alzan vuelo lentamente, en un largo hasta la vista. El jet se alejó de la pista con la brutalidad de un adiós.
Pero pronto he empezado a alegrarme. No, la ausencia de mis hijas no me entristecía: al contrario. Podía conducir tan rápidamente, tan lentamente como quería, ir adónde deseaba, detenerme cuando me daba la gana. He decidido pasar la semana vagabundeando. Me levanto con la luz. El coche me espera en la calle, en el patio, como un animal fiel; está húmedo de rocío; le seco los ojos y atravieso alegremente el día que comienza a solearse. A mi lado está el bolso blanco con los mapas Michelin, la Guía Azul, libros, un cardigan, cigarrillos: es un compañero discreto. Nadie se impacienta cuando pregunto a la patrona de la hostería su receta del pollo con cangrejos.
Va a caer la noche pero el atardecer todavía está templado. Es uno de esos instantes conmovedores en que la tierra está tan de acuerdo con los hombres que parece imposible que todos no sean felices.