Las alarmas del escritor Javier Marías
Por Vicente Battista
Cervantes conoció el sabor de la fama: la primera parte del Quijote se publicó en 1605, la segunda en 1615. A partir de entonces, primera y segunda parte constituyeron un libro único, traducido al inglés, en 1612, y al francés, en 1614.
Ese mismo año apareció un Quijote apócrifo, firmado por un tal Alonso Fernández de Avellaneda. La rapidez de las traducciones (en 1622, se llevaría al italiano, en 1648 al alemán y en 1657 al holandés) y la premura por escribir una versión adulterada, son pruebas cabales de que la novela había ganado justa notoriedad, aunque esa notoriedad no devino en beneficios económicos para Cervantes: como bien se sabe, murió casi en la miseria, habría sido sepultado en una fosa común del convento de las Trinitarias Descalzas, aún no se hallaron sus restos. Hasta los últimos minutos de vida, Cervantes continuó escribiendo. En una esquela dirigida a Pedro Fernández de Castro y Andrade, VII conde de Lemos, su mecenas durante años, anunciaba: “Ayer me dieron la extremaunción, y hoy escribo ésta”, y como aún le quedaban cosas para cifrar, si “por buena ventura mía (que ya no sería sino milagro), me diere el cielo vida, las verá, y, con ellas, el fin de la Galatea, de quien sé está aficionado V. E.”
Emilio Salgari no contó con mecenas sino con editores despiadados que lo llevaron al suicidio. El 25 de noviembre de 1911 les escribió unas líneas definitivas: “A ustedes que se han enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semi miseria o más aún, sólo les pido que, en compensación por las ganancias que les he proporcionado, paguen los gastos de mi entierro. Los saludo rompiendo la pluma.” En un barranco en el Valle di San Martino, cerca de Turín, se hizo el harakiri (no es una metáfora: se mató a la usanza nipona) pero hasta que “rompió su pluma” y por encima de la inmisericordia de sus editores, continuó escribiendo, dan testimonio de ello 84 novelas y una vasta cifra de cuentos. Casi por la misma época, en su entrañable Lisboa, Fernando Pessoa guardaba en un viejo baúl las miles de cuartillas que componía sin cesar. No le interesaba publicarlas, le bastaba con escribirlas. Kafka repetiría el mismo gesto en Praga: los originales de América, de El Proceso y de El Castillo reposaban en un baúl, aguardando el incumplido pedido de quemarlas que Kafka le había hecho a su amigo Max Brood.
Hasta hace unos días pensábamos que ese era el signo de todo escritor que se precie de tal: concebir historias más allá de la indiferencia o de la voracidad de los editores y más allá del beneficio económico que esas páginas pudieran brindarles. Habrá que aceptar que los tiempos están cambiando. El 22 de diciembre de 2013 en El País, apareció una nota de Javier Marías, “Las bandas de la banda ancha”, que da cuenta de ese cambio. Marías, con razón, cuestiona el formidable negocio que realizan las compañías editoras de libros electrónicos, ofrece cifras palmarias y, anuncia que “de aquí a un par de meses espero haber terminado una nueva novela que rondará –calculo– las 500 páginas”, confiesa que componerla le demandó más de dos años de intenso trabajo y arriesga cuánto ganará con la venta del producto: “Si su precio es de 20 euros, a mí me llegarán unos 2 por cada ejemplar despachado. Eso en papel. En libro electrónico costará unos 8 euros, luego percibiré alrededor de 0,80 por cada uno comprado legalmente. Así, si se venden 10.000 ejemplares en papel, mi tarea de dos años largos se remunerará con 20.000 euros. Si se venden 100.000, multipliquen por diez”.
Antes de descorchar el champagne para celebrar, Marías denuncia a los piratas de Internet: “Cada individuo que piratee esa novela futura mía me estará robando –o me privará de ganar– 0,80 o 2 euros, según el soporte. Si 5.000 personas hacen eso, me habrán restado 4.000 o 10.000 euros (a los editores y libreros más, naturalmente)”. Frente a estos números, dignos de un laborioso auditor, Marías anuncia que si las ventas de su nueva novela bajan en un 70% con respecto a la anterior, “deberé plantearme si valdrá la pena acometer otra más adelante”. Sin que le tiemble la voz, dice que dejará de escribir, aunque no por las oscuras razones que dejaron de hacerlo Rimbaud, Rulfo o Salinger, sino por falaces motivos económicos, “a sabiendas de que mis posibles ganancias me las estarán esquilmando a lo bestia. Figúrense a un profesor al que no se le abonan muchas de sus horas de clase; a un banquero que debe dar gratis parte de sus servicios; a un empleado al que sólo se le pagan cinco horas de las ocho que trabaja a diario; a un zapatero que debe entregar por nada un porcentaje del calzado que crea y produce”.
Javier Marías, justo es decirlo, es uno de los grandes escritores españoles de este momento. ¿Cómo explicarle que Mañana en la batalla piensa en mí y Mientras ellas duermen, para sólo dar un par de títulos de los tantos que ha escrito, valen muchísimo más que un par de zapatos o que los gentiles trámites de un banquero? Me cuesta creer que escriba por los pingües beneficios económicos que pueda dejarle su escritura. Si fuera así, podría abandonar ese fascinante oficio y abrir una empresa de embutidos, una fábrica de calefones de última generación, organizar una mesa de dinero o fundar un banco. Seguro que ganará más, pero la literatura es otra cosa.
Fuente: Télam