El espíritu navideño
Por Javier Vayá
Soy de esas personas a las que les gusta la Navidad. Moderadamente claro, pero me gusta. Y no se trata de ningún fervor religioso, detesto todas las religiones por lo que tienen de fanatismo y manipulación. Y sí, puedo comprender todos esos argumentos en contra que tiene la mayoría de la gente, el consumismo, la hipocresía, la celebración de un hecho falso y todos esos etcéteras a los que no quito un ápice de razón. Sin embargo yo considero la Navidad una excusa perfecta para reunirse con familiares y amigos, sorprenderlos con algún regalo o un simple abrazo para esa persona que quieres pero no ves durante el año, para decir esa frase que, aunque manida, acerca un poquito la distancia cotidiana con la panadera o el tendero de la esquina. Y, sobre todo, me gusta la Navidad por la ilusión en la cara de los niños, ese brillo de alegría que dura todo lo que duran las fiestas, esa fe ciega en la magia, esa celebración de la inocencia que jamás debemos negarles y que luego de mayores nos abandona dejando una orfandad infinita en el corazón.
Sí, también es cierto que en los tiempos que estamos pasando (que nos están haciendo pasar) es más triste todavía en estas fechas ver que esos niños van a quedarse sin regalos, que la comida va a ser mucho menos opípara o esa gente que duerme en la calle y, con suerte, podrán tomar una mísera sopa caliente en algún albergue que todavía haya sido capaz de resistir a los recortes. Es muy doloroso y muy triste. Como lo es el resto del año. Más aun sabiendo que quizá al cruzar la acera los responsables de que esto ocurra celebran en un lujoso hotel su codicia. Es jodidamente triste y doloroso.
Una de las cosas más criticadas por quienes detestan la Navidad es esa cosa ingrávida e invisible llamada El espíritu navideño. Se critica, y vuelvo a no atreverme a rebatirlo, que ese espíritu solidario y buenrollista solo se de una vez al año en la mayoría de las personas. Imagino que todos habéis padecido a ese jefe o familiar reencarnación de Míster Scroog aquel que durante el año es un ogro y al acercarse las fiestas, como si le hubiesen visitado tres terribles fantasmas, se vuelve generoso y encantador. Seres espeluznantes que harían odiar la Navidad al mismísimo Santa Claus. Sin embargo en mi humilde opinión siempre he pensado que mejor unos días al año de espíritu solidario que ninguno. Lo contrario por supuesto sería lo ideal pero me pregunto entonces quién sería el iluso que cree en las utopías. Creo que ya tenemos suficiente odio, indiferencia, resquemor, desconfianza y temor al prójimo el resto del año.
Con todo este Espíritu navideño también parece haber desaparecido, fagocitado por la crisis de marras, la gente en Navidad continua siendo igual que el resto del año. El banquero o funcionario que no son capaces de apretar una tecla para solucionarte un problema, el camarero que ha perdido la sonrisa con que antaño te recibía al entrar al bar, la dependiente de tienda o centro comercial a la que no le importa que no hayas podido llegar antes y hace cinco minutos que ha cerrado de manera irreversible. El acreedor o comercial que llama por teléfono sin tener en cuenta la hora o la fecha, el conductor que se salta el paso de cebra por más que te haya visto, la señora que se pone a tu lado, y no detrás, en la cola, los que tiran los papeles al suelo o en el monte o en la playa, el jefe que quiere que hagas horas extras y no hace cena ni regala caja, quien aparca en el espacio para minusválidos, la señora que no te cede el puesto en la cola para pagar en caja pese a que ella lleve un carro lleno y tú solo una cosa…
Miren, pueden llamarme iluso e ingenuo, pero yo prefiero que todo eso no ocurra o se trate de evitar al menos una vez al año. Me gusta más que hayan organizaciones que redoblen sus esfuerzos durante unas semanas para tratar de que los más desfavorecidos tengan una Navidad lo más digna posible. Y como dije antes claro que sería mejor que eso sucediera durante todo el año y sin excusas. Eso ya sería la hostia, mientras tanto:
FELIZ NAVIDAD
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