Una iglesia remota en Finlandia
Por Antonio Costa Gómez
No tienen grandes catedrales pero tienen una iglesia de madera en mitad de los lagos. Una iglesia pequeña y frágil, que pudo arder muchas veces, que ha sobrevivido, y que es patrimonio de la UNESCO. Yo vi iglesias de madera casualmente en Noruega en otro viaje. Resultan extrañas y fascinantes en mitad de los bosques del norte, expresan la religión de los leñadores y de los hombres de los bosques. Pero ninguna me pareció tan mágica como esa de Finlandia. Desde mucho antes queríamos ir a pesar de las dificultades. Estaba lejos, exigía un esfuerzo, había que cruzar medio país e ir a una zona perdida, pero había que verla. Mirábamos fotos de las pinturas, de los tejados de madera, de las puertas. Veíamos caminatas de jóvenes por los bosques en dirección allí. Estudiábamos la historia secreta del templo, se había construido en el siglo XVIII, era una obra de leñadores anónimos, había pinturas populares en las paredes, había ardido alguna vez. Y se nos aumentaban los deseos de llegar hasta allí. Era un secreto para nosotros, una meta íntima del viaje. Y formaba parte de la magia de Tampere. A través de los lagos llegar a una iglesia que milagrosamente subsistía en una zona perdida , que habían descubierto los ojos de la UNESCO, que quedaba como algo humilde en mitad de los bosques. Infinidad de guerras pudieron acabar con ella, las guerras mundiales, una feroz guerra civil, los abandonos. Pero parece que en Finlandia no puede faltar un pensamiento para esos lugares, para esos retiros junto a los lagos, para esos reservados de la gracia en contacto con la naturaleza.
Cogimos un tren desde Tampere a un pueblo perdido hacia el norte que iba bordeando mágicamente varios lagos. En esa dirección había otros destinos increíbles, la Ruta del Poeta hasta Virrat, la ruta 66 que pasa por una taberna de madera del siglo XVIII y la mansión de verano de Gallen-Kallela, el barco Elias Lonrot que navega por el lago Keurusselka , la casa de Serlachius en Manta que tenía La Entrada al Hades de Hugo Simberg , la sucesión de villas, Jyvaskilla con el museo Alvar Aaalto. Nosotros íbamos en connivencia con el lago Keurusselka hacia el norte dejando que nos insinuara todos los sueños, en un tren tranquilo que viajaba por zonas sin molestias. Paramos en una estación solitaria, donde había unos cuantos edificios de modesta elegancia, al lado de un aserradero y había que esperar durante un tiempo. Parecía que nos íbamos a quedar allí, atravesamos las vías y entramos en un bosque, tal vez no llegaría ningún otro tren, no aparecía nadie, se asomaban casas inverosímiles, los senderos discurrían invitadores. Y un tiempo después apareció el otro tren, que nos llevó hacia el este hasta llegar al pueblo privilegiado. Pero tampoco era allí el destino, tuvimos que caminar por una carretera que parecía no llevar a ningún pueblo, después aparecían tímidamente algunas casas, luego se cruzaba una plaza desdibujada, se seguía caminando por la carretera sombría más allá de un río. Dudábamos de que la iglesia existiera, estábamos a punto de volver, nos parecía estar perdidos en la inmensidad de Finlandia. Paramos a un coche y nos dijo que la iglesia existía y que faltaba poco. Seguimos caminando cuesta arriba, escuchando riachuelos, observando muros de piedras planas. Hasta que la construcción se esbozó a lo lejos.
De modo que la iglesia existía. Nos fuimos acercando poco a poco y nos creció la alegría en el cuerpo de un sueño que existía. A poca distancia me puse a saltar de entusiasmo, le dije: la hemos encontrado, la hemos encontrado, y nos besamos en mitad de unas espigas. La iglesia era alta pero pequeña, tenía varios techos inclinados de madera ennegrecida, los muros muy bajos con ventanas de visillos, tenía un aire entre íntimo y familiar, y parecía que nos estuviera esperando desde siempre. Los grandes troncos marcaban su estructura, los techos bajaban casi hasta el suelo, detrás de las ventanas se dibujaba un poema de intimidad. Entramos y había un vestíbulo amplio con explicaciones y una mesa de información que daba un folleto muy humilde. Así tenía que ser. En la nave había grandes bancos de madera sobre el suelo de madera, una tribuna pequeña desde la que se admiraba todo, un púlpito delicioso con madera pintada y labrada. Por los ventanales el exterior se hacía meditativo y destilado. Detrás del altar había una sacristía con pequeños objetos de madera, un arcón, unos espejos, algún objeto litúrgico, libros viejos, biblias, un escritorio. Y por la ventana con visillos se veía el río y los árboles delante. Aquella visión desde la ventana superaba todas las pinturas intimistas holandesas, todas las meditaciones que pudiera hacer Vermeer, más bien sugería el espíritu de Ingmar Bergman pero sin dramatismo , era destilar el silencio, era encontrarse consigo mismo como si se escuchara un piano. Aquella visión era leve como una seda, volvía la existencia también leve, parecía que uno estuviera hecho de tiempo y de algo más que tiempo. Daba miedo o júbilo estar allí, uno se encontraba latiendo por debajo de todos los ruidos. De modo que aquí se reunían los que querían pensar en Dios, los que querían profundizar en sí mismos, los que querían aislarse de los ruidos, que en Finlandia nunca son tampoco demasiado ruidosos. Sí, era un lugar para reunirse de verdad, para intimizarse, para depurar el interior sin alharacas, para pensar en la vida.
Un pequeño templo de madera que era como una meditación, que ponía amor en cada tabla labrada, que ponía deseo en cada tronco colocado bajo el techo. No era un lugar para demostrar prepotencia, ni chillar, ni conminar al mundo, ni para manejar la vida de las gentes. Seguro que a aquel púlpito no se subía nadie para amenazar con el fuego y la sal, para hablar del Apocalipsis, para acojonar a los fieles. Cualquier pastor amigo de ellos, igual que ellos mismos, se pondría a reflexionar junto a ellos, o tal vez no diría nada, y todos compartirían los silencios. La mujer iría a llevar sus desavenencias conyugales, el hombre llevaría sus desconciertos, el niño todo lo que le hervía en la sangre junto a los lagos y que de vez en cuando le asombraba. Era una iglesia de leñadores para leñadores en un rincón de Finlandia, levantada sin grandilocuencias, algo delicado como sus vidas, algo humilde que podría destruirse fácilmente, pero que sobrevivía como una gracia. Yo creo en la gracia, y en que algunas cosas se sostienen como un milagro, y en que a veces nos rocía como una inspiración. Y aquel era un lugar para recibir la gracia. Estaba desnudado de retóricas y de grandes palabras en aquel rincón solitario, con una melancolía llena de delicia, sosteniendo todo el ruido del agua.
Salimos y nos asomamos a las orillas del río. Le sugerí algunos encuadres para las fotos , con los árboles delante, el agua arrastrando hilos rizados, los insectos bailando encima del agua, los pequeños juncos que se agitaban. Unos cuantos árboles alargados afinaban la percepción de la ribera. Y un poco más cerca había un cementerio. Pero también era un cementerio callado y amistoso, sin grandes panteones, sin casi nombres, con alguna lápida desnuda, con alguna piedra inclinada, con alguna inscripción borrosa. Parecía que presencias sin nombre nos quitaban también a nosotros el nombre. Volvimos a entrar, ella habló con la chica que informaba a la entrada, le transmitió su admiración, la hizo sonreír con su entusiasmo, hizo que se sintieran compañeras en la admiración de Finlandia . Nos acercamos al púlpito y miramos con más detalle las figuras pintadas. Era arte popular e ingenuo lleno de alma, ángeles de color claro que salvaban a las personas, cristos dolorosos que sufrían con nosotros, una voluntad de realzar el sufrimiento del hombre y sacar algo de él, de acrisolar los asombros que tenemos. En el muro frontal había otras figuras, todo lleno de actividad, todo con la inocencia del mito, con el lenguaje de la religión poética cuando no se impone. Y aquel lugar no era para imponer nada, ni para apabullar, solo una casa bien trazada para sentirse más auténtico, para compaginarse con el bosque. Una iglesia en mitad de un bosque que formaba parte del bosque, transustanciada en el alma de Finlandia.
Miramos con toda la mirada aquellos recintos sin ganas de irnos, con una nostalgia anticipada, con un deseo de recibirlo todo en los últimos segundos, con una apertura desesperada. Avanzamos hacia la entrada y nos dábamos la vuelta. Y aún vimos de nuevo el ámbito de la nave y soltamos casi una oración pasajera y aún nos paramos después junto a la puerta que enmarcaba aquel santuario poético. Y luego cuando nos marchábamos nos volvíamos de vez en cuando. Me di la vuelta una vez más para que no me quedara nada. No quería creer que aquello se me perdía, que aquello quedaba allí. Le pedí que me hiciera una foto fantástica en que se me veía entre las espigas de colza con la iglesia al fondo, como si fuera una concepción surrealista. Y luego brindamos a nuestra manera, con dos palitos, con dos besos, con el borde de las manos, por aquel hallazgo que nunca perderíamos. Ya llevábamos bastante distancia y nos volvimos otra vez y la vimos trazada como una fantasía más allá de los sembrados y los árboles, como si brotara del bosque igual que una planta milagrosa.
Caminamos ahora con fuerza a través de la carretera desolada. Y llegamos a aquella especie de pueblo que era como la capital de un santuario que no se daba ese nombre. Había un par de calles torcidas y unas cuantas casas desperdigadas. En una esquina de la plaza se encontraba un restaurante con una terraza y en el otro extremo una especie de alojamiento que no se sabía quien podría ocupar nunca. Seres que no existían, como nosotros, que caminaban solos por las soledades. Entramos en el restaurante, en el que casi no había nadie. Miramos un menú y pedimos una serie de tapas humildes pero nos sorprendieron con su abundancia y su gracia. Pides cualquier cosa y también está llena de sabor y de regalo. Las acompañamos con dos cervezas estupendas. Ella sonreía con la camarera sin saber ningún idioma, intercambiaba sonrisas, la sorprendía con sus latidos, la alegraba con sus modales. En el restaurante había grandes mesas de madera, herramientas colgadas de cazadores, cornamentas de ciervo, fotos de rincones junto a los lagos. Y un futbolín que me recordó cuando yo jugaba en la infancia, cuando hasta me planteé como en las películas ser un profesional , aunque perdía siempre. Y aquel futbolín en el restaurante perdido del pueblo perdido me trajo otra vez olores de la infancia, me hizo saber que allí estaba yo mismo otra vez, aunque no me conociera muy bien. Nos demoramos mirando aquel entorno que parecía un lugar de cuento, de pronto podrían entrar personajes de las novelas de Tolkien. Y eso que en los carteles se anunciaban conciertos , pubs para divertirse en las cercanías, como cuando en las proximidades de mi pueblo se anuncian discotecas con nombres modernos. Éramos los únicos en aquel momento que habían tenido el atrevimiento de acercarse en busca de aquella iglesia humilde que solo atraía a seres secretos como nosotros. Y ellos podían estar orgullosos de esos secretos, de esas iglesias como pianos perdidos en la región de los lagos. Nos dirigimos al tren caminando un buen trecho hasta encontrar aquella estación en mitad de la nada. Pero de la nada que lo es todo, como en los poemas de Cirlot. Cirlot soñó una Inglaterra como un país de lilas lleno de sombras, pero si estuviera en Finlandia habría escrito también esos poemas.
Y mientras íbamos en tren, qué delicia es ir en tren, sin prisas modernas, con calma, con todo el mundo suave a través de las ventanillas, como gente que habla con proximidad con todas las cosas, yo iba pensando en todos esos lugares locos que se esconden en la región de los lagos por el lado de Tampere. Palacios de antiguas festividades, hoteles decadentes perdidos entre los bosques, lugares donde se escribieron grandes novelas , ciudades pequeñas donde se celebran festivales, Hamenlinna donde pasó su infancia Sibelius e intuyó sus grandes obras. Y todo eran infinidad de posibilidades en la cabeza, se nos hacía la boca agua pensando tantos viajes que podrían hacerse por aquellos lados, qué bien nos lo pasábamos pensando simplemente en todas aquellas opciones , imaginando tantas vivencias, teníamos una imaginación que no la paraba nadie, todo fermentaba en nuestra cabeza.
Y mientras tanto caía el atardecer sobre el tren a través de los lagos y nuestras ideas se volvían todavía más locas. Y de ese modo llegamos a Tampere al anochecer , a esa ciudad vibrante y sugestiva metida en el corazón de una región llena de sugestiones, en medio de una composición de lagos y de bosques que sobrepasaba todas las estructuras, que trazaba mil laberintos de sueños en todas direcciones. Era hermoso llegar al anochecer a Tampere. E íbamos desde la estación de tren hasta el río lleno de esclusas, y en la calle Hamen mirábamos infinidad de ocurrencias asombrosas, una fuente plástica hecha con peces o conchas pegadas en algo flexible, construcciones de tubos que se levantaban del suelo, faroles estirados que multiplicaban las luces. Y llegábamos hasta el puente con sus leones, mirábamos el agua que se precipitaba en cascadas sucesivas como una sucesión de fiestas. Y tomábamos hacia el norte, hacia nuestro albergue que estaba recogido junto a la catedral, y mirábamos el café Poema que era como el sitio de reunión de la abuela, y pasábamos al lado de tiendas de regalos que parecían vender pensamientos .
FOTOS: CONSUELO DE ARCO