El fantasma de Tallin
Por Antonio Costa Gómez
Fotos: Consuelo de Arco
C me dijo que me fijara en el hueco de la torre. No veo nada, dije. Pero fíjate bien, dijo. No veo nada especial, dije. Entonces me enseñó una foto que había hecho. Se distinguía claramente una calavera. Quedé alucinado. Luego amplió la foto y se percibía cada vez con más nitidez. Volvimos al día siguiente y en el hueco de aquella torre los ojos no distinguían nada de particular. Aquella máquina hacía cosas raras, pero en aquella ocasión nos produjo un poco de escalofrío.
Y es que la atmósfera de Tallin era mágica. Es una ciudad tan mágica como Praga, pero la gente no lo sabe. Es mejor que no lo sepan. La gente se mueve por lo que digan las agencias, por los simplismos informativos, por movimientos gregarios. Tallin es incluso más mágica, porque es más coherente, es solo gótica. Y el gótico siempre me ha fascinado. Es el estilo de la pasión, del entusiasmo, del fuego. Y también del misterio, de lo escondido, de lo interior. Tallin está llena de historias de miedo y las leíamos entusiasmados antes de salir de España. En una casa el diablo asistió a una boda, en otra se escuchaba a un gato diabólico, en otra una monja se entendió con el diablo. Vimos una monja de tamaño natural arrodillada encima de la marquesina de un bar con la cara grotesca.
Estonia es un país pequeño, lleno de lagos, que nunca ha querido dominar, que ha sido dominado. Las huellas de los rusos dominantes están por todas partes. En lo alto del castillo de Toompea está la iglesia rusa de Alexander Nevsky que simboliza esa dominación. Como siempre los rusos se instalaron en la parte más alta. Pero en el interior del castillo se siguen las callejuelas, las casas antiguas, las placas que indican personajes ilustres, las placitas cerradas, los paseos asomados sobre la ciudad. Y desde allí se ve toda la muralla medieval y todas las agujas de las iglesias góticas que se levantan por todas partes. Dos calles paralelas, Pikk y Lai serpentean hacia el puerto , donde se levanta una puerta impresionante, con una torre a la que llaman La Gorda, donde se ha instalado la oficina de turismo. Y siguiendo esas dos calles se recorren fuentes ornamentales, casas antiguas de los gremios, antiguos hoteles en casas tradicionales, placas que recuerdan hechos, confiterías sugerentes, viejos cafés con encanto. Nos fijamos en san Olaf, con un jardín de árboles góticos, con los muros ennegrecidos. Y las Tres Hermanas, tres casas coquetas del siglo XV con sus mástiles para cargar mercancías.
Leíamos sobre los locales antes de viajar. Leíamos sobre el Lobo Amable y queríamos ir sin falta. Y cuando entramos vimos un local enorme e informal con carteles de exposiciones y unas mesas amplias junto a las ventanales. La camarera estaba pendiente de un muchachote africano que la tenía deslumbrada y no nos hacía caso. Pero luego C consiguió contactarla y encantarla con su vitalidad. Y me hizo una foto en la que ahora parezco un mito. En la gran cristalera estaba el lobo corriendo con una chica desnuda y alborotada encima. Parece que el viento los arrastra y los agita. “La chica desnuda eres tú”, le dice una amiga a C. Y a mí no me importa ser el lobo. Precisamente poco antes le hice leer “El lobo estepario” y siempre me sentí muy identificado con él. Y leí que casualmente Hermann Hesse tenía raíces estonias. Detrás de la cristalera del Lobo Amable estoy yo levantando una enorme jarra de cerveza, como para celebrar nuestra vida en Tallin. Identificados con ese lobo gótico que se vuelve amable para los visitantes. Esa ciudad tiene algo de lobuno y nocturno, pero acoge con su vitalidad a los extranjeros. Está llena de locales para beber y comer, de ganas de vivir, de embrujo marino. Durante la Edad Media los comerciantes levantaron con entusiasmo este enclave en el Báltico, en medio de grandes potencias y consiguieron sobrevivir a través de los siglos.
La ciudad estaba llena de presencias, de inquietudes, de animaciones nocturnas. Era una ciudad de fantasmas jocundos, de lobos amables, de diablos que soltaban sus ocurrencias en el vivir de las personas. Y todo desemboca en la alucinante Raekoja Plats que parece recoger todos los entusiasmos. La torre del Ayuntamiento se dispara desmesurada hacia los cielos donde el Viejo Tomás maneja la veleta. Las casas de colores aprietan el recinto cubierto de adoquines. Uno está allí rodeado de pintoresquismo y ya no sabe a donde mirar. En todas direcciones salen callejones retorcidos o pasajes que desembocan en lo inesperado. Debajo del Ayuntamiento había una bodega con mesas de madera que servía un vino delicioso y atendía una mujer con aspecto de bruja extraña. En el otro extremo estaba la taberna Kehrweider con historias de gnomos y princesas, en la que uno se sentaba en unos sofás profundos delante de velas misteriosas y alumbrado por lámparas serpentiformes que salían de las paredes. Pasar unas horas allí era que toda tu vida te saliera en aspectos desconocidos , que nos contáramos historias intrépidamente y nosotros mismos nos convirtiéramos en seres de leyenda.
En ese apasionamiento secreto encajaba Dostoyevski. Supe que el gran ruso había vivido un año en Tallin, que había venido desde san Petersburgo cuando su hermano era médico allí. Y Dostoyevski es para mí el gran visionario, el escritor que descubre el subsuelo humano debajo de esta civilización que lo erosiona todo, y testimonia el latido que nunca se calla. Él defendía la grandeza de Rusia, la salvación por Rusia, hablaba de una Europa decadente e incluso diabólica. Pero escribió su obra más profunda, “El idiota”, en Florencia, en el corazón de esa Europa a la que temía. Porque Dostoyevski estaba muy por encima de sus doctrinas y cogía como un borracho con fiebre todo lo que de fascinantes tenían los hombres. El amor le hacía comprender a todos de una forma visionaria. Y Tallin coincidía con ese deseo, por su espíritu secreto, por su vibración interior, por sus calles tortuosas llenas de jardines y pasadizos y torres clausuradas, mejor que la prepotente san Petersburgo de almirantazgos y palacios imperiales. Y conseguimos encontrar la casa donde había vivido, en una calle decaída pero llena de sorpresas, con una filmoteca olvidada o una casa de artistas aislada o una cafetería escondida en la muralla. Nos quedamos mucho rato mirando la fachada, que no tenía nada de particular, pero para mí era el lugar donde había vivido Dostoyevski, y en el muro ajado, y en las escaleras sobadas, y en las paredes desconchadas, quedaba algo del espíritu del genio. Hablamos con un joven que vivía allí, y nos señaló ingenuamente que allí había vivido Dostoyevski, un escritor ruso, dijo, y le dijimos: si, sí, y él no le daba demasiada importancia. Y descubrimos en el parque Tamsaare la estatua de Dostoyevski y me quedé mucho rato pensando en “Crimen y castigo” y “El idiota” y “Los hermanos Karamazov”. Dostoeyvski había planteado un cristianismo borracho y alucinado , una mística de taberna y de buhardilla, y comprendía a todos los seres humildes llenos de carne y espíritu. El también peleaba con los demonios y los fantasmas y los aparecidos que daban vueltas por Tallin.
Un día seguimos las murallas, y subimos a torres, y en algunas estaban instaladas tabernas, o museos subterráneos, o había portalones con grandes cerraduras llenas de herrajes, o sobresalían buhardillas que se tendían en el aire sobre la calle, o trepaban escaleras misteriosas. Nos encontrábamos con plazas inesperadas, con edificios de los que se contaban historias asombrosas, con un pozo tapado con la roldana antigua. Todo era dar vueltas, torcer por codos, aparecer donde menos lo piensas. Había un colegio en el que se habían oído presencias y se escuchaban ruidos. Todo resonaba de evocaciones , y las molduras, los dibujos, los esgrafiados que tapaban las casas como puntillas, contaban siempre algo en cualquier esquina. Y luego estaba la calle Katarina, que atravesaba transversalmente la ciudad, con plazas interiores, un laberinto de tiendas, fachadas con plantas trepadoras, galerías de arte, pasadizos, túneles. En medio había una iglesia pequeña y antigua, con su espiritualidad secreta, con su recogimiento, con sus alusiones a antiguas historias espiritualistas. En esa calle C hizo fotos en los momentos menos pensados, y le pidió de modo entusiasta a la gente que nos sacara a los dos, como sorprendidos en nuestro secreto. Porque es en lugares así donde uno puede amar de verdad, mirar con los ojos más interiores, descubrir que está ligado a la otra persona de forma alucinante. Se quedaba mirando las tiendas de sombreros, entraba en los talleres de cerámica, fotografiaba una ventana que daba sobre un patio interior , como si fuera una superposición de intimidades, de secretismos conectados unos con otros. Y había cafés imaginativos instalados en antiguas casas, trazados en elevaciones entre las calles, acurrucados debajo de los árboles, metidos entre las esquinas de los conventos.
Y por todas partes las torres, torres de todos los tamaños, cada una con su nombre, cada una con su historia, algunas habían servido de depósitos para cañones, otras guardaban pólvora, en algunas se escondían tabernas o restaurantes, en otras había pasado algo insólito, algunas eran muy delgadas y espigadas, otras tenían troneras misteriosas. Subimos a la torre Vistazo a la Cocina y miramos las avenidas llenas de tráfico, el bullir de las luces por la noche, el misterio de la torre que escondía una calavera. Había un lugar que se llamaba La Casa del Diablo y tenía todas las ventanas abiertas y por ellas se veían espectáculos y gente disfrazada y erotismos y fiestas. Y toda la noche todos los locales estaban temblando, salía y entraba gente de todas partes, se notaban unas ganas de vivir la nueva libertad, de confesarlo todo, de soltarlo todo. Si los finlandeses estaban melancólicos ahí tenían la fiesta de Tallin.