Hildegart
Por José Antonio Ricondo Torre
El periódico de Madrid Nuevo Mundo publicaba el 9 de junio de 1933 la crónica de José Montero Alonso sobre el horroroso crimen de la joven Hildegart Rodríguez, a los 18 años, asesinada al alba una semana antes por su madre.
Comenzaba así su escrito:
TANTO preocuparse por los infiernos y las sombras de la vida sexual; tanto investigar las zonas extraviadas y peligrosas del amor, habían de formar, fatalmente, como un destino en la vida de la pobre “Hildegart”. Ese tema reiterado de su vida es también el nudo dramático de su bárbara muerte, el fantasma tremendo que tutela trágicamente su final.
Fue, en realidad, una pésima interpretación de la eugenesia, un experimento loco y egoísta por parte de su madre -Aurora Rodríguez-, cuyo fin trágico, no por casual, podía entreverse en una madre huraña y desagradable, la antítesis de Hilde, una hija admirable.
Hilde era una chica especial, con una imaginación, conocimiento y razonamiento impresionantes. Y por lo que toca a su alma, ni un solo minuto de su pequeña pero densa biografía pudo ser tranquilo debido al control férreo y morboso que ejercía sobre ella su madre. Y en contradicción, ambas tenían la aureola o el perfil de lo insólito e inusual.
Constantemente, un rasgo peculiar en su nacimiento, en Madrid, un 8 de diciembre de 1914 (se escogió un padre biológico -el viajero Alberto Pallás, cura, navegante y escritor- exclusivamente con el objeto de engendrar el paradigma de la mujer del porvenir); en su vida (fue amaestrada y adiestrada por su madre); en su inteligencia (con tres años escribía, y, teniendo ocho, hablaba seis lenguas, acabando la carrera de Derecho con diecisiete años); y en su labor (una militante activa del PSOE; posteriormente, del Partido Federal).
Su equilibrio armonizaba y su música sonaba divergentes al uso. También su muerte, el 9 de junio de 1933, fue violenta, agregando más singularidad a su historia.
Era alta, recia, valiente, y había, simultáneamente, en ella ese aspecto ingenuo y cándido, eso sutil y misterioso que no se acierta a explicar en la pubertad. Observándola, era difícil percibir que su figura lugareña poseía duende, que no se arredraba ante los peligros. La esencia y el sentimiento atesoraban en ella un coraje admirable y unas aspiraciones llenas de energía.
Ansiaba que todo fuera algo mejor, más auténtico, más honrado y más próspero: un alma mejor, una naturaleza humana mejor, una generación mejor.
Conmueve cuanto aquella cabeza, apenas de niña, conquistó y dio cobijo en su cerebro. Idiomas, jurisprudencia, medicina, sociología.
Eran sobresalientes su pensamiento emprendedor, su garra dialéctica, su actividad vertiginosa, su convicción de lo público y su confianza en el ser humano. En ella residía todo un ánimo de naturalidad, seriedad y espontaneidad, brío directo y audaz, que alababa o reprobaba con igual fogosidad.
Primero ingresó en el PSOE y, más tarde, expulsada de este, sostuvo para los socialistas embates muy firmes y rígidos, latigazos que resultaban más apasionados porque se manifestaban en una inteligencia limpia, no adulterada por las apariencias o formulismos, frente a la política concebida como un sainete, como un embuste.
Sigue escribiendo el cronista:
Habló mucho -artículos, conferencias, libros- del amor, y no conoció, sin embargo, ese amor. Acaso lo empezaba a conocer a hora, cuando llegó a ella la Muerte (la Muerte, la celosa…) Fratelli a un tempo stesso amore e morte. Los dos grandes hermanos llegaron juntos a la vida de “Hildegart”. Del sueño del amor pasó sin transición al sueño de la muerte.
Hace unos meses publicó la escritora un artículo en el que subconscientemente hablaba de su muerte. Era un artículo sobre “Endocrinología, Delincuencia y Eugenesia”. Comentaba la importancia de lo sexual como antecedente y explicación del delito. Y citaba casos en que el crimen respondía a una degeneración de las glándulas internas, en que había de buscarse en la deficiente constitución de estas la raíz de un hecho a primera vista injustificable. No pensaría “Hildegart”, al trazar estas líneas, que, probablemente, unos meses más tarde, al querer hallar una explicación a lo inexplicable de su muerte, habría que ir a esa zona obscura y bárbara de lo sexual.
Dos años antes de su muerte, Hilde empezaba a ser prestigiada internacionalmente y su madre, la misma noche que le anuncia su deseo de irse a Inglaterra, le dispara, mientras dormía, cuatro tiros -tres en la caja torácica y uno en la cabeza- que en el mismo momento la matan, sin haber cumplido los diecinueve años. Sin haber conocido el amor. Le estuvo prohibido.
Laura y Hildegart Rodríguez, madre e hija. (Foto en Historias de mujeres, de Rosa Montero)