Un invierno en Teherán
Por Antonio Costa Gómez
Le digo a un taxi que me lleve al hotel Naderi, allí en otro tiempo se reunían los escritores, una guía alucinante dice que allí estuvo Kafka.
Hay un tipo joven en la recepción y me lleva a mi cuarto, es un hotel vetusto con fotos de los años cincuenta y paredes de madera, una llave crujiente abre la puerta y entro en una habitación muy grande con las paredes desconchadas, tengo una cama solemne de hierro y no hay televisión, por la ventana llegan las luces y los ruidos de la avenida Jomuhri, en el baño hay un lavabo que gotea y una bañera enorme con manchas de óxido y desconchones en la porcelana.
Salgo a la calle y vago por las calles abarrotadas de coches del centro, paso delante de las embajadas alemana e inglesa, llego a la plaza Jomeini y encuentro el caos , un monumento que no se ve entre tantos carteles, avenidas que salen en todas direcciones y no se sabe a donde llevan, un atasco de tráfico imposible, sigo por la avenida en dirección al oeste y paso por los museos nacionales, por un parque con surtidores, por un gran supermercado, por montones de marcas comerciales.
Se ha hecho ya tarde y me vuelvo al hotel, entro en el bar y me pido un café que me sirven escaso y cargado, lo tomo a sorbos muy pequeños mientras disfruto de los pequeños detalles a mi alrededor, la chica que coquetea sutil, los estudiantes que charlan, las muchachas animadas, los camareros atareados, por la ventana se ve un jardín de rosas que deslumbran, en lo alto el padre Jomeini nos vigila a todos.
Es la hora de comer y paso al restaurante, me siento en la primera mesa y pido lo que está comiendo un vecino, me sirven un plato gigantesco de chelo kebab acompañado con una especie de leche, como siempre la comida empieza a colocarme, en otra mesa está una mujer ya entrada en años que deja caer el pañuelo hacia un lado, simulo que me resulta muy atractiva y la miro con timidez de vez en cuando, ella se pone ilusionada y satisfecha, ensaya miradas interesantes con los ojos claros, y ya que he empezado tengo que mantener la ficción durante un tiempo.
Me retiro y me dirijo a la habitación, me tiendo unas horas en la cama de hierro y leo “Ilusiones perdidas” de Balzac, esa novela me atrapa y me cuesta dejar la compañía de Luciano de Rubempré y de la duquesa que lo protege y de sus amores parisinos y de los colgados que viven la bohemia con él y conozco al dedillo Angulema y vivo con Luciano todas las fatigas cuando vuelve desde París a pie.
Son las seis de la tarde y salgo, es como si hubieran pasado días, el tiempo es absolutamente desconocido cuando se viaja, y para mí es desconocido casi todos los días, camino hacia el oeste y llego a la avenida Vali, para mí es la avenida más hermosa de Teheran, recibe por dos canales el agua que baja de las montañas, tiene muchas tiendas de antigüedades, linda con parques secretos y con museos, tiene un aire de elegancia y de evocación, muchos matrimonios van a pasear por ella, ésa es su celebración, mirar escaparates y sentir como se caen las hojas sobre los adoquines y como los grandes árboles amortiguan los ruidos.
A la mañana siguiente me levanto temprano y me dirijo al hotel de lujo Hafez que está en la otra calle, les pregunto si puedo desayunar y me dicen que pase, hay una sala muy bien puesta y mesas con manteles y copas, me sirvo pan con mantequilla y yogures y distintos tipos de pasteles, y me tomo un café muy bien hecho que me alegra como si me llegara muy adentro, a veces para mí la comida es algo muy profundo y lírico.
Regreso a la calle Firdusi y bajo con calma, encuentro el Museo de las Joyas pero no quiero entrar, de todos modos unos guardias invencibles están apostados en la puerta y casi da miedo hacerlo , más adelante está la embajada alemana, y enfrente hay una roca muy grande donde está grabado en inglés que los infames alemanes vendieron armas químicas a los iraquíes para que mataran a miles de niños iraníes y uno se siente furioso al leerlo y da miedo pasar delante de los malvados alemanes.
Llego a la encrucijada caótica, voy otra vez hacia la avenida Vali, me meto por calles laterales y encuentro edificios elegantes de fines del siglo XIX, molduras nostálgicas, puertas artísticas, pero si salgo a las avenidas grandes encuentro vulgaridad y ruido, un montón de tiendas polvorientas, enseñas repetitivas, talleres todos iguales, cantinas miserables, es curioso como se mezcla todo, lo vulgar y lo sublime, el ruido con el recuerdo de los poetas más grandes.
Paso delante de un museo que no pensaba ver, he leído que es un poco friqui, pero ahora pienso: ¿por qué no entrar?., dentro están las esculturas de Akbar Sanati, aparto una cortina muy pesada y luego otra un poco grasienta y entro en una sala abigarrada, y hay un montón de esculturas en bronce colocadas caóticamente, se ve a revolucionarios torturados por la policía del shah, profetas en el desierto, el presidente Lincoln, Charles Chaplin, Cristo crucificado, todo parece valer en esta mezcolanza patética de gestualidad y de grito, paso a otra sala y todavía hay más obras, no sé si tomarlas en serio, tienen algo de naif y algo de expresionista, me gusta su toque de exceso y de ocurrencia loca, pero por supuesto no salen las torturas que cometen los policías de Jomeini, ni los compañeros de viaje que liquidó la revolución como se ven en “Persépolis” de Maryanne Satrapi.
Entro en el Museo Nacional, aquí está la síntesis de la cultura persa, avanzo como un viajero por los pasillos, quiero que eso me haga vivir, no quiero simple erudición, encuentro capiteles de antiguos palacios, columnas alargadísimas, pórticos de palacios, entradas deslumbrantes, hay explicaciones en inglés y los nombres me suenan poéticos, hay unos leones alados llenos de ímpetu y fantasía, me los quedo mirando mucho rato, encuentro relieves que significan desfiles y fiestas, me acuerdo de aquellas procesiones que veía en Persépolis, figuras elegantes que llevan sus ofrendas al rey, no súbditos machacados, gentes de todas las naciones que acuden a una fiesta y mezclan la decoración con la vida y llevan las barbas entrelazadas y parecen cortesanos sin dejar de ser valientes, estos son los caballeros, los mismos que propiciaron la poesía amorosa de Europa, tenía razón mi amigo irlandés alucinado de Compostela, sigo avanzando y me quedo pasmado, me paro ante trozos de mosaicos y esculturas sin cabeza cuyo cuerpo parece un rostro y manos que se extienden, todo es alargadísimo y exagerado, los persas no tienen esa mesura que supuestamente tenían los griegos, aquí hay pasión y delirio, cuando los persas iban a la guerra hacían una verbena en el desierto, el propio Alejandro fue seducido por ellos.
Salgo y me dirijo al edificio donde está la parte islámica, lo que más me alucina son las miniaturas como películas, están trazadas con detalles intensos que absorven , se delimitan con gracia las cinturas , los pañuelos, las bocas, están Maynun y Leila conversando en el jardín al borde del desierto y me acuerdo del poema de Nizami, Maynun y Leila lo ponen todo en la mirada, rompen con todo para encontrarse en la noche, está Maynun solo en el desierto, el hombre que se ha ido al desierto para enloquecer y sentir del todo el amor, está Rustan montado en su águila mágica persiguiendo al Simurg como nuestros caballeros europeos buscaban dragones, tal vez para coger la energía y el delirio de los dragones.
Salgo y me siento abrumado, pienso que todavía puedo visitar el Museo de los Cristales, es un palacio con una escalera de mármol y bronce del siglo XIX que fue sede de una embajada, vago por las salas, le pregunto a estudiantes que me dan explicaciones, todos los museos están llenos de jovencitas estudiantes que transmiten su entusiasmo, hay una vasija alargada que parece una lágrima, me cuentan que según una leyenda es una lágrima solidificada que soltó una doncella a la que dejaron, hay un montón de vitrinas llenas de cristales fantásticos, en una sala a oscuras destacan sobre peanas unas vasijas con brillos, el cristal es una metáfora del vuelo, de la destilación, los cristales aparecen como poemas rilkianos, como formas de amor silenciosas, hay copas, bandejas absurdas, platos con formas de peces.
Regreso al Naderi, me tiendo unas horas en mi cama tan grande mirando a las paredes vacías, me fijo en las manchas de humedad, en las líneas que hacen figuras sobre la cal, los ruidos de los coches se distorsionan detrás de las ventanas y pueden ser cualquier cosa, estoy callado y puedo ser cualquier persona en este cuarto, empiezo a inventar novelas posibles sobre mí.
Cierro con la gran llave de hierro, bajo las escaleras, en la sala de estar oscura está la televisión encendida y nadie la mira, este es un hotel de fantasmas, donde antaño se alojaron personas importantes, salgo a la avenida Jomuri y me encuentro con el tráfico, camino por ella, llego al cruce con Firdusi, continúo hacia el este para ver si llego al final de la avenida, se hace cada vez más desigual y con muchos socavones, veo talleres instalados en plena calle, basureros, depósitos de materiales, gente sentada en el suelo, gente que espera no sé qué, paso delante de un cine tétrico cuyos horarios no están en la numeración que rige en el mundo entero, me quedo pasmado ante una tienda de papeles, solo hay papeles de distintos colores y texturas, parece un homenaje al papel ahora que amenazan con suprimirlo los artefactos electrónicos, lo veo como una oda al papel y su historia, a todo lo que huele y se toca, a todas las cartas de amor que se escribieron en papeles, pero me fijo y hay unas frases en las tarjetas, tal vez son frases religiosas como las hay en este país por todas partes.
Y voy en taxis por distintas zonas de Teheran y veo el palacio Golestán que tiene un trono de pavo real y unas galerías como alfombras verticales y paso delante de la antigua embajada americana llena de pintadas bravuconas en inglés y recorro la calle llena de librerías donde un día encontré la última Lonely Planet y atravieso la jungla de cuerpos y de olores del bazar y veo a lo lejos el monumento Azadi que parece una obra galáctica en plexiglás de Naum Gabo y observo un cine donde solo ponen películas de Kung Fu y ceno en el restaurante Omar Jayam escuchando desde un altillo la música de unos juglares que entonan canciones de amor de Hafez y paso una vez más por la avenida Vali escuchando el rumor del agua que baja de las montañas Elburz .
Vuelvo a desayunar al hotel Hafez, disfruto mis tostadas de mantequilla, los vasos de yogurt, las galletas sabrosas, y cojo un taxi para subir al norte de Teherán, donde estaban los palacios del Shah y donde todavía viven los ricos y hay restaurantes panorámicos que miran en el aire fresco a toda la ciudad, subo por la avenida Vali otra vez y miro el agua fresca de la montaña y los árboles gigantescos y los museos perdidos entre la espesura, el taxi sale de la avenida y me deja en una explanada llena de autobuses y de soldados, apenas hay visitantes, compro un billete y se me ofrecen varios guías y les digo que no, entro por una puerta gigantesca y empiezo a subir por una avenida grandiosa debajo de abetos descomunales, paso entre macizos de hierba y pabellones, parece el coto de caza de unos emperadores, primero encuentro el Palacio Blanco donde vivía el shah, en la entrada hay un bota gigantesca de bronce abandonada en mitad de las piedras, es un símbolo de los poderes perdidos, de la fugacidad de los imperios, de las vueltas de la Historia, qué sé yo, entro en un vestíbulo gigantesco con escaleras imperiales y me dirijo a un comedor que parece dispuesto para comer ahora mismo, tiene manteles preciosos, copas que brillan asombrosamente, vajillas prodigiosas, ahí comía y disfrutaba el shah y se dice que invitaba a actrices de Hollywood y que cuando estaba cabreado se subía a la mesa para soltar admoniciones, subo por la escalera y llego a los dormitorios, debía de ser difícil dormir en una cama así, donde parece que te estará viendo toda la corte o te están filmando para una película, miro los doseles, las colchas azules, los artesonados del techo, las cortinas encarnadas, el calentador de plata, los muebles para apoyar los calcetines, el itinerario me lleva por otros cuartos, por el dormitorio de los niños, por vestidores, por piezas que sabe Dios para qué servirían, tengo que bajar por otras escaleras y llego a la sala de billar, están las mesas dispuestas y las varas y los tacos que usaba el shah y leo que aquí charlaba con sus invitados y sus hombres de confianza y aquí planeó con la CIA la conspiración contra Mussadeq y vendió el país a cambio de disfrutar de sus vicios, trato de imaginarme todo lo que dirían, los secretos pringosos, los silencios llenos de sobreentendidos, las miradas obsesivas, en otro sitio hay una sala de recepciones donde se recibía a diplomáticos, se daban banquetes infernales , se hacían actividades culturales, y veo las bibliotecas, los muebles forrados, los bargueños, los armarios con cristales, las mesas de maderas nobles, las sillas donde parece que el culo se vuelve real, y pienso en lo que queda de otros tiempos, en como todas las grandezas se descomponen, en como el tiempo lo hace todo interesante e inofensivo.
Salgo de nuevo a los parques inmensos, las carreteras en mitad de la montaña, las extensiones de recreo, camino hacia arriba y un autobús me recoge, me bajo junto al Palacio Verde, es una especie de capricho para quedar con amantes, una ocurrencia rococó que reúne muebles como tartas, aparadores llenos de curvas, mesas de colores, vajillas intocables, bajo al sótano y allí hay una decoración todavía más etérea, como si aquí viviera un emperador de juguete, se pusiera erótico para jugar con sus preferidas, fumara porros soltando paridas, cerca de allí el pintor Bejahd exhibe sus creaciones art nouveau, sus caritas idealizadas de contornos anodinos, sus abstracciones calmantes, en ellas hasta le permiten dibujar cabellos de mujeres.
Salgo y me tomo un té en una terraza mirando las montañas Elburz nevadas en dirección al mar Caspio, sintiendo como ahí arriba no importarán las doctrinas ni las tiranías ni la apisonadora de la Historia, sino su pureza entusiasta, su indómita libertad.