La muerte del Quijote, ¿el último engaño de Cervantes para mostrar que la aventura nunca termina?
A partir de la lúcida lectura de la muerte del Quijote propuesta por Margit Frenk es posible advertir que Cervantes continúa engañándonos con lo evidente.
Como Moby Dick, como Ulysses, como En busca del tiempo perdido, el Quijote es un libro interminable. Sus páginas pueden recorrerse una y otra vez (como, en efecto, se ha hecho) para descubrir que en realidad la lectura nunca se agota. Si bien el Quijote es también uno de esos clásicos que tiene que encontrar a su lector, cuando esta coincidencia ocurre, el libro ya jamás nos abandona, antes bien, nos acompaña y de algún modo nos hace leerlo de otra manera, por otras vías.
En buena medida este efecto es una de las propiedades intrínsecas de la novela. Si algo caracteriza al Quijote es su grado elevado de comunión que propicia entre lector, obra y autor. Como heredero de una amplia tradición de literatura oral, Cervantes desliza en su narración sutiles recursos mediante los cuales hace al lector partícipe de los sucesos narrados y aun del espíritu de los personajes, una estratagema esencialmente intelectual que por un instante nos funde con la realidad de la narración.
Uno de los momentos más emotivos en que se demuestran las posibilidades de este juego de reflejos, es la escena final de la novela cervantina. Como sabemos, Cervantes decidió dar muerte a su personaje luego de que un tal Alonso Fernández de Avellaneda publicara una continuación apócrifa de la primera parte del Quijote, un relato de escasa calidad literaria que tuvo casi como único propósito zaherir a Cervantes, burlarse de su obra y aun de su vida, humillarlo y denostarlo. Para impedir que otros repitieran el escarnio aprovechándose de la popularidad del Caballero de la Triste Figura, el escritor decidió entregar a su personaje “finalmente, muerto y sepultado, porque ninguno se atreva a levantarle nuevos testimonios”.
Ese capítulo último es conocido: devuelto a su aldea tras la derrota sufrida a manos del Caballero de los Espejos, apenas entra a esta y a su casa el Quijote cae enfermo, “una calentura que le tuvo seis días en la cama”, rodeado de Sancho Panza y el bachiller Sansón Carrasco y el cura y el barbero del pueblo, además del ama y su sobrina. En este trance, en un acto que parece devolverlo a la cordura del mundo, el hombre decide hacer su testamento y legar sus bienes en aparente estado pleno de razón.
―Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje, ya me son odiosas todas las historias profanas del andante caballería, ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído, ya, por misericordia de Dios, escarmentando en cabeza propia, las abomino.
Y el discurso es tan claro, tan convincente, las razones tan sensatas, que todos quienes lo escuchan lo creyeron y lo han creído hasta ahora, personajes y lectores y aun los críticos más avezados. ¿Pero no es justo ese uno de los comportamientos más característicos del Quijote? ¿No pronuncia sus discursos de la Edad de Oro, de las Armas y las Letras, de la Libertad y otros más con sabiduría tan admirable que hace a todos dudar de su locura? ¿Por qué entonces habríamos de creerle ahora? ¿Solo porque se está muriendo? Ahí el genio de Cervantes, esa ficción tan perfecta que funde los planos de realidad involucrados en la lectura, la realidad de la obra y la realidad del lector alcanzan un grado de comunión insospechado, íntimo.
Recientemente ha sido Margit Frenk quien ha reparado en este detalle. Frenk, una de las cervantistas más destacadas de los últimos años, publicó hace poco Cuatro ensayos sobre el Quijote, uno de los cuales, “Alonso Quijano no era su nombre”, elabora en torno a este que podría considerarse el último engaño de Cervantes.
Usualmente se ha aceptado que el nombre “real” o “verdadero” del Quijote era Alonso Quijano, uno que utiliza solo en esta escena final y únicamente para los fines legales de la herencia. Sin embargo, como hace notar Frenk, si esta inconsistencia con el resto del relato ya es sospechosa, el texto mismo nos hace evidente que este no es el nombre del Quijote, sino una nueva locura en la que incurre el personaje aun en el momento mismo de su muerte. Si no por qué, al escuchar el supuesto “nombre real”, tanto el bachiller como el barbero y el cura, a quienes el Quijote llama como testigos de su testamento, se sorprenden al escucharlo: ellos que lo conocen antes de haber sido don Quijote, al escucharlo llamarse a sí mismo aquello de “Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno”, se sorprenden e incluso creen “que alguna nueva locura le había tomado”. A propósito escribe Frenk, en una lúcida lectura del texto:
Con la misma libertad con la que el protagonista se ha autobautizado como don Quijote, se bautiza al final como Alonso Quijano el Bueno
Y más adelante, en el ensayo “Don Quijote ¿muere cuerdo?”:
Pienso que Cervantes no sería Cervantes si en ese final de su obra hubiera renunciado a la ambigüedad, si no hubiera proyectado sobre la afirmación de la cordura de su héroe un gran signo de interrogación.
El juego que, siguiendo a Frenk, propuso Cervantes, es profundamente quijotesco, cervantino, y quizá por obvio, por evidente, nunca mejor disimulado. Como la “carta robada” de Poe, a veces el mejor lugar para ocultar lo importante es a la vista de todos. Se trata, un poco, de hacer ver que en realidad don Quijote no muere cuerdo ni muere como Alonso Quijano. En realidad no hay realidad, parece querer decirnos Cervantes al supuestamente hacer morir a su personaje.
Acaso todo sea siempre la ficción que nos contamos sobre esta aventura que, como cuando leemos el Quijote, a veces nos toma como personajes, otras como meros testigos, en todos los casos entre una comunión de la que repentina y afortunadamente nos descubrimos partícipes e integrantes.
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