Fiesta de Neruda en Valparaíso
Por Antonio Costa
Teníamos el mito de Valparaíso, los elevadores, las casas de colores que subían por la montaña, el puerto que conectaba con todo el mundo. Lo primero que quisimos fue subir en el elevador Turri, tan bello como el de Lisboa (había bastantes similitudes entre Valparaíso y Lisboa) al lado del Reloj Turri, el taxi quiso engañarnos y nos dijo que no funcionaba, pero nos dio por preguntar y subimos en él. Desde arriba se disfrutaba toda la ciudad, las callejuelas escalonadas de colores, el Pacífico inmenso. Visitamos La Sebastiana, una de las casas de Neruda. Había organizado su casa como trozos de barcos que se asomaban a distintas alturas, y dentro se veían infinidad de motivos marinos, no faltaba la barra con las bebidas, los poemas por todas partes, las otomanas, los rincones para declararse o leer poesía, los grandes ventanales por los que entraba la inmensidad del mar.
Habíamos leído que una vez Neruda celebró el fin de año con sus amigos con fuegos artificiales sobre el mar, estábamos en la terraza sobre las rocas y yo me imaginaba como pudo ser aquel espectáculo, aquella explosión de imágenes, aquella locura de celebración en los espacios abiertos, Neruda fue tan expansivo en sus mejores ratos y supo captar los entusiasmos más secretos del cosmos. Y nosotros montamos nuestra propia fiesta interior al recordarlo. Leímos de nuevo los versos de “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, pero ella no estaba como ausente sino que llegaba hacia mí desde todas partes y Neruda no podía imaginarse que tendría una visitante tan apasionada muchos años después.
Fuimos a comer al Café Turri, el restaurante más reputado de la parte alta. Desde la terraza se divisaba el mar, daba mucho el sol en nuestra mesa pero lo soportábamos en aras de aquella perspectiva. Pedimos marisco y vino blanco Santa Caterina, por cuyos viñedos habíamos pasado en el autobús desde Santiago de Chile. Cada bocado que tomábamos tenía algo de momento dorado, de revelación, me parecía increíble estar allí. Aunque había un tipo español que no paraba de hablar por el móvil y lo miraba todo de modo desdeñoso y ni siquiera se daba cuenta de dónde estaba.
Bajamos por las calles escalonadas de Bellavista, las fachadas estaban cubiertas con frescos hechos por estudiantes con sueños de viajes, las calles descendían de modo laberíntico e iban revelando la ciudad detrás de casas situadas en estrechuras, en lugares difíciles, en rincones originales. Llegamos a la avenida Esmeralda, por donde pasaban los tranvías y los coches de otras épocas. Quisimos ir al Bar Inglés , habíamos leído que allí se reunían marineros de todo el mundo, pescadores que cruzaban el cabo de Nueva Esperanza, viajeros que venían de Patagonia y se dirigían a San Francisco o a Hawai, era un lugar de encuentros donde las caras trazarían miles de travesías y se hablaría de ballenas o de auroras. Seguramente nos había precedido mi amigo fantasma Bruce Chatwin. Pero el local estaba cerrado, solo quedaba una puerta esgrafiada para hacernos imaginar oscuros viajes.
Caminamos hacia el muelle Prat, donde había un mercadillo y barcos con música ofrecían travesías, subimos hacia un parque donde había visiones asombrosas del océano y esculturas extrañas, nos metimos por un callejón y entramos en una taberna secreta, bajamos unas escaleras que parecían llevar a las bodegas de un barco, llegamos a una gran sala acristalada que parecía flotar sobre los acantilados y dejaba ver a lo lejos los barcos como fantasías del puerto, tomamos una cerveza en medio de redes y de cuadros enormes con desbarajustes de colores.
Aquello era Valparaíso, la ciudad colgada sobre el mar, con edificios grandiosos y polvorientos que recordaban la época de las navegaciones , como el Gobierno Civil o la Aduana, con la Plaza Sotomayor y su Academia Naval y sus buhardillas parisienses y sus balcones semicirculares , con el monumento a la Guerra del Pacífico y sus pomposas estatuas que recordaban guerras olvidadas, con la Plaza O´Higgins y sus niños y sus árboles olifánticos, con sus mansiones asomadas a los precipicios. Aquello era Valparaíso, donde había pasado de todo y que nos hacía evocar tantas cosas.
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