Juana, ¿la reina loca?
Por Sandra Ferrer
El 6 de noviembre de 1479 nacía en Toledo el tercer vástago de los entonces flamantes y todopoderosos Reyes Católicos. Le pusieron de nombre Juana. Por delante suyo en la línea sucesoria estaban sus hermanos, Isabel y Juan, dos niños aparentemente sanos que a su vez darían sus frutos y alejarían a Juana de la corona. Así que nadie en aquel frío día de invierno de Castilla podía imaginar que la pequeña infanta sería objeto de tantos quebraderos de cabeza dinásticos y tantas controversias históricas sobre su supuesta malsana salud mental.
A día de hoy no hay una constatación científica totalmente concluyente de las supuestas enajenaciones de Juana. Lo que tenemos son hechos, unos hechos que llevaron a una joven de apenas diecisiete años a cruzar las turbulentas aguas del mar del Norte para dejar su Castilla natal, a sus padres y sus hermanos, para convertirse en archiduquesa en un espléndido Flandes. Allí le esperaba un impetuoso príncipe en eso del amor. Un Felipe, llamado el Hermoso, que la encandiló desde el primer momento. Quizás Juana se unió a él emocionalmente a falta de otros miembros de su familia, todos alejados de ella por un mar oscuro y una Francia enemiga. Juana cumplió con creces su principal papel como infanta de Castilla e hija de reyes: le dio a Felipe cuatro princesas y dos príncipes, asegurando con su fertilidad la sucesión de su linaje. Había cumplido con su cometido.
Pero ¡Ay! nadie se esperaba que Juana pretendiera amarrar en corto a su marido, quien después de haber probado los encantos de la princesa española y haber conseguido fecundarla, ni se planteó serle fiel en ningún momento. Algo por otro lado más que normal en aquellos (y otros) tiempos. Pero la clave estuvo en que, así como su madre antepuso la razón de estado a los escarceos amorosos de su marido, ella no supo ser tan fuerte como su madre.
A su inestabilidad sentimental (tanto a nivel familiar como conyugal) se unió la desgracia de ser la guinda de un pastel estratégico demasiado suculento. Su marido, al ver que sus hermanos y sobrinos iban cayendo del tablero uno detrás de otro, pronto se vio rey de los reinos castellanos y todas sus posesiones de ultramar; su padre, muerta su madre, la reina católica y fallecido el Hermoso y ambicioso Felipe, quiso para sí la regencia de aquellos reinos que por derecho no podía gobernar por él mismo; y, finalmente, su hijo, el que sería emperador, Carlos de Habsburgo, quien no dudó en apoyar la reclusión perpetua de su madre en Tordesillas para poder reinar sobre media Europa y parte del mundo conocido. Todo ello, intrigas políticas mezcladas con pérdidas emocionales constantes, hicieron de Juana la reina loca que hoy conocemos.
Que tuviera algún trastorno mental heredado de su abuela la reina Isabel de Portugal, es probable. Pero también es posible que si la vida la hubiera puesto en otra disyuntiva menos trágica no habría mostrado tan abiertamente signos de demencia. Demencia que puede que no fuera más que desesperación por ver a su marido en los brazos de otra, por ver morir a sus hermanos y a su madre después de quedar sola lejos de su hogar, ansiedad por tener que gobernar unos reinos con mano firme sin haber sido instruida en los entresijos del poder… todo ello, en suma, un cocktail explosivo.
Es cierto también que lo que provocó que el pueblo la llamara Juana la reina loca de amor, viajar por media España con el féretro de su marido custodiándolo siempre para alejar a cualquier fémina de su difunto amado, fue algo que no se puede negar.
Sea como fuere, hoy, más de quinientos años después de su muerte, siguen publicándose artículos, ensayos, biografías y estudios que defienden que Juana fue una marioneta del poder de estado mientras otros se empeñan en certificar un cuadro demente en toda regla. Juana I de Castilla fue, es y será sin duda alguna, uno de los personajes históricos más controvertidos de nuestro pasado.
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