Recuerdo de los trenes
Por Antonio Costa Gómez
Fotos: Consuelo de Arco
Me acuerdo de tantos trenes. Mi primer tren fue el que me llevó de Orense a Barcelona. La gente se tiraba en los pasillos, se escuchaban vidas enteras de personas, se sacaba comida y se compartía, se paraba por un tiempo en las estaciones, subían en Astorga a ofrecer mantecados. Nunca olvidaré esa voz en el tren que ofrecía mantecados que parecían exquisitos de solo oír el nombre. Y estabas en el pasillo y un viejo te contaba la guerra de Cuba y otros fumaban para compartir cosas y las chicas pasaban de madrugada hacia el baño. Me acuerdo de un tren lentísimo entre Agra y Delhi, había que cruzar por otro tren para llegar al nuestro, los viajeros se bajaban en paradas largas y cagaban delante de las ventanillas, no se sabía a qué estación de Delhi habíamos llegado. Y un tren que me llevaba de Rostov del Don a Taganrog, bordeando el mar de Azov para visitar la casita de madera verde de Chejov donde evocaba sus cuentos escuetos y nostálgicos. Y un tren que nos llevaba de Buenos Aires a Tigre, una Venecia decadente invadida por la jungla, e iba pasando por todos los pueblos de trabajadores del extrarradio. Y recuerdo aquel tren bala que me llevó de Tokio a Kioto, de lo galáctico ultramoderno a las elegancias de las geishas en Kioto pasando por las gacelas sueltas en el parque del santuario de Nara. Y un tren donde viajamos de noche de Helsinki a Rovaniemi en Laponia y en mitad de la noche vimos la torre de la televisión reflejándose en el lago de Tampere como si viéramos visiones. Y el tren en que regresaba de la Irlanda del oeste, donde había visto la torre de Yeats, a la capital donde los irlandeses pelearon con los ingleses en Correos y Joyce tomaba sus famosos riñones en un pub.
Y también me acuerdo de aquel viaje elegante en el tren de Nueva York a Filadelfia saliendo de la Penn Station y yo solo quería visitar la casa donde vivió Poe con un cuervo en el jardín. Y un tren que nos llevó desde Cuzco a las cercanías del Machu Pichu que iba cruzando los Andes y hablábamos con un matrimonio inglés y hacíamos planes para besarnos en lo más alto. Y un tren que nos llevó de noche de Madrid a Lisboa pero como había temporal sufrió extraños desvíos y marchó por Salamanca y el norte y después se mareaba mi geografía y no sabía por donde entrábamos a Lisboa hasta entrar en la estación de Santa Apolonia , en cuyo water una pintada hablaba de un tal Pichabrava que iba exterminar a todos los comunistas. Y un tren que me llevó de El Cairo hasta Luxor porque yo quería ver los templos de los que habló Rilke y un tipo me ofreció sexo a orillas del Nilo y me preguntó si tenía un pañuelo. Y una vez en Noruega un amigo y yo subimos al tren de Flam, que sube a alturas increíbles, y se detiene para ver cascadas y acaba en lo más profundo del fiordo Sogne, e iba con nosotros un ligón italiano que no pudo dejar de arrinconar a una cobradora, y mi amigo y él cotilleaban , y yo les dije que, joder, habíamos pagado mucho por ir en aquel tren para después no mirar nada por ir enfrascados en cotilleos.
Y una vez Consuelo y yo llegamos en tren de Roma a Nápoles y llegamos a una plaza de la estación que parecía casi la India y en el fin de año aquello se puso demencial. Y me acuerdo de cuando fui por primera vez a Praga en un tren desde París y todo el mundo me preguntaba por qué iba a Praga, y yo iba por Rilke y Kafka, y volví asustado de su belleza, y la gente me decía ¿cómo va a ser tan bella si es comunista?. Y recuerdo el tren que nos llevaba desde París haciendo un cambio al pueblecito donde se mató Van Gogh como una peregrinación apasionada y nos pusimos a discutir en una terraza y luego nos besábamos en el regreso. Y el tren que iba bordeando el lago Balaton. Y aquel tren que hubo que coger en Finlandia, haciendo un cambio en mitad de la nada, para ir a ver la remota iglesia de madera de Petajavesi a través de miles de lagos perdidos. Y el tren que nos llevaba a Rouen para visitar a Flaubert con miles de imágenes de trenes de Monet en la cabeza. Y tantos otros trenes.
Y sueño con otros trenes que ya no existen. Paul Theroux fue de Boston a Patagonia en tren pero eso ya no es posible porque han desaparecido todos. Y Manuel Leguineche contaba conversaciones muy animadas en trenes en su viaje entre los volcanes de Centroamérica. Y en Estados Unidos los trenes se reducen. Y en Europa se vuelven para ricos. Porque solo cuenta la rentabilidad. Y los trenes han cumplido un ciclo y han informado una época. Millones de personas han vivido y amado y se han comunicado y han llegado a su destino en los trenes o se han tirado delante de ellos o han corrido para alcanzarlos. Los trenes empezaron por la rentabilidad y se terminan por ella. Y en medio se lleva la vida intensa e interminable de tantas personas.
Pero pienso en tantos trenes que todavía pueden cogerse. Se puede llegar al Tibet en un tren que tarda dos días desde Pekín y pienso hacerlo en cuanto pueda. Se puede surcar gran parte de África en trenes desde Nairobi a Ciudad del Cabo, incluyendo el Tren Lunático, el Tren Tazara, el Tren Azul de Sudáfrica. Y el tren que costó suicidios de miles de chinos para unir los dos extremos del canal de Panamá a través de junglas, lagos y precipicios. Y un tren interminable desde la capital antigua de Kazajstán hasta el mar Caspio pasando por la ciudad muerta del mar de Aral.
Incluso pienso ese Tren Transoceánico a Bucaramanga que imaginaban Los Pekenikes en una composición de los años sesenta. En Colombia quise viajar en el Tren Amarillo a Macondo pero solo había funcionado una tarde para García Márquez y los periodistas.
Me gustó cuando el tren se paró mucho tiempo junto al Danubio, en la frontera entre Bulgaria y Rumania, en la ciudad de Ruse, y yo tuve tiempo de pensar que allí había nacido Elias Canetti que era el perfecto escritor de ninguna parte, de ningún país, cuya patria es la literatura y la soledad y el ser humano. Y me gustó cuando el tren pasaba por Transilvania y Consuelo creyó ver dos demonios follando y resultaron ser dos ramas de árbol que se acercaban y alejaban. Y aquel tren desvencijado de Albania que llevaba desde Tirana hasta el mar durante un montón de tiempo recorriendo treinta kilómetros. Nunca se irán los trenes de mi memoria. Si Alain Resnais hacia soñar a una mujer diciendo “el año pasado en Mariembad” yo diré : “aquella vez en un tren…”.