Sombras chinescas
Por Luis Borrás
No me gustan nada los facsímiles. Esas reproducciones modernas de libros antiguos como fotocopias en color. No le veo el sentido. Me parecen una falsedad de nuevo rico hortera aficionado a las antigüedades. No me gustan tampoco los libros en pergamino escritos en latín ni los de imprenta escritos en castellano antiguo. No siento ninguna excitación al verlos ni frustración por no tenerlos. Mi afición por los libros de viejo no llega más allá del siglo XX (como mucho la segunda mitad del XIX), pero tampoco tengo dinero para convertirme en un bibliófilo.
Y ese es un punto de partida complicado para sentir interés por un libro como este. Sin embargo hay varios factores que hacen que merezca la pena. El primero es el autor: Ángel Olgoso. Y eso, para los habituales lectores de relatos, es más que suficiente. Es decir, que no vamos a leer la fiel reproducción del “Códigum rarum” escrito por un tal Cayo Mínimus o un libro de caballería escrito por el primo segundo de Tirant lo Blanc sino una colección de relatos escrita por uno de los mejores cuentistas españoles contemporáneos. Y sí, es verdad que ese prestigio es la razón por la que un editor se decide a publicar un libro así: un divertimiento, una excentricidad, algo que sólo está al alcance de un autor reconocido y que sería imposible para Juan Nadie. Pero para los fans de Olgoso (y somos muchos) un nuevo libro suyo es siempre una celebración. Y no, no es su mejor libro de relatos, pero curiosamente en su rareza está su valor. En su singularidad y en su edición, en su cualidad de libro objeto y como antiguo. No, no me estoy ahora cambiando de chaqueta, he dicho como antiguo, y esa manera es coherente y lógica porque este “Almanaque de asombros” es la reproducción de un libro del siglo XVI y como tal no podía editarse de otra manera. El mérito está en seguir el juego, en la pantomima hecha con buen gusto y sin pretender engañar a nadie; porque este libro no es un facsímil sino una reproducción singular de múltiple valor. Uno ya lo he dicho: su autor; dos el ser un libro ilustrado en tiempos de archivos de Word en cuerpos anoréxicos, electrónicos y sin alma (ese nadar contracorriente de Vagamundos que aplaudimos por hacer del libro en papel algo artístico); y tres las maravillosas ilustraciones de Claudio Sánchez Viveros.
Y por lo que respecta a su contenido literario y según nos dice Olgoso en su “Prólogo” e “Introito” estos cuentos son “un puñado de frágiles hojas volanderas” que encontró en el fondo de un viejo arcón de la buhardilla de una casa de su familia y que habían sido manuscritas en el siglo XVI por un antepasado suyo: Bautista Fulgoso. Y aunque la historia de su origen es bonita y novelesca yo creo que es una invención de Olgoso. Y tal vez me esté pasando de listo, pero es que creo que precisamente el que esa historia sea una impostura le da más valor al libro. Eso no significa que estos cuentos sean una falsificación para camelar erotómanos que padecen bibliofilia sino que todo forma parte del juego de ficción y realidad, de la sombra chinesca de la literatura. Que su valor reside en la capacidad de Olgoso para imitar ese lenguaje arcaico y deleitarnos con los prodigios por él inventados siguiendo la huella de aquellos viejos libros en los que “se compilaron casos peregrinos o notables, noticias acerca de animales fabulosos, de las propiedades ocultas de las plantas, de particulares erudiciones, inventarios de rarezas, gabinetes de maravillas”; “Libros rebosantes de eruditas extravagancias e imaginativas patrañas”. A un autor de literatura fantástica como Olgoso le fascina todo ese mundo, y así nos ofrece en este “Almanaque de asombros” su propio y breve catálogo de criaturas fabulosas e historias sorprendentes salidas de su imaginación, “fugaces vistas de esta isla de Jauja, de este Pays de Cocagne aventador de fantásticas curiosidades y misterios insolubles”. En este papel manchado de falso óxido con títulos de letra gótica hay un “pez mujer”, sirena invertida con la mitad inferior del tronco y sus extremidades humanas y el resto de “carpa bien alimentada”, con lo que lo realmente perturbador y lujurioso es hacer posible ese sueño –que con una sirena convencional (supongo) no sería posible- de la cópula (zoofílica al cincuenta por ciento) bajo el mar. Hay un poseído, un hombre gestante de la semilla del diablo al que se le practica una cesárea en canal como exorcismo. Un médico –mi cuento favorito- que sana heridos curando y cosiendo sus sombras. Montañeses que, de no estar emplomados, volarían como globos rellenos de helio con forma humana. El testimonio fehaciente de quien dice saber dónde se halla la cueva que es la entrada al infierno y a la que acuden los muertos en procesión. La ironía jocosa en la leyenda de un (hermoso, perfecto y bien dotado) ángel con sexo que sedujo a una mujer en la tierra y engendró un linaje (descendientes a su imagen y semejanza) con su mismo nombre propio. Un buhonero nigromante, sanador ambulante que recorre los caminos con su carromato y que enseña que la verdadera riqueza no está en el dinero. Hay “calaveras airadas” que nos advierten que dejemos en paz a los muertos. El secreto de una mixtura verdadera: “comer doce lombrices de tierra recién cogidas a la sazón” que da vigor sexual “para repetir sin mengua dos docenas de fornicios hasta el alba” y fue precedente del ginseng rojo coreano y la viagra. Y hay un –me temo- simple y poco original afán provocador y espantador de meapilas en contarnos de quien son los huesos que están en el sepulcro de un santo.
Ángel Olgoso. “Almanaque de asombros”. 62 páginas. Ilustraciones de Claudio Sánchez Viveros. Ediciones Traspiés. Vagamundos Libros ilustrados. Granada, 2013.
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