Lou Reed (1942 – 2013). Caminando por el lado salvaje
Por Teresa R. Hage
Rolling Stone
[1998]
Sergio López
Buscando a Mr. Reed
HOSPITAL PSIQUIÁTRICO DE CREEDMORE, LONG ISLAND, verano de 1959. A través de pasillos que se bifurcan y puertas que dan a otras puertas, el joven Louis Firbank, de 17 años, es escoltado por dos enfermeros hacia la primera sesión de un tratamiento que –aseguran los médicos– le ayudará a corregir su temperamento inestable. No sabe de qué se trata, pero está tranquilo. Piensa en otra aburrida charla con algún psicólogo, o en todo caso en una perorata moralizante y un par de pastillas que arrojará al inodoro. Sin embargo, le extrañan dos circunstancias que al principio no había advertido: cada puerta que atraviesan es cerrada a sus espaldas por un guardia, y todas las ventanas están enrejadas. Después de dar varias vueltas llegan a una sala semivacía, con una camilla y una máquina. Alguien le ordena que se quite la ropa. Ese mismo alguien (u otro) lo ayuda a recostarse y lo ata con firmeza a la camilla.
El joven intenta una protesta, pero una enfermera angelical le susurra al oído unos cuantos elogios que consiguen tranquilizarlo, también le aplica una pomada en las sienes, donde fija dos gruesos cables a cada lado y le introduce una pinza en la boca, «para que no te tragues la lengua», le dice con una sonrisa. Después lo dejan solo. Está así, tumbado, pensando en lo raro que sería tragarse la propia lengua, cuando lo fulmina una descarga de voltios suficiente como para derribar a un boxeador pesado. Al recuperar la conciencia piensa que se ha convertido en un vegetal. No puede hablar, no puede concentrarse, tiene problemas de orientación. Cuando termina el tratamiento, después de ocho aterradoras semanas de electroshock, el joven Reed escribe en su libreta de apuntes, con letra caligráfica: «odio a los psiquiatras. ODIO A LOS PSIQUIATRAS, ODIO A LOS PSIQUIATRAS».
El rocker diplomado
Cuarenta años más tarde, Lou Reed está sentado en el vestíbulo del Hotel Meridien, en Barcelona, esperando que los técnicos terminen de montar el escenario donde esta noche ofrecerá un recital. Es bajito, cuadrado, y cuando sonríe parece gracioso. El problema es que no sonríe nunca. Mira fijamente a los ojos de su interlocutor y mantiene una postura que podría describirse como una cordial hostilidad, como si quisiera recordarle a su eventual invasor que detrás de esa quieta cortesía se esconde un doberman rabioso capaz de aniquilar a su presa. Es evidente que no le gustan los periodistas, ni las grabadoras, ni las preguntas sobre su vida privada. Demasiados años ejerciendo de Lou Reed.
Su presencia en Barcelona coincide con la exhibición en el Festival de Cine de San Sebastián de Rock´n´Roll Heart, un documental sobre su vida dirigído por Timothy Greenfields Sanders, pero ni siquiera ese acontecimiento ha servido para que acceda a conversar formalmente con la prensa. Por lo demás, ni la película, ni el propio Lou Reed se muestran dispuestos a ventilar sus cosas en público. En verdad el film es casi una versión esterilizada de uno de los mitos más oscuros del Rock & Roll. Quienes desean caminar por el lado salvaje del artista, parece decirnos el director, no tendrán más remedio que al menos echarle una hojeada a Transformer, la monumental biografía de Reed (cuatrocientas páginas casi sin fotos) escrita por Victor Bockris, uno de los acólitos de Andy Warhol en The Factory. Mientras tanto, hay que aprender a leer entrelíneas.
«Mis primeros estudios de música fueron con el piano clásico. La primera vez que agarre una guitarra tenía 10, 11 años. Mis padres me llevaron a un profesor de guitarra. Me mandaron a uno de esos tipos que están en las tiendas de música, que venden instrumentos. Me dijo: «Andate para casa y aprendé a tocar Twinkle, Twinkle, Little Star». Yo le dije que no me interesaba, le dí un disco de Carl Perkins y le pedí que me enseñara a tocar esas canciones. El dijo: «Pero sólo son tres acordes» Yo contesté: «Bueno enséñeme esos tres acordes». Entonces el maestro me dio un cuaderno y escribio los acordes, ya sabes, cómo poner los dedos y esas cosas. Y eso fue todo. Esa fue mi primera y última lección de música.»
La primera parte de su vida es tan previsible como la de cualquier estrella de rock & roll, tanto que incluye el consabido odio a los colegios, los grupos y a cualquier otra clase de autoridad. Sin embargo, el joven Reed se inscribe en la Universidad de Siracusa y -detalle que convendría no olvidar- se licencia en Literatura Inglesa. Eso no le impide, desde luego, demoler la institución: «Realmente odiaba la Universidad. Salvo Dlmore Schwartz, un gran poeta, todos los profesores eran estúpidos. Él había escrito un relato, In Dreams Begin Responsabilites ( «Con los Sueños Empiezan las responsabilidades» ), que es quizás el relato corto más extraordinario que jamás haya leído. Era el ejemplo de como se podía alcanzar un logro artístico de primer nivel con un lenguaje sencillo. En esos años yo también tocaba con algunos grupos de rock, pero eran verdaderamente muy malos. Eramos tan malos que todas las semanas nos veíamos obligados a cambiar de nombre porque nadie quería volver a escucharnos. Pero más que la música, lo importante fue conocer a Delmore. Sólo por eso valió la pena la maldita experiencia en la universidad.»
La historia no autorizada habla de devaneos homosexuales, de las primeras experiencias con la drogas y de alguna inquietud seudomística, pero en general el joven Reed salió de los claustros acádemicos convertido en un licenciado no muy distinto de sus compañeros. Tenía un boleto para Nueva York y 26 dólares en el bolsillo.
El vanguardista
En este punto comienza el pantanoso camino de la leyenda. Es muy probable que, junto con los Beatles, La Velvet Underground sea el grupo que más haya influido sobre el desarrollo del rock y el pop. Lou Reed lo sabe mejor que nadie y no mueve un dedo por romper el mito, sobre todo el mito personal. Elogia a John Cale, pero recuerda como de pasada que la mayoría de los temas le corresponden por entero. Admite que la aparición de Andy Warhol fue importante para salir del anonimato, pero enseguida aclara que las canciones más conocidas ya estaban escritas desde mucho antes. «Muchas canciones de la Velvet las escribí cuando estaba en la Universidad. Cuando llegué a Nueva York iba con John a la calle 125, en el Harlem, y tocabamos en la vereda I´m Waitng For The Man y Heroin. También hicimos una actuación en el café Bizarre, del Greenwich, pero metíamos tanto ruido que terminaron echándonos. Justo en ese momento apareció Andy.»
El centro de operaciones de Warhol, una gigantesca nave cubierta de aluminio y habitada por toda clase de personajes estrafalarios conocida como The Factory, le brindó a Lou Reed la oportunidad de conocer un mundo a la vez aristocrático y marginal, glamoroso y decadente; en definitiva, un ambiente ideal para un joven de clase media con vocación de rebelde. Ayudados por la indudable fama de Warhol, la Velvet Underground se convirtió rápidamente en una banda de culto.
El mismo aspecto de los miembros del grupo encajaba a la perfección con el paisaje de The Factory: la mirada pétrea de Reed, siempre oculta tras los anteojos negros; las figuras desgarbadas de Cale y Sterling Morrison, rematadas con singulares cortes de pelo; y, unos pasos atrás, de pie, una esmirriada Moe Tucker golpeando la batería como una posesa. «El grupo sonaba bien, pero lo mejor era la baterista», recordaría Warhol. «Con ella parada allí detrás, aporreando frenéticamente los tambores, con ese corte de pelo tan raro, uno se preguntaba todo el tiempo si era un chico o una chica. Ese aspecto andrógino de Moe era lo mejor de las actuaciones». Lou Reed, siempre atento a la imagen no olvidaría jamás esas palabras, con cierto rencor porque no se referían a él.
Posteriormente por discusiones internas del grupo, John Cale fue expulsado de la banda. Lou gobernó la banda por dos álbunes más. Finalmente Lou abandona el grupo, como hizo tantas veces con muchas cosas en su vida, sin dar mayores explicaciones.
El muchachito glam
El año 1972 estuvo a punto de ser la tumba artística de su carrera. La Velvet llevaba dos años disuelta y parecía condenada al olvido. Su primer disco solista había sido un fracaso, tanto de ventas como de crítica, y además estaba gordo. En Londres había irrumpido el glitter-rock, o glam, una explosiva mezcla que combinada el vestuario de Carmen Miranda con los cortesanos más exóticos de Warhol. Quién podía fijarse en un regordete que vestía como un desarrapado sin hogar.
«Mi primer disco estuvo mal producido y sentí que tenía que cambiar. Justo en esa época conocí a David (Bowie) y pensé que él podía producir mi próximo álbum. Parecía rápido y capaz, y todo el mundo hablaba de él, como si guardara un secreto intransferible. Además, yo había escuchado Ziggy Stardust, y era un disco casi perfecto, sin errores, pensé que podríamos formar un buen equipo. Lo pasamos bastante bien juntos.»
Lo cierto es que el astuto Duque Blanco no sólo se hizo cargo de la producción de Transformer -probablemente disco mejor considerado de Lou Reed- sino que le dio al desconcertado Lou una estética en la que encauzar su furia. La combinación parecía infalible. Por un lado Bowie aporta labios pintados, maquillaje blanco y pelo teñido; por otro Lou los habitantes de The Factory como índice temático. Todo eso, sumado a los elogios públicos de Bowie, que se declaraba su discípulo, y al bombazo comercial de «Walk On The Wild Side», lo devolvieron a la cima del estrellato. No duró mucho.
El hecho de que bautizara el entorno de Warhol (todos los personajes de «Walk on the Wild Side» eran habitantes reales de The Factory: «Joe» era Joe D´Alessandro, actor-fetiche de las películas de Morrisey; «Holly» y «Candy» eran dos drag-queens de The Factory, etcétera) y los maquillajes de Bowie para relanzar su carrera bastaron para que la prensa se lanzara por primera vez contra él, acusándolo de plagiar descaradamente al inglés, y de malvender las historias de sus amigos de la Factory.
Cuarenta años después, la defensa de Reed suena casi a disculpa. «Siempre escribí sobre lo que me rodeaba y sería difícil imaginarse no haber escrito sobre todo lo que ocurría en The Factory. Además, se trataba de cosas que me interesaban». Frase que parece contradecir esta otra, recogida por su biógrafo: «Aquella etapa me sirvió para lo que tenía que servir. Quería ser famoso para convertirme en el mayor vendedor de basura del momento, y terminé por serlo, porque mi mierda es mejor que los diamantes de cualquier otro artista. Así que lo llevé tan lejos como pude y después cerré el negocio».
La verdad es que había algo en Lou Reed que no encajaba en la parafernalia glam. Su glamour era denso, como salido de los callejones más oscuros del Bronx, motivo más que suficiente para abandonar las lentejuelas por el traje de cuero.
El animal del rock & roll
Convencido de que el glam pasaría rápidamente de moda, Lou Reed eliminó a Bowie de su vida, despacho a Betty, su novia de entonces, y se embarcó en un proceso de demolición personal. Como primera medida, decidió volver a consumir grandes cantidades de speed, su droga favorita. La segunda fue casarse con Raquel, un imponente travesti mexicano de rostro impenetrable. De ese período saldrían tres discos: Berlin, Sally Can´t Dance y Rock ´n´ Roll Animal, tan irregulares como exitosos, y una serie de conciertos que quedarían para siempre en la historia más terrorifica del rock internacional.
Totalmente desquiciado por el exceso de speed, Lou Reed se tambaleaba por los escenarios dando patadas y zarpazos a un anemigo invisible, rebotando contra los altavoces, olvidándose las letras y llevando su físico a tales extremos que cada recital parecía que iba a ser el último. Lo notable es que cuanto más al límite llegaba Reed, más parecía disfrutar el público. Una encuesta de la época que intentaba sondear cúal habría de ser la próxima víctima mortal del rock lo ponía en segundo lugar, detrás de Keith Richards (de quien mucho se dice pero ya verán cómo nos entierra a todos).
La gente acudía a sus conciertos para verlo morir sobre el escenario.
La dramatización de una posible muerte en directo llegó a la cima cuando Lou decidió agregar un bonus a sus shows: La ejecución de un pico de heroína en público.
Así lo contaba Todd Tolcles, del Melody Maker, en su reseña del recital del 7 de diciembre de 1974: «Estaban por la mitad de Heroin cuando Lou sacó una aguja hipodérmica de su bota… Mientras la masa prorrumpía en vítores y gritaba «¡Muere! ¡Muere!», Reed se enrolló el cable del micrófono en el brazo, mientras se buscaba la vena. Cuando el que esto escribe se levantó para salir de la sala, Lou le entregó la jeringa a uno de los descontrolados fanáticos del público».
Interrogado sobre ese período, Lou Reed encoge los hombros, como si le hablaran de un pariente remoto que de cuando en cuando se encuentra en los velorios. «Realmente creo que no me parezco en nada al personaje que aparece en cada uno de mis discos. Simplemente en algún momento pensé que sería divertido ser ese personaje y lo fuí», explica con su mejor cara de póquer. Y agrega: «Aquella época fue para mí como una fisura temporal en movimiento», pensamiento eternamente profundo e inconcluso cuya propiedad esclarecedora aun está por descubrirse. Más directo sería en una entrevista con Danny Fiels: «Es fantástico, cuando peor lo hago más se venden mis discos. Creo que si ni siquiera estuviese presente en mi próximo álbum, sería un número uno».
La realidad adoptó la frase de inmediato.
El padrino del punk
En la primavera de 1975, por exigencias contractuales con al RCA, Reed tuvo que entregar un nuevo producto de estudio. El producto que sacó de la manga fue Metal Machine Music, un disco -hoy materia de coleccionistas- que podría describirse así: Lou Reed, en una habitación, haciendo rechinar todo tipo de guitarras durante 64 minutos. «John Cale me había introducido en la música electrónica, a través de La Monte Young, así que decidí hacer música sin letra y con un ritmo constante. Me encontré en la resonancia sin respetar la armonía, jugaba con distintas velocidades, tratando de seguir la cadencia del sonido». La versión del productor de la RCA es diferente, claro: «No bien entró en mi despacho me di cuenta de que aquel tipo estaba como una cabra. Si se llega a tratar de un tipo cualquiera, que me hubiera venido con aquella mierda, lo hubiese sacado a patadas. Pero tenia que andarme con cuidado porque era el artista de la compañia. ¡El artista! Lo hubiera asesinado.»
Por su parte, Rolling Stone, lo designó el peor álbum del año y John Rockwell, uno de los criticos más sutiles de Reed, lamentó la decadencia del cantante. La respuesta de Lou, ya incapaz de distinguir la realidad de lo que pasaba por su cabeza, la dio en Take No Prisioners, una interminable diatriba en vivo en la que el cantante arremetía contra todo lo que lo rodeaba, especialmente los críticos de rock. La película de Greenfield recupera con acierto el momento: muestra un plano fijo de Rockwell mirando directamente a la cámara, mientras de fondo se escuchaba la voz de Reed explicándole a la multitud: «A quién le pueden interesar los críticos. Cómo te puede interesar que John Rockwell te diga que sos inteligente. ¡Que te den por culo, John! ¡Mirá como me transformo en Lou Reed! ¡Hago de Lou Reed mejor que nadie!»
Para el incipiente movimiento Punk que se estaba gestando en los sótanos de la CBGB no podía haber un modelo más perfecto que el Lou Reed de Take No Prisioners, y en seguida las nuevas bandas -Talking Heads, Television, Ramones, Dead Boys- se dedicaron a rendirle homenaje al maestro con versiones de sus temas.
De la noche a la mañana el animal del rock & roll se había convertido en el padrino del punk. Pero la realidad era más oscura. Las drogas, el alcohol, el insomnio casi permanente, las confrontaciones inútiles, habían puesto al cantante en el umbral del no retorno. «Aunque me lo tomaba en serio, ya no era capaz de distinguir los límites entre la vida real y esa vida. Quiero decir, durante mucho tiempo había habido tanta confusión entre la vida real y los paraisos artificiales que ya no era capaz de controlar la situación. En ese momento estaba caminando por la cuerda floja, realmente».
El literato urbano
Después de un largo período de desintoxicación, la vida de Lou Reed se estabilizó. En 1980 se casó con Silvya Morales y se fué a vivIr a un rancho de Nueva Jersey. De esa época a la fecha ha habido de todo: discos introspectivos (Growing Up In Public), mediocres (Legendary Hearts), brillantes (The Blue Mask, New York), elegíacos (Songs for Drella, en memoria de Andy Warhol) y hasta un sonado regreso de la Velvet Underground. Sin embargo, la vida doméstica le dio la oportunidad de concentrarse en la literatura, su territorio natural.
«Siempre pensé que un disco podría proporcionar el mismo placer que la lectura de una novela, por lo menos eso es lo que intento. Se trata de tomar la sensibilidad de Burroughs, de Hubert Selby o de Poe, y ponerle música de rock. Claro que para eso hay que saber escribir».
Lou Reed se acomoda los infaltables lentes y esboza una sonrisa. «Ahora tengo un mayor dominio de la escritura que cuando era un lunático. De todos modos, la escritura es un proceso muy extraño, que nunca alcanzó a comprender por completo. Yo quiero que las frases sean muy visuales, directas, que lleguen al ojo de la mente, y eso cuesta mucho trabajo. Raymond Chandler escrube «Esa rubia era tan agradable como un labio partido», pero es muy difícil escribir con esa eficacia. Yo paso todo el tiempo corrigiendo, quitando palabras, reduciendo al mínimo. Además de establecer un planteo, un nudo y un desenlace, tengo que darle con un martillo a las palabras para que todo sea fluido y conciso y llegue rápidamente al espectador, pero al mismo tiempo sé que el proceso de creación es esencialmente volátil. A veces empiezo a teclear y no me detengo a corregir, porque sé que si parara no podría recuperar las imágenes. Entonces tengo que seguir hasta el final y después eliminar lo que sobra. En eso estoy casi siempre.»
No hay tiempo para más. Un asistente avisa que el escenario está preparado y la comitiva se pone en marcha. El bajista y el baterista viajan con los técnicos. Lou Reed se mete en un Cadillac negro con su guitarrista, Mike Rhatke. «¿Puedes concebir algo mejor que te paguen por tocar la guitarra?», pregunta antes de cerrar la puerta.
El profesor saca el espejo
La aplicación práctica de la última metamorfosis de Lou Reed aparece dos horas más tarde en la Avenida de la Catedral, cuando alrededor de 20 mil personas saltan de sus asientos al escuchar los dos primeros versos que abren el recital: «Standing on the corner / suitcase in my mind…», canta el venerable Lou y todos piensan que vuelven los viejos tiempos. Error. Grave error. Amparado en una guitarra acústica, el antiguo animal del rock & roll procederá a su habitual demolición de todo lo establecido, pero esta vez hacia atrás, hacia lo que hace algún tiempo fueron camperas de cuero y raros peinados nuevos. Para empezar, Lou no habla. Ni con la gente ni con sus músicos. Hierático, sin moverse de la misma baldosa en toda la noche, parado como si fuera un ídolo de piedra de alguna remota isla, el viejo Lou pasa revista a sus canciones como quién tiene que enseñarle gramática a un grupo de gorilas. De cuando en cuando saca una banana para reclamar atención -la versión de Vicious es impresionante- para enseguida volver a la mesura y a la calma, es decir, las condiciones ideales para leer un buen libro. «Parece un profesor», comenta entre colérica y decepcionada una señora mayor en las plateas.
En relidad no se sabe si la gente aplaude por lo que ve o por lo que recuerda, situación que parece complacer en grado sumo al artista, que comienza a interpretar una extraordinaria y rarísima versión de «The Kids», del álbum Berlin, tan lejos de la original como podría estar una sonrisa de los hornos de Auschwitz.
La cadencia de las canciones se hace tan lenta que el público aprovecha para intercambiar medallas. Un señor canoso jura que lo vió en Alemania cuando se lo llevaron preso desde arriba del escenario. «Tenía el pelo teñido de rubio y no paraba de insultar a los policías», le dice a su amigo, otro canoso cercano a la cincuentena, «Yo estuve en Madrid, cuando se marchó sin cantar», apunta otro «¡Menudo cabrón! Seis meses esperando para verle y coge y se marcha porque le molestan los flashes.»
Final abierto
(El Profesor muestra el juego) Una mesa, dos sillas, un cenicero lleno de colillas retorcidas. La estrella de rock mira en silencio al periodista, también silencioso. Unos metros más allá un camarero le pasa un trapo a la barra. Después se da vuelta y apaga la máquina de café, que se detiene con un pequeño estruendo. Un televisor sin audio repite indefinidamente escenas de Rock´n´ Roll Hearts, la biografía de Reed. El título significa «Corazón de Rock & Roll», literalmente. El dialogo que sigue tambien es literal.
Periodista: ¿Durante cuánto tiempo se puede seguir siendo rockero?
Lou Reed: (Después de una breve pausa ) A lo mejor ese problema no existe si no lo llamamos rock & roll.
Periodista: Con lo que la pregunta se quedaría en cuánto tiempo se puede seguir siendo músico.
Lou Reed: Bien. Y la respuesta sería… (Deja una mano suspendida en el aire).
Periodista: Hasta la muerte.
Lou Reed: Eso es, amigo mío – y comienza a armar una sonrisa que muere en el acto.
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