El sabor del café en Tiflis

Por Antonio Costa Gómez

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Era la última noche en Tiflis, nos despedíamos, estabamos conociendo las calles de movida al norte de la avenida Rustaveli, pasamos por un sitio que parecía un salón, locales de jazz, uno con decoración china, otro que era como un circo, rodaban los carteles luminosos en la calle, aunque no había mucha gente,  estuvimos un rato en el Csaba Jazz-Rock Café, un local  en parte subterráneo donde había actuaciones en directo algunas noches,  nos tomamos una botella de cerveza mientras mirábamos las paredes, había fotos de actuaciones, de músicos famosos, el local estaba en penumbra, en lo alto de unas escaleras se veia otro espacio, y detrás del nuestro también había otro, pasamos  a mirar las fotos, las paredes forradas de madera, el ambiente un poco psicodélico,  tú estabas cabreada por lo que nos hizo la rubia del albergue, nos metió por sorpresa en una habitación con doce personas, yo me imaginaba noches de actuación, ambientes animados, luego salimos y empezamos el regreso, y entonces vimos el café Nostalgia, nos impactó ese nombre y nos asomamos, el local estaba vacío,  había un hombre tocando el piano, la camarera nos miró con esperanza como diciendo: entran unos clientes, pero fueron solo unos instantes, enseguida salimos, había mesas de madera solitarias, un ambiente callado e íntimo, una atmósfera acogedora, las notas del  piano sonaban íntimas y solitarias, y empezamos a sentir nostalgia del café Nostalgia, por no quedarnos allí, por asomarnos a aquel sitio que era como un fogonazo de melancolía y nos entró adentro en unos segundos, podía  haber sido aquel nuestro café en Tiflis.

 

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Llegamos a la plaza Gorgasali, la principal de la ciudad antigua, allí empezamos a maravillarnos, la ciudad entera estaba en ruinas, en estado de derribo,  y sin embargo era bellísima, casi todas las calles estaban con muletas o a punto de derrumbarse pero eran espléndidas,  vimos el puente sobre el río y al otro lado el barrio de Metechi con la catedral sobre la roca y la estatua ecuestre del rey Gorgasali vigilando, seguimos por la calle Chardin estrecha y llena de locales hermosos, de sitios de música, de bares curiosos, y estaba el Café Kala que yo pensaba adoptar y entramos a  tomar una cerveza,  era de piedra y con muebles de junco y adornos ligeros y vegetales, seguimos por la calle que estaba casi ocupada por las terrazas, había que serpentear, un pintor callejero nos dio indicaciones,  vimos la catedral de Sion, y el bar Hangar otro de los  famosos,  la dueña vino a hablarnos en  inglés coloquial:  hola tíos, éste es mi bar, por la tarde hay hora feliz, por la noche tengo actuaciones,  había unos escombros donde estaba el hotel Charme que supongo sería una maravilla por dentro, y estaba la casa con jardín donde residía el papa de los georgianos, y nuevas calles en obras, y  desembocamos en la avenida  Baratashvili que seguía los restos de la muralla, y quedamos maravillados, había casas con galerías de colores, estatuas raras como un hombre arreglando un farol, un vagón de tren utilizado como bar,  casas de colores bellísimas al lado de otras abandonadas.

Te dije que viéramos  el Museo Nacional   por los cuadros de Niko Pirosmani. Pirosmani era un tipo que dejaba sus cuadros por los bares y las tabernas, nadie lo tomaba en serio, nunca tuvo dos cuartos, y ahora era el pintor más conocido de Georgia, sus cuadros mezclaba ingenuidad con audacia, rupturismo con un toque infantil o ecos de leyendas, había un tren con las ventanas amarillas delante de las montañas nevadas y figuras que se despedían, un jabalí osado avanzando por el bosque, un asno insistiendo en su tozudez, una bruja, unas bailarinas, y  todo tenía esa ligereza de trazo, ese sueño, esa intensidad, esa ruptura de todo academicismo que le daba todo su encanto.

 

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En la avenida Rustaveli  estaban la Ópera, y el Teatro Nacional, y  un teatro  de marionetas, y   figuras de bronce brotando en las esquinas, saliendo de los muros, y  el Parlamento, la primera escuela de Georgia, las academias, y estatuas de no sabíamos quien, grandes próceres de la historia de Georgia. Y en el extremo  sur estaba el cine Rustaveli,  yo tengo la magia de los cines, entré a preguntar si había programas en inglés, dentro parecía una calle, estaba con adoquines y  bancos y faroles y  tiendas, era el cine como un viaje.

 

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Volvimos a bajar otro día a la parte vieja y  entramos en la catedral de Sion, vimos la iglesia de Jvari Mama con unas pinturas espectaculares de tonos azules y rojos, parecían una invasión de lo místico y lo celestial, una irrupción del otro mundo, su jardín era silencioso y lírico, en medio había una fuentecita que hacía ruido, un extranjero nos preguntó si se podía beber, y vimos la iglesia armenia en lo alto del monte, y el castillo imponente más arriba dominando la ciudad, y más arriba aún en el Monte Sagrado la Madre Georgia protegiendo la ciudad con una espada y una copa de vino, la espada contra los enemigos, el vino como señal de hospitalidad para los amigos, y vagamos por callejuelas inverosímiles, por rincones que se comunicaban unos con otros, y vimos el parque al final de la calle Chardin  donde estaba la escultura de la actriz Sofiko Chiaurelli alargada y elegante y con las manos teatrales como las tuyas, y en una esquina estaba un local increíble que pensé en adoptar como café, era un reducto de piedra con ventanucos, y fuera había mesas que eran  piedras redondas o sitios debajo de los árboles o leños tendidos,  y  bajando los escalones en la esquina de la calle Chardin  estaba otro café que era como una estación, con un tipo estrafalario  y un vagón y   y carteles de trenes.

 

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Un día casualmente detrás de unas obras tú descubriste  el Museo de los Escritores, y nadie sabía inglés, llamaron a una chica que se llamaba Nino, y nos  llevó  al Hoteo London donde había vivido Knut Hamsun  cuando escribió “En el país de los cuentos”,  en la puerta había una placa en georgiano y en inglés,  aquello era desolador, las escaleras estaban deshechas, rotas, estropeadas, pero quedaban restos de una belleza increíble, había un cuadro portentoso en un descansillo,  y más arriba unas puertas enmarcadas en molduras doradas,  y el pasamanos tenía reproducciones de manos,  y se veían vidrieras de colores en la claraboya y un espejo que creaba unas perspectivas raras.

Otro día  fuimos a ver la casa de Paolo Iashvilli donde había vivido Boris Pasternak,  estaba muy cerca de nuestro albergue, detrás de la avenida Rustavelli, en el barrio que trepaba por la falda de la Montaña Sagrada,  estaba lloviendo y no teníamos paraguas, la calle era adoquinada y con edificios elegantes borrosos, seguimos los números, las placas estaban en georgiano y en ruso,  encontramos el  número y reconocimos el nombre de Iashvilli, de modo que allí había vivido invitado Pasternak,   la casa tenía restos de molduras pero estaba muy cambiada, jugamos a adivinar  en qué ventana se asomaría Pasternak,  nos emocionaba estar allí,  pero llovía, nos resguardamos en el portal de enfrente,   observamos con avidez lo que se veía de las salas, nos parecíó que ahora vivía un pintor, se veían telas apoyadas, seguramente ese hombre sabría de Pasternak, dijiste, pero ¿cómo comunicarse con él?, pensamos en escribirle una carta diciendo que habíamos estado allí y alguien se la traduciría,  luego se asomó una vieja a una ventana y tu le dijiste algo con risas y gestos,  Pasternak  habría estado  allí cuando se asqueó del terror estalinista,  cuando decidió que solo valía la pena traducir a los clásicos extranjeros, pero tal vez llevaba los poemas de “La vastedad de la tierra” o “Los trenes matutinos”  y tal vez ya la idea de “El doctor Zhivago” .

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Pero nuestro café en Tiflis fue el Calibán, vi en un folleto en el Marriot  la librería Próspero y el  café Calibán, te hablé de “La tempestad” de Sakespeare, la isla misteriosa donde se conocen los secretos del hombre,  entramos  en un callejón de la avenida Rustaveli,  y sentimos el olor a café más maravilloso del mundo, que removía todo mi interior como cien magdalenas de Proust,  volvimos otro día,    pedí un French Press (en Francia nunca he visto eso, es como cuando la gente pide por todas partes “pote gallego” y en Galicia no tenemos ni puñetera idea de lo que es eso),  una empleada seca  nos mandó sentar, tardó tanto en llegar que  le pregunté si lo había traído de París, pero resultó ser el café más delicioso que había tomado en mi vida, y solo por ese olor, en aquel local con jóvenes despiertos que daba a un patio con enredaderas, aquél tenía que ser nuestro café en Tiflis,  un local que representaba el mal, la travesura, la rebeldía, el salirse  de la cerrazón, pero también lo etéreo de aquel aroma, un espíritu , una soltura, una imaginación, un soltarse en la literatura con una taza de café.

 

Fotos: Consuelo de Arco

 

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