En Laponia se conecta con el universo
Por Antonio Costa Gómez
Por la mañana llegamos a la estación de Rovaniemi. Había que cruzar un bosque de abedules para llegar al albergue. Las calles estaban muy ralas, había casas dispersas de vez en cuando. En el albergue nos atendían amablemente, nos daban desayuno, hacíamos el amor en el cuarto de arriba mirando los bosques. La ciudad era moderna, la destruyeron en la guerra mundial, todo lo tradicional quedó hecho polvo. Cerca de allí quedaban aldeas y entornos que sacaba Paasilinna en sus novelas. Pero incluso en lo moderno había esa magia de la arquitectura, casi toda la había trazado Alvar Aaalto. Diseñó la ciudad en forma de estrella, como si se cayera del cosmos. Edificios representativos con líneas audaces, con hierro y madera. Incluso una iglesia de reminiscencias góticas junto al río. Tenía un mural que representaba a Jesucristo en un paisaje de Laponia. Pero más que nada la ciudad era una reunión de espectros más allá de la vida. Las calles principales eran despejadas, abiertas a todo lo alto. Hacia el centro se usaba la madera del norte, las cristaleras, los interiores recogidos. En la calle Koskikatu se veían casas de madera y cafeterías animadas y clubs nocturnos. Los hoteles más originales estaban en la orilla del río Kemijoki. Al otro lado del río, tras un puente galáctico, estaba la colina de Ounasvara .
Varios museos de antes los reunieron en uno solo, Articum. Y allí estaba toda la cultura del Ártico. Exposiciones sobre todo el ámbito de los pueblos árticos, el ecosistema, los animales, las formas de vida, las profesiones, los pájaros. Y como todo aquello estaba desapareciendo. Grandes paneles explicativos sobre como se iba deteriorando la parte norte del mundo. Todo un mundo alucinante. Y veías mamuts gigantes, y renos y toda clase de pájaros y delfines y tiburones. Y escuchabas el canto de infinidad de pájaros si querías. Y te daba vértigo. También podías escuchar como aullaban los lobos o como se inquietaban los mamuts. Y veías piedras de los mundos nórdicos y sus reflejos y las formas de las hojas. Y los métodos de caza de los distintos pueblos. Y las creencias que tenían. Y como todo eso se estaba arrinconando. Los fineses habían tratado de proteger a esos pueblos pero al fin y al cabo también ellos eran demasiado occidentales, demasiado civilizados. Demasiado buscadores de la rentabilidad. En el mundo moderno hay que depredarlo todo, utilizarlo todo. No se pueden vivir las cosas simplemente, no se puede escucharlas. Todo el mundo utiliza a todo el mundo. Y entonces produce melancolía y lirismo. Tenemos que meter la vida en los museos, ponerlo todo rígido y clavarle etiquetas.
En realidad yo iba buscando la aurora boreal. Quería una fiesta de las estrellas, que el cielo se pusiera de repente de colores, que la vida saliera de su quicio, que me mostrara visiones. Que el cielo dejara de ser como siempre, que de dentro de mí salieran cosas. Los lapones daban explicaciones míticas, decían que aquello era el entusiasmo de algún dios, que era una serpiente cósmica. El mundo ártico está menos protegido por el escudo magnético y entran las radiaciones que no entran en otros sitios del planeta. Y el aire es de una rara pureza. Entonces las gentes de allí están más conectadas con el universo. Y eso es lo que yo quería, conectar con el universo todo. O al menos conectar con la vida, quería que ocurriera algo mágico en mi vida. Los dos hablábamos de si veríamos la aurora boreal, nos gustaba hablar de ella. No ocurrió nada, pero ocurrieron muchas cosas.
Una noche nos levantamos a las doce y caminamos hasta el puente que se llamaba La Vela del Leñador . Era el día culminante del sol de medianoche. Atravesamos la ciudad dormida y las luces la bañaban en un aura sobrenatural. Las nubes hacían formas ligeras y caprichosas como no he visto nunca. Y en el puente de hierro, que nos llevaba hasta el último norte, ella hizo fotos y fotos. Había unos italianos que exclamaban entusiasmados: esto es increíble, es increíble. Ella me hizo fotos en distintas posiciones , porque aquello parecía un secreto arrancado al cosmos, y enfocó el agua con los reflejos, y enfocó el horizonte con sus destellos de un encarnado subido. Estábamos allí como si fuéramos seres raros de un planeta increíble. Era de noche pero había una luz potente y no dejaba de ser de noche, y aquello parecía romper todos los esquemas, instalarnos en el asombro, en una confidencia cósmica.
Hay un montón de casas de madera con techos alpinos que tapan casi las paredes, con pináculos góticos, con cucuruchos de cuentos de hadas. Refugios líricos para todas las inclemencias del tiempo, luces mágicas detrás de las ventanas, casas escondidas entre lo frondoso de los abetos. Qué cálida resulta la madera, con todas sus tonalidades, en comparación con los materiales modernos.
Entregamos las cartas en la Oficina de Correos de Santa Claus y , pardillos de nosotros, creemos que serán contestadas. Nos llevan a una esquina, hay un museo de cartas clasificadas del mundo entero. Hay sobres de infinidad de países, de todas las latitudes, con todo tipo de sellos, que se ven fantásticamente en aquel rincón al norte del mundo. Se reúnen las visiones y magias de millones de cabezas del mundo entero. Infinidad de niños están deseando que exista algo mágico, piensan en los renos y la nieve, les gusta vivir sueños. Algunas tarjetas pueden leerse, se ven todo tipo de caligrafías. Con una intensidad melancólica me pongo a descifrar las letras , a indagar lo que significan los distintos tipos de trazos, qué estados de ánimo o que abandonos indican. Veo a miles de niños perdidos del mundo entero deseando que existan los mitos.
Salimos y damos vueltas, hay muchas construcciones con ese estilo alpino exagerado, hay bares con mesas gruesas de madera, un restaurante que ofrece carne de reno. Hay una plaza circular enorme con un reloj muy grande en medio y una raya lo cruza de punta a punta. Es la raya que marca el círculo polar. Ella me hace fotos con una pierna al norte y otra al sur, estoy dejando este mundo, me estoy dirigiendo al país del cosmos y del sueño, al de los mitos y la oscuridad. Otras personas hacen lo mismo, parece que estamos atrapados por el mismo cliché. Dios sabe por dónde pasará el círculo de verdad. Pero nos hace ilusión creer que pasa por aquí. Hacíamos algo parecido cuando nos poníamos con las dos piernas a los lados del Ecuador al norte de Quito. Queremos casarnos con la tierra, saber que hemos tocado puntos en el trazo del universo.
En un extremo del pueblo había un bar instalado en una tienda lapona. Entramos y también vendían artesanías de barro, y objetos hechos con hueso o con pieles de animales. Había pipas extrañas y recordé la colección de pipas que tenía mi tío en mi pueblo. Le hubiera gustado una más, pero ya estaba muerto. Eran dos hombres y tenían nombres simbólicos, y nos explicaron lo que significaban en lengua sami . Y luego me contó una historia muy poética cuyo argumento he olvidado. Tomamos un café al estilo lapón, cargado y con hojas dentro, y nos dieron la prueba de una especie de esturión puesto encima de una hoja. Parecía que tenía poderes fortalecedores para el organismo . Los hombres vivían en un pueblo cercano, su familia apenas había estado en el sur, solo una vez habían tocado Helsinki. Nos pidieron que les contásemos cosas, que les hablásemos de nosotros. España les sonaba legendario y me hicieron el favor de no nombrarme futbolistas. Les dije que ella era una sirena del Caribe, y lo creían por sus gestos, por su mirar con intensidad las cosas, por el dramatismo que ponía al pronunciar las palabras. Y como bailaba al moverse por el recinto. Y cuando fui a pagar el hombre me dijo que puesto que ella era una sirena nos regalaban lo que habíamos tomado.
Fotos: Consuelo de Arco