«La vida como acto genérico-literario»
Javier Estel Madrid
Es costumbre —y necesidad— de los pensadores clasificar de múltiples maneras esa masa informe que se ha venido llamando desde hace algún siglo literatura. Uno de los modos es la categorización genérica. Perderíamos el tiempo tratando de explicar en estas breves líneas qué es un género literario, aunque se tomaran puntos de vista antropológicos, históricos, pragmáticos. Aquí basta con saber lo que sabe todo el mundo: la poesía, el teatro, la novela, el ensayo, etc.
Resulta que al regresar de la ciudad —espontánea, imprevista— a mi callado piso, después de pasar una tarde con gentes a las que no conocía, delante de unos ojos que han aliviado el alma —precisamente por su tristeza— me ha dado por pensar… si no será la historia de los hombres posmodernos —para mí el concepto sigue siendo aplicable a nuestro tiempo— una sucesión de microrrelatos. Una tarde puede borrar un año, colocarlo, mediante un empujón imperceptible, en otro estante de la memoria, en donde ha cambiado no ya solo por una cuestión temporal de mayor lejanía, sino, sobre todo, por un nuevo reto de hermenéutica. ¿Pero es igual el género literario de la vida según las edades, según los contextos?
Claro está. Alguien lo había pensado antes. Allá por 1911 Émile Bovet en Lyrisme, epopée, drame: une loi d’évolution générale, (París, ed. Colin) propuso, siguiendo la división tripartita tradicional, una clasificación genérica según las aetatis hominum: la juventud sería el tiempo de la lírica, la madurez, el de la épica y a la vejez le tocaría el drama. Lo leo y me resulta difícilmente aplicable en esta ciudad universitaria cuya emanación de brevedad aún se desprende de mis ropas…
Comencemos desde el final. Pensemos no en lo que a cada uno le gusta leer según la edad que cumpla, la época vital, sino en nuestro creador acto de vida como género literario —y dentro de él sus posibles poéticas y retóricas.
Quizás sea la vejez el tiempo del ensayo y de las memorias y biografías. Para lo primero, la muerte nos hace filósofos. Para lo segundo, la vida nos convierte en historiadores. Queremos llegar a comprender algo, antes de la tumba; queremos creer que sabemos lo que hemos vivido, antes del fin. Ordenarlo todo y darle un sentido. En la larga madurez domina la novela. Con conciencia de narrador, nos sabemos en el nudo de nuestra existencia justo en el único momento en que podemos percibir con absoluta claridad que hubo un principio, que habrá una llegada, que todos los personajes nos han formado, que aún quedan nuevos, que no podemos desligarnos del tiempo que empuja, ni del espacio que aplasta. Es la juventud —esta juventud que he dejado en las calles, ansiosa de carne, de líquido y de vida— la que actúa con la lógica del microrrelato en una intensidad no duradera en donde el mundo y el sistema fáctico ofrecen todas las herramientas necesarias para la amnesia entre historia e historia. Si se entienden las nuevas palabras porque se leyeron antes, no se recuerda su lectura. Anulada la linealidad, todo es seguir acabando, no en sentido cíclico, sino con una lógica de buceador sin bombona, que a cada rato ha de volver a la superficie para coger el suficiente aire de olvido. Ése que permite reemprender viajes de medusa.
Si es la infancia el siglo de lo poético —como lo ha sido para muchos— no puedo yo decirlo. —Quizás precisamente por eso lo sea—. Nadie sabe qué vivimos en aquellos días antes de las formas premeditadas de la cultura en donde la vida era inconsciente mezcla de plastelina, sonrisas y lágrimas, sintaxis agramatical.
Y si todo esto no es cierto, al menos es lo que me parece ya, en mi actual y particular microrrelato, donde una buena compañía puede, pudo, está pudiendo cambiar el eje de la tierra.