El amor es una gilipollez

 Por Israel Sánchez

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Ya no cabe ninguna duda, de modo que es hora de decirlo a espuertas y sin complejos. Este invento no le funciona a nadie. Es una castaña. Un bodrio. Una tartana. No es que tenga fallos. Es que es un despropósito del tal calibre que no hay por dónde ponerlo en pie que no parezca un mal resucitado. Es un desaguisado. Una parida. En definitiva, lo dicho: una gilipollez.

El amor es un desastre completo que no requiere de ningún tipo de crítica. Se ha impuesto la evidencia. Sólo se oyen defensas agónicas, verborreas flipadas que hablan de cosas que no ha visto nadie en su vida, y que todo el mundo sabe que se inventa al repetirlas.

Es como Dios. O como el capitalismo. Todo gilipolleces. Nadie ha visto a Dios, por ejemplo, y es imposible que nadie llegue a verlo, porque su sola idea parece el delirio de un paranoico o, mejor, el cuento chino de un niño que improvisa su mentira a pegotes. Podemos, eso sí,  dedicar todas las páginas que queramos a peguntarnos por qué la idea de Dios ha acompañado a la humanidad desde que el mundo es mundo; podemos pintar la cara de Cristo, si nos da la gana, e intentar venderla en la puerta del Reina Sofía, por si alguien quiere acompañarse de ella. Pero lo que no podemos hacer, por más que nos empeñemos, es tragarnos el cuento. Hay a quien le gustaría, e incluso quien lo intenta. Pero eso ya no lo consigue nadie. Sabemos que el más convencido de los devotos, el más creyente y proselitista, se acuesta cada noche sintiendo en su culo el gélido aliento de la finitud. Lo sabe él, lo sabemos nosotros. Se sabe.

En el capitalismo hay que creer, claro, porque existe. Pero lo que no existe por ningún sitio es su conveniencia. Sin embargo, es cierto que muchos parecen tener fe en ella; goza de mejor salud que Dios, dónde va a parar. Pero, si lo pensamos un momento, caemos en la cuenta de que apenas son, en realidad, algo más que entes casi inmateriales los que nos proclaman sus virtudes. La televisión. De ahí llega esa voz que tiene tan claro que esto tiene que seguir funcionando económicamente como funciona. Pocos habremos oído decir eso mismo a personas, y me refiero a personas de verdad, como nosotros, no a esa cosa parecida a una persona que se lleva un pastizal cada vez tú te dejas los cuernos por cuatro cuartos. Ésos no sabemos lo que piensan, porque está claro que parte del funcionamiento del tinglado que los forra es engañar a los demás diciendo que no hay ningún otro tinglado posible, aunque éste no nos guste. No vale, tampoco, contar a los que dicen que el comunismo es peor. Sea lo que sea el comunismo, peor o mejor, ya están con ello reconociendo que el capitalismo es un mar de lágrimas. Todos lo ven, aunque sólo la mayoría se da cuenta de que lo ve. Dios ni siquiera tiene esa suerte. A él ya no se le espera.

La verdad es que, frente a estos dos, el amor está hecho un roble. Es alucinante la cara de emoción que se le pone a la mayoría de la gente cuando habla del amor. Hay personas muy respetables que hablan bien del amor, que no se me malinterprete. He visto a gente muy respetable hablar bien incluso de Dios. Obviamente no son respetables por eso, sino por otros discursos más valientes, pero se distinguen con claridad de los que ni merecen respeto ni son capaces de abandonar gilipollez alguna. Bourdieu, por ejemplo, hace un análisis buenísimo de la dominación masculina durante 130 páginas. Te deja claro que eso de que el hombre tenga sometida a la mujer llega a los escondrijos más recónditos de nuestra vida, y que allí donde creemos que el igualitarismo salva un poco la cara, qué va, ahí está de nuevo la discriminación recordándonos que un asunto así no se resuelve con dos besos y un calimocho. Y cuando ha explicado todo eso, de pronto, como si le diera un vahído, te dice que menos mal que existe el amor, que el amor es otra cosa, que en el amor, mira qué casualidad, la mujer vive la absoluta igualdad. Te habla del amor como si fuera Second Life. Está intacto, allí, en su otra realidad envasada al vacío. El amor es la solución de todo, amigos, viene de Marte y está aquí para abducirnos y llevarnos a todos a un paraíso bien mullidito. Hay muchos, no es sólo Bourdieu, que parece, cuando hablan del amor, que se hubieran tomado algo.

El amor es siempre, eso sí, otra cosa distinta de lo que todos tenemos, vivimos y hacemos. Todos amamos al amor pero, paradojas de la vida, todos vivimos sin amor, y además por nuestra culpa. Así que el consejo universal es “más amor”. Y te lo dice todo el mundo, todo el rato. Con esa cara imbecilizada que se les pone de estar figurándose no se sabe si una playa caribeña o la luna de Valencia. El amor no es nuestro día a día, porque nuestro día a día amoroso, está claro, no vale ni para tirarlo por el retrete. Menuda aberración. Queremos amor pero lo que vivimos siempre es un monstruito, así que lo dejamos metido en casa, no vaya a verlo alguien y pensar vete a saber qué de nosotros: que somos raros, que somos malos, que merecemos al monstruo. Y eso tú, y yo, y el otro, y el de más allá.

Lo sabemos todos, y nadie puede hacernos tragar que estamos contentos y que esto es lo que queríamos vivir. Al de al lado no le aconsejamos que nos copie, sino que copie una cosa que nos inventamos y que copiamos de la invención de otros. Pero sólo nos falta eso: Darnos cuenta de que todos estamos hablando del sexo de los ángeles; que no soy sólo yo, para disimular, sino que no soy más que otro machacado emocional, otro incomprendido, otro obsesionado con resolver, en alguna medida al menos, mi vida amorosa. Otro esclavo del laberinto sin salida que me vendieron como el juego de los juegos.

El amor tiene mucha más salud que Dios, e incluso que el capitalismo. Pero sólo se sostiene porque no tenemos otra cosa, porque nos da miedo quedarnos solos si damos un paso al frente, porque nos han dibujado un abismo en el suelo y nos han dicho que cualquier movimiento nos despeñará. Pero que esto es un pufo está más que demostrado. En nuestro fuero interno todos lo sabemos. Estamos deseando que vuelva el platillo y nos lleve a un paraíso distinto. Todos subiríamos sin decírselo a nadie. Si alguien llegara vendiendo billetes para una alternativa al amor con un mínimo de credibilidad, la tierra amanecería mañana vacía y silenciosa.

Está claro que tendremos que inventarnos nosotros ese paraíso. Pero, de momento, ya hemos avanzado algo: tenemos claro que el amor es irrisorio, una broma de pueblo, una patochada cuya gracia suena aburrida y antigua; una cosa de críos, o de tontos, o de cabrones. Lo dicho: una gilipollez.

 

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