Thérèse de Lisieux. Historia de un Alma
Por Teresa R. Hage
Historia de un alma
[1898]
Thérèse de Lisieux
El viaje a Roma (1887)
Nápoles, Asís, retorno a Francia
Al día siguiente de la memorable jornada, tuvimos que salir de madrugada para Nápoles y Pompeya. El Vesubio, en nuestro honor, no dejó de meter ruido en todo el día, dejando escapar entre sus cañonazos una espesa columna de humo. Las huellas que ha dejado en las ruinas de Pompeya son horribles y muestran el poder de Dios, que «mira a la tierra y la hace temblar, toca los montes y humean…».
Me hubiera gustado pasearme sola por entre las ruinas, pensar en la fragilidad de las cosas humanas, pero la cantidad de viajeros robaba a la ciudad destruida buena parte de su melancólico encanto… En Nápoles fue todo lo contrario. La gran cantidad de coches de dos caballos hizo que resultara espléndido nuestro paseo al monasterio de San Martín, situado en la cima de una alta colina que dominaba toda la ciudad. Lamentablemente, los caballos que nos conducían se desbocaban a cada paso, y más de una vez creí llagada mi última hora. Por más que el cochero repetía continuamente la palabra mágica de los conductores italianos: «Appipau, appipau…», los pobres caballos estaban empeñados en volcar el coche. Por fin, gracias a la protección de nuestros ángeles de la guarda, llegamos a nuestro magnífico hotel.
A lo largo de todo nuestro viaje nos alojamos en hoteles principescos. Nunca antes me había visto rodeada de tanto lujo. Y aquí sí que cabe decir que la riqueza no hace la felicidad, pues yo me habría sentido mucho más feliz bajo un techo de paja con la esperanza del Carmelo, que entre habitaciones opulentas, escaleras de mármol blanco y tapices de seda, pero con la amargura en el corazón…
Comprendí muy bien que la alegría no se halla en las cosas que nos rodean sino en lo más íntimo del alma, y se la puede poseer tanto en una prisión como en un palacio. La prueba está en que soy más feliz en el Carmelo –aun en medio de mis sufrimientos interiores y exteriores– que entonces en el mundo, rodeada de las comodidades de la vida y sobre todo, ¡de las dulzuras del hogar paterno!
Mi alma estaba sumida en la tristeza. Sin embargo, exteriormente era la misma, pues creía que nadie conocía la petición que había hecho al Santo Padre. Pronto me convencí de lo contrario. Habiéndome quedado sola con Celina en el vagón (los demás peregrinos habían bajado a la cantina de la estación, aprovechando unos pocos minutos de parada), vi que Monseñor Legoux, vicario general de Coutances, abría la puerta y mirándome me decía sonriendo: «¿Cómo está nuestra pequeña carmelita…?». Entonces comprendí que toda la peregrinación conocía mi secreto. Felizmente, nadie me habló de ello, pero, por la simpatía con que me miraban, me di cuenta de que mi petición no les había producido mala impresión, sino todo lo contrario.
En la pequeña ciudad de Asís tuve ocasión de subir al coche de Monseñor Révérony, un honor que no le fue concedido a ninguna dama durante todo el viaje. Te cuento cómo conseguí ese privilegio: después de visitar los lugares impregnados por el aroma de las virtudes de san Francisco y santa Clara, terminamos en el monasterio de Santa Inés, hermana de santa Clara.
Yo había estado contemplando a mis anchas la cabeza de la santa y cuando me retiraba, una de las últimas, me di cuenta de que había perdido el cinturón. Lo busqué en medio de la muchedumbre. Un sacerdote se compadeció de mí y me ayudó; pero después de habérmelo encontrado, le vi alejarse, y yo me quedé sola buscando, pues aunque tenía el cinturón no me lo podía poner, pues faltaba la hebilla… Por fin, la vi brillar en un rincón. Cogerla y ajustarla al cinturón no me llevó mucho tiempo, pero todo el trabajo anterior sí que me lo había llevado. Así que me quedé de una pieza al ver que estaba sola al salir de la iglesia. Todos los coches, y eran muchos, habían desaparecido, excepto el de Monseñor Révérony. ¿Qué decisión tomar? ¿Echarme a correr detrás de los coches, que ya no se veían, exponiéndome a perder el tren, con la consiguiente preocupación de mi querido papá, o bien pedir un sitio en la calesa de Monseñor Révérony?…
Me decidí por esta última solución. Con la mayor amabilidad y lo menos apurada que pude, a pesar de mi apuro, le expuse mi crítica situación y lo puse a él mismo en un apuro, pues su coche iba lleno de los más distinguidos caballeros de la peregrinación. Imposible encontrar una plaza libre. Pero un caballero muy galante se apresuró a bajar, me hizo ocupar su asiento, y se puso él modestamente al lado del cochero. Parecía una ardilla atrapada en un cepo, y estaba muy lejos de encontrarme a gusto, rodeada de todos aquellos personajes ilustres, y sobre todo del más temible de todos ellos, frente al cual iba sentada… Sin embargo, estuvo muy amable conmigo, interrumpiendo de vez en cuando su conversación con los caballeros para hablarme del Carmelo. Antes de llegar a la estación, todos aquellos grandes personajes sacaron sus grandes monederos para dar una propina al cochero (que ya estaba pagado). Yo hice lo mismo, y saqué mi diminuto monedero, pero Monseñor Révérony no me permitió sacar mis preciosas moneditas y prefirió dar él una grande de las suyas por los dos.
En otra ocasión volví a encontrarme a su lado en el ómnibus. Estuvo más amable todavía, y me prometió hacer todo lo que pudiera para que entrase en el Carmelo…
Aunque estos breves encuentros pusieron un poco de bálsamo en mis llagas, no pudieron evitar que el regreso fuese mucho menos placentero que la ida, pues ya no tenía la esperanza «del Santo Padre». No encontraba ayuda alguna en la tierra, que me parecía un desierto agostado y sin agua. Sólo en Dios tenía puesta toda mi esperanza… Acababa de conocer por experiencia que vale más recurrir a él que a sus santos…
La tristeza de mi alma no fue obstáculo para que pusiese un gran interés en los santos lugares que visitábamos. En Florencia tuve la dicha de contemplar a santa María Magdalena de Pazzis, colocada en medio del coro de las carmelitas, que nos abrieron la reja. Como no sabíamos que íbamos a disfrutar de tal privilegio, y muchas personas deseaban hacer tocar sus rosarios en el sepulcro de la santa, no había nadie más que yo que pudiese pasar la mano por entre la reja que nos separaba de él. Por eso, todos me traían sus rosarios, y yo me sentía muy orgullosa de mi oficio…
Siempre tenía que encontrar la forma de tocarlo todo. Así, en la iglesia de la Santa Cruz de Jerusalén (en Roma) pudimos venerar varios fragmentos de la verdadera Cruz, dos espinas y uno de los sagrados clavos, encerrado en un magnífico relicario de oro labrado, pero sin cristal, por lo que, al venerar la sagrada reliquia, encontré la forma de pasar mi dedito por una de las aberturas del relicario y pude tocar el clavo que bañó la sangre de Jesús…
¡La verdad es que era demasiado atrevida! Felizmente, Dios, que conoce el fondo de los corazones, sabe que mi intención era pura y que por nada del mundo hubiera querido desagradarle. Me portaba con él como un niño que piensa que todo le está permitido y mira como suyos los tesoros de su Padre.
Todavía hoy sigo sin comprender por qué en Italia se excomulga tan fácilmente a las mujeres. A cada paso nos decían: «¡No entréis aquí… No entréis allá, que quedaréis excomulgadas…!» ¡Pobres mujeres! ¡Qué despreciadas son…! Sin embargo, ellas aman a Dios en número mucho mayor que los hombres, y durante la pasión de Nuestro Señor las mujeres tuvieron más valor que los apóstoles, pues desafiaron los insultos de los soldados y se atrevieron en enjugar la Faz adorable de Jesús… Seguramente por eso él permite que el desprecio sea su lote en la tierra, ya que lo escogió también para sí mismo… En el cielo demostrará claramente que sus pensamientos no son los de los hombres, pues entonces las últimas serán los primeras…
Más de una vez, durante el viaje, no tuve la paciencia de esperar al cielo para ser la primera. Un día en que visitábamos un convento de carmelitas, no me conformé con seguir a los peregrinos por las galerías exteriores y me metí por los claustro interiores… De pronto vi a un anciano carmelita que desde lejos me hacía señas de que me alejase; pero yo, en vez de marcharme, me acerqué a él y, señalándole los cuadros del claustro, le di a entender por señas que eran bonitos. Él se dio cuenta, por mis cabellos que caían sobre la espalda y por mi aspecto juvenil, que era una niña, me sonrió con bondad y se alejó, al ver que no tenía delante de él a una enemiga. Si hubiese podido hablarle en italiano, le habría dicho que era un futura carmelita; pero por culpa de los constructores de la torre de Babel, no pude hacerlo.
Después de visitar también Pisa y Génova, retornamos a Francia. Durante todo el recorrido la vista era magnífica. A veces bordeábamos el mar, y la vía del tren pasaba tan cerca de él, que me parecía que las olas iban a llegar hasta nosotros (aquel espectáculo fue debido a una tempestad, y era de noche, lo que hacía que la escena fuese aún más impresionante). Otras veces atravesábamos praderas llenas de naranjos cargados de frutos maduros, olivos verdes con transparente follaje, graciosas palmeras. A la caída de la tarde, los pequeños puertos de mar se iluminaban con multitud de luces, mientras en el cielo empezaban a brillar las primeras estrellas.
¡Cuánta poesía llenaba mi alma a la vista de todas estas cosas que veía por primera y última vez en mi vida!… Las veía desvanecerse sin pena pues mi corazón aspiraba a otras maravillas, había contemplado suficientemente las bellezas de la tierra, y sólo las del cielo eran ya el objeto de sus deseos. Y para ofrecérselas a las almas, ¡yo quería convertirme en prisionera!… Pero antes de ver abiertas ante mí las puertas de la prisión bendita por la que suspiraba, me sería necesario todavía luchar y sufrir.
Así lo sentía al regresar a Francia, aunque mi confianza era tan grande que no cesaba de esperar que me sería permitido entrar el 25 de diciembre.