Doble filo
Por Luis Borrás
Si las promesas se hacen para no cumplirse con las expectativas suele pasar lo mismo. Puedo comprender que una editorial las utilice como reclamo y que en la contraportada la primera frase que leamos sea ésta: “Recuperación del mejor libro de relatos español”; al fin y al cabo se trata de vender su producto y ningún padre dirá de su hijo que es feo. Pero es leyendo la introducción de Fernando Iwasaki como averiguamos de dónde ha salido esa afirmación: para el escritor peruano “Tragedias de la vida vulgar” es el mejor libro español de relatos”. Puedo entender que esa es la opinión personal de Iwasaki, que para él sea así; pero semejante aserción tan categórica, tan absoluta es muy arriesgada porque genera en el lector una expectación que si no se cumple acaba en un sentimiento de engaño y fraude. Y que me perdone Iwasaki porque para mí, después de leerlo, no me parece ni mucho menos el mejor libro español de relatos. Si alguien me hiciera esa pregunta no podría darle como respuesta un único libro o autor.
Y resulta innecesario porque no creo que Ediciones 98 necesite recurrir a un titular para llamar la atención. Para reconocer y admirar su labor editorial basta con leer algunas de las obras y autores que ha publicado: Pío y Ricardo Baroja, Ciro Bayo y César González Ruano. Basta con admirar la calidad con la que publica sus libros acompañados de las ilustraciones originales que le dan un valor añadido a la edición.
Y está fuera de lugar esa rotundidad de Iwasaki porque estoy de acuerdo con él en la necesidad de recuperar a Wenceslao Fernández Flórez, pero no de esa manera. Estoy de acuerdo en que su novela “El bosque animado” es la primera del realismo mágico en lengua española, género que luego continuó otro escritor gallego: Cunqueiro; y que “El malvado Carabel” es realmente una novela desternillante. Que, tal y como lo reconoce Federico Carlos Saínz de Robles, “Fernández Flórez es un auténtico y gran novelista”; y si hoy en día no se habla de él creo que es culpa de ese sectarismo con el que se trata a los autores que -como bien dijo Andrés Trapiello- “ganaron la guerra y perdieron los manuales de la literatura”.
Con eso bastaría para sentir curiosidad y acercarnos a este autor; pero además en esta edición de sus relatos hay algo importante y que descubriremos en el “pórtico” escrito por él mismo. A Fernández Flórez siempre se le ha etiquetado como “humorista”, título en el que injustamente –y de forma permanente- se le encasilló. Pues en estos relatos Fernández Flórez pretende rebelarse contra esa etiqueta y lo hace escribiendo unos cuentos en los que ni una sola vez hace sonreír al lector, “son episodios de vidas humildes, tristezas cotidianas, pesadumbres vulgares: lo que constituye la tragedia de la existencia habitual”. Y así –igual que Alfredo Landa nos lo demostró en “El crack” y confirmó después con “Los santos inocentes” y, precisamente, “El bosque animado”- lo interesante de estos relatos es la posibilidad de descubrir a un “humorista” –que no un simple chistoso- en un registro completamente distinto por el que alcanzó la fama.
Y con esa peculiaridad y olvidándonos de esa calificación superlativa que le perjudica más que beneficia podremos comenzar a leer y nos encontraremos con un buen libro de relatos y con algunos –como “La onza de chocolate” y “El encuentro”– para mí excelentes. Aunque lo primero que debemos tener en cuenta es que estos relatos se publicaron en 1922 y que por lo tanto no son cuentos contemporáneos. Que desde mediados del siglo XX hasta los años que llevamos de este XXI el relato ha cambiado mucho y estos de Fernández Flórez poco tienen que ver con lo que estamos acostumbrados a leer ahora. El estilo narrativo es distinto y en general tienen un tono de un romanticismo exagerado que por momentos resulta cursi, afectado o teatral y que los acerca más al romanticismo del XIX de Bécquer que a los modernos años 20. Y seguramente que para los que prefieren las narraciones que tienen como escenario la actualidad sin mirar muy atrás estos cuentos resultan una colección de apolillados cuadros costumbristas.
Pero dejando de lado dos cuentos: “El claro del bosque” y “La fría mano del misterio” los dos subtitulados “(Historia de pesadilla)” que me parecen fallidas intentonas de imitar a Poe, nos encontraremos con unos cuentos que sí son en ocasiones románticos y costumbristas pero no por eso son despreciables o malos. Sus finales sin cerrar y su concisión le alejan del clasicismo decimonónico y debemos tener en cuenta que esa forma de vivir el amor, con esa dramática teatralidad, era típica de aquella época, y aunque en ocasiones Fernández Flórez pueda resultar empalagoso como una novela radiofónica en otras como en “Su primer amor” creo que lo que hace es una parodia de ese romanticismo y sus lugares comunes. Y sí, resulta costumbrista, pero porque sus cuentos tienen como protagonistas a la sociedad de su época y en ellos encontramos un reflejo de cómo se vivía entonces: la terrible situación de desamparo de la mujer subordinada y dependiente económicamente del hombre, y en el caso de faltarle tener como única posibilidad la de trabajar como criada o costurera. Recurrir al empeño en el Monte de Piedad no era una anécdota de escritores bohemios sino el recurso de las viudas o las madres solteras para alimentarse; igual que vivir en una buhardilla no tenía nada de literario y sí de residencia estándar de la miseria. Sí, puede ser un cuadro costumbrista ya visto cuando incide en la diferencia entre riqueza y pobreza, pero no cae en lo manido porque Fernández Flórez nos habla de personas y no de lucha de clases. Unas veces es el miedo o el egoísmo, otras la influencia de los demás y los complejos de inferioridad, otras lo ruin y la crueldad; unas veces es el adulto y otras una niña de nueve años; y todas son los seres humanos y sus comportamientos.
Y creo que si por algo destacan sus relatos es porque entonces, igual que ahora, los seres humanos nos dejamos llevar por la imaginación; y esa imaginación es una peligrosa arma de doble filo. Soñamos despiertos y nos adelantamos, nos anticipamos y construimos la escena perfecta a la medida de nuestra ilusión, un final feliz que nos salve de la soledad y la amargura y otras veces la imaginación nos ciega y no nos deja ver la realidad. Y llegado el momento de la verdad las cosas no suceden como las habíamos imaginado; alguien se encargará de destruir nuestras ilusiones. Es triste, es vulgar y es real, pero no por eso podemos evitar soñar.
Wenceslao Fernández Flórez. “Tragedias de la vida vulgar. Cuentos tristes”. 226 páginas. Ediciones 98. Madrid, 2010.
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